Pudo ser un mal día: uno entra al aula con la vida a cuestas, como cualquier persona a su trabajo. Lo que pone a la docencia en un lugar diferencial es que trabajamos con otros, con otras. Que son niños, niñas y adolescentes, que están creciendo. Que pasan por edades donde transitan, a grandes rasgos, experiencias y conductas relativamente similares, dentro de un amplio arco de opciones. Y que también entran al aula con sus vidas a cuestas. En ese lugar de encuentro de decenas de subjetividades que es el aula puede una pasar infinita cantidad de cosas, según cómo se combinen esas subjetividades.
Hace unos días, dos alumnos le apuntaron con un arma ¿real? ¿de juguete? a un docente en una escuela privada del conurbano bonaerense. El docente nunca se dio cuenta porque estaba concentrado copiando el pizarrón –¿cuántas veces hicimos esto? Incontables–. Se enteró cuando los alumnos pusieron las imágenes a circular por las redes sociales.
Y la prensa estalló. Y, en el acto, dinamitó las posibilidades de hacer un buen trabajo de contención pedagógica sobre lo ocurrido, si acaso existían.
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La escuela es un artefacto obsoleto, un adefesio de la modernidad que, como los otros tres –el hospital y la cárcel, el Estado en definitiva–, sigue siendo irremplazable a pesar de que a esta altura nadie sabe muy bien cuál es su función. Nació como reproductora y ampliadora del orden social liberal capitalista, se pensó necesaria para el desarrollo económico del país, fue denunciada por reproductora de la desigualdad, se le atribuyeron poderes liberadores, subversivos y revolucionarios. Pesan sobre ella los deberes de formar una niñez y adolescencia sensible e integral, pero también formar en valores morales, pero también formar mano de obra “para trabajos que no existen” –la última mentira de la moda educativa–, pero también patriotismo, pero también pero también pero también. Todas las cabriolas que pegó la escuela en los últimos ciento treinta años la dejaron un poco en este lugar: mucho mandato pero garrafas que explotan. Aunque empiezan a surgir algunas interpretaciones interesantes: que la escuela sea el lugar donde las niñas, niños y adolescentes se refugien por un rato de un mundo hostil.
Me llaman de un diario, de una radio, de un portal para opinar sobre el tema. Me quieren poner a mí, también, en el lugar de diseccionador del cadáver de una escena escolar desafortunada.
Me corro de ahí y me pregunto: ¿Qué pasa con las violencias escolares y los medios masivos de comunicación? ¿Se puede aportar algo que no sea condenar a los chicos, al docente, a la escuela, a los padres? Veamos.
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Para empezar, podemos afirmar con bastante certeza que la violencia escolar no es un problema escolar. Vivimos en un mundo en el que circulan discursos cada vez más violentos y excluyentes, donde somos testigos de un juego perverso: algunas derechas filtran (no tan) sutiles promociones a los discursos de odio –a los pobres, fundamentalmente, pero también a las diversidades sexuales y los reclamos feministas, y a cualquiera que denuncie que transitamos un orden socialmente injusto donde la riqueza está mal distribuida–. Otras derechas, por su parte, reclaman su derecho a odiar públicamente a determinados colectivos, e incluso reclamar su exterminio, amparándose en el derecho absoluto a la libertad de expresión. Nuestros alumnos transitan esa vida cotidianamente. Los discursos de odio siempre son atractivos para, por ejemplo, les adolescentes: le echan la culpa a alguien más de que este es un mundo horrible. Un razonamiento sencillo y a medida, por eso los videos de Milei y Espert tienen tanto rebote entre ellos. Mientras en la escuela intentamos mostrar la complejidad del mundo, en YouTube hay celebrities fascistas que explican todo mucho más sencillo y alientan a lxs chicxs a filmarse discutiéndole a sus profesores “zurdos”.
Además, la velocidad y la necesidad del consumo inmediato. Necesitamos ya mismo el último celular y, por eso y unos segundos en pantalla, Víctor –el protagonista de la maravillosa película paraguaya “7 cajas”– es capaz de meterse en un problema que lo pone en riesgo de vida.
Así viven nuestros alumnes, esa cultura maman. No aprenden a ser violentos en la escuela, sino en sus casas y con los consumos que el mercado ha fabricado para ellos a puro algoritmo. La foto del revólver de juguete apuntando a la nuca del docente es la punta de un iceberg que no queremos ver. Porque, sencillamente, ese iceberg se alimenta del congelamiento de nuestros prejuicios y los transforma en violencia subrepticia y transable.
¿Qué pasa cuando eso entra en la escuela?
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Hace unos 10 u 11 años circuló un video donde un alumno le prendía fuego al pelo de una profesora. Quien esto escribe estaba cursando sus últimas materias en el profesorado, y el tema entró en las discusiones. La docente, en ese momento, contestó –palabras más o menos–: “Nosotros sólo vemos la escena. No sabemos todo lo que pasó antes para que terminara derivando en esa situación.”
Me permito una digresión autobiográfica: suelo ser brutalmente crítico con la formación inicial, o sea el profesorado, donde me formé, sabiendo que muy probablemente sea la mejor disponible en todo el país. Pero esa respuesta dejó una marca indeleble, pues atacaba el núcleo de los análisis de una escena educativa: no podemos quedarnos con la foto. La educación es un proceso relacional y, además, está mediado por lo afectivo. No podemos analizar una situación sin conocer su contexto, su historia.
Unos años más acá, un grupo de alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires fueron expulsados luego de vandalizar la Iglesia de San Ignacio, que está al lado. Nuevamente, comida chatarra para los medios: un BigMac de escuelas y adolescentes “extraviados” para el monstruo insaciable del Último Momento.
Por diversas situaciones, tuve la oportunidad de seguir y conocer la trayectoria posterior de algunos de los protagonistas de las escenas que narré recién. Pasaron a otras escuelas donde, por suerte, fueron recibidos con un profundo sentido de la tarea pedagógica que les permitió transitar “anónimamente” el resto de su escolaridad, a salvo del prepoteo urgente de la tevé, pero también de la estigmatización de los docentes.
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Hay varios niveles de análisis, entonces. Ya nombramos lo macro: una dinámica cultural donde la violencia es una mercancía preciosa que se cobra en likes y sube posiciones en los rankings de métricas en los portales de noticias.
¿Y la escuela? La escuela deberá ver cómo, según su propio ecosistema institucional, y con qué apoyos del Ministerio de Educación –en este caso, la Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires–, puede procesar la situación. Aquí entra en juego un triángulo que cobra identidades propias según cada escuela: alumnos-docentes-familias. La configuración de esa tríada habilitará –o no– las soluciones. Tenemos un dato: a los alumnos no les renovarán la matrícula del año próximo. Y, quienes somos docentes y hemos trabajado en escuelas privadas –y en públicas de élite– sabemos que hay escuelas “más difíciles” que otras, por su composición poblacional. En general se suele ponderar la importancia de que las clases medias vuelvan a la escuela pública en función de su gimnasia en el contralor de las instituciones. Sin embargo, muchas veces las familias pueden efectuar reclamos fuera de lugar, en ausencia total de un criterio pedagógico –que, efectivamente, no tienen por qué tener–. Dicho de otra forma: pueden hacer demandas que van en contra del funcionamiento normal de una escuela. El ejemplo más claro es la expulsión de alumnos que han cometido un error. Las escuelas con familias muy demandantes tienen muy a mano la demagogia punitiva para calmar las inquietudes de familias preocupadas por “el entorno en el que se crían sus hijes”. Pero los alumnos se quedaron afuera: fueron víctimas de la exclusión educativa. ¿Adónde irán a parar? ¿A una escuela que tenga una propuesta delicada, que comprenda la complejidad de la situación que atraviesan esos adolescentes y les dé una oportunidad para repasar su error y, como plantearon tan lúcidamente Mara Brawer y Marina Lerner, pensar un proceso de transformación del posicionamiento subjetivo de esos adolescentes frente a su error? ¿O a una escuela donde se los señale y, de alguna manera, se los estigmatice, ya sea en forma de condena o de festejo? La escuela expulsora se salvó. Las familias habrán obtenido su respuesta. Los chicos se quedaron afuera.
Vale una aclaración absolutamente necesaria: muchas veces el pase de escuela es un paso necesario para ese “click” en la cabeza de un adolescente que cometió un error grave. Pero la condición necesaria es que la escuela receptora tenga las herramientas pedagógicas para enfrentar esa tarea. De lo contrario será en vano.
Me gustaría volver sobre el problema de ese triángulo comunitario escolar y cómo puede verse alterado por los discursos punitivos circulantes, pero también por paranoias sobre la política educativa (“Con mis hijos no”) o sobre ideas erradas acerca de la actividad pedagógica (en los últimos meses hubo un recrudecimiento de denuncias a docentes por abusos en el nivel inicial de la Ciudad de Buenos Aires, entrando en un tema sensibilísimo que además atañe a una edad sensibilísima, y que ha llevado a docentes de jardín que llaman a los padres de un niño para que vaya a cambiar los pañales, ante el temor a una denuncia). Cuando, en ese triángulo, se rompen los lazos de confianza –algo muy posible, pues es inevitable que esté atravesado por tensiones–, también se rompe el derecho a la educación de nuestres alumnes.
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¿Y el docente? Nadie piensa en los docentes, se dice en las Salas de Profesores. Uno de los discursos circulantes más comunes es el de profesoras y profesores quejándose sobre el cuello de botella de la inclusión –de pobres, de niñes con necesidades especiales, de extranjeros, de repitentes, de transferidos de otra escuela por reiterados episodios de indisciplina– que nos tiene como sheriff sin armas en un aula que parece un lejano Oeste. De inmediato, entonces, asoman el malestar y la frase gatillo: “A mí no me formaron para esto”. Existe la idea –bastante fundamentada, pero no completamente, a mi criterio– de que el Estado nos tira a las fieras sin las herramientas necesarias. Y a veces eso puede terminar en escenas como la que abrió este relato. Y supongamos que, como en este caso, la escuela “se deshace” de los alumnos. ¿Y el docente? ¿Tendrá la contención, el acompañamiento, para evitar situaciones similares a futuro? ¿Tendrá un salario que le permita desarrollar su trabajo en una sola institución, con tiempo para planificar soluciones didácticas creativas, o deberá ir de una escuela a la otra desde las 8 de la mañana hasta las 9 de la noche para juntar los pesos suficientes para mantener a su familia? A mayor cantidad de horas cátedra frente a curso, más “piloto automático” y menos personalización de la enseñanza (otro mandato sobre la escuela y los docentes). ¿Cómo detenerse a pensar, demorarse a saborear ideas para enseñar, si cuando no estamos corriendo de un lado al otro estamos frente a curso tratando de que no se nos distraigan con el celular?
Educar es un arte. El arte requiere reflexión y planificación. Pero es un arte ejecutado a escala masiva, y hasta puede prescindir de su condición de arte si se sostiene sobre burocracias empobrecidas y mediocrizadas a propósito por las políticas públicas. Porque el sistema educativo tiene la función social básica de cuidar a la población económicamente inactiva mientras la activa trabaja: en algún lado tienen que estar les niñes mientras papá y mamá, si existen, salen a deslomarse. Si aprenden algo, mejor.
Educar es un arte, entonces, y no hay buen arte sin tiempo, sin demora.
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Finalmente, una vuelta a la estigmatización adolescente en los medios de comunicación. Ayer fue un día de amplia discusión en las redes sobre eso: Braian Gallo, presidente de mesa que el domingo fue a cumplir su deber cívico con ropa deportiva y visera fue hostigado brutalmente por su apariencia en una lluvia de racismo y clasismo. Aparecen las preguntas: ¿Cuáles hubieran sido las reacciones si aquel revólver ¿real? ¿de juguete? hubiera estado en manos de un adolescente con la campera de la Juventus y gorrita? ¿Si la escuela hubiera sido pública? ¿Si no hubiera sido en El Palomar sino en Laferrere, en Solano, o en Las Flores, Rosario, o en La Tela, Córdoba? ¿Habría habido análisis sobre la violencia de los más pobres, como si les adolescentes de clases medias y altas no estuvieran expuestas a ellas ni las reprodujeran simbólica o literalmente, en sus intentos desesperados por interpretar un mundo cuyo significado se les desvanece entre las manos a medida que crecen?
Les adolescentes y algunas de sus características –sus cuerpos de casi adultos arribando a la sexualización, sus angustias disfrazadas de seguridad taxativa y final, sus vestimentas, tatuajes y peinados que marcan tomas de posición identitaria sobresemantizada– son, para el mercado, a la vez un producto y un modelo de consumidor. El culto a la juventud tiene mucho que ver en esto: todes queremos parecer eternamente tersos, “con todo en su lugar”. Tal vez vivimos en una época en que la adolescencia es el fetiche. Y nosotres, les docentes, ahí tratando de preservarlos de las fauces, de atajarlos, de ofrecerles un espacio, un tiempo, un alivio a la urgencia que les exige el mundo. Tratando de construir un vínculo único, especial, limitado en el tiempo, donde podamos ofrecer un par de alternativas a la inercia violenta del mundo.
Elles aún dudan, otorgan el beneficio de la duda si se los sabe interpelar, si se los mira a los ojos, si se los llama aparte después de un aparente desplante.
Están creciendo. Nuestro rol como “adultos profesionales” –también tironeados por el horizonte etario de la jubilación que se acerca, lento pero constante– es propiciar una reflexión serena, íntima y cuidada sobre sus vidas y sobre los conocimientos que, con suerte, salario y cintura didáctica, les ofreceremos como la entrada a un mundo de maravillas.
Porque aprender es, o debería ser, exactamente eso: una aventura.