La política argentina parecía atravesada por una grieta molesta pero emocionante. Republicanos modernizantes en camisas sin corbata y populistas demandantes en remeras de Evita expresaban dos modelos de país. Y como dos buenos bandos irreconciliables, estaban listos para enfrentarse en la batalla electoral final de una guerra política inmemorial. Tres rounds (PASO, elección presidencial y ballotage) de razones sociales, económicas, geopolíticas, culturales. Históricas. Aspiraciones individuales versus necesidades sociales. Macrismo versus kirchnerismo.
Los que pertenecemos al reducido círculo de interesados en la política esperábamos con taquicardia este gran espectáculo de la democracia. Mauricio Macri y Cristina Fernández de Kirchner, los dos grandes emergentes de la política argentina del siglo XXI (es decir, de la crisis del 2001) iban por primera vez al ring. Pero entonces, justo antes de empezar, aterrizó en el cuadrilátero un grupo de hombres de traje gris. Intervinieron y nos bajaron a una realidad más cruda e inmediata. Alberto Fernández, Roberto Lavagna y Miguel Pichetto, tres experimentados gestores, se hicieron cargo. Tres señores cautos y sobrios fueron puestos a dedo en las fórmulas de las tres coaliciones principales. Ya no podremos darnos el lujo de otro gran espectáculo. Estamos en otro juego.
Alberto Fernández, Roberto Lavagna y Miguel Pichetto no surgieron por aclamación partidaria ni por el peso de su poder electoral personal. De hecho, ninguno de los tres se destaca por su caudal de votos o su jefatura territorial, los dos factores clave para acceder al Ejecutivo argentino en democracia. Más bien, todo lo contrario. No lideran partidos ni corrientes de opinión. Tampoco juntaron popularidad por fuera del mundo de la política: ni siquiera son demasiado conocidos para el amplio público que conforma el padrón electoral nacional. Fueron seleccionados en pasillos palaciegos; periodistas y analistas quieren saber cómo llegaron allí. La gran sorpresa de estas elecciones argentinas no viene de los "outsiders" al estilo Donald Trump -o Marcelo Tinelli-, sino de los "insiders". Para colmo, ni siquiera tienen una larga carrera de elecciones y candidaturas. Son insiders tecnocráticos, técnicos de la gestión política.
Aunque Mauricio Macri anuncie una conflagración entre autoritarismo y democracia, y aunque Cristina nos advierta que estamos ante una encrucijada definitoria, las grandes retóricas de la grieta comienzan a perder efectividad en una elección dominada por Alberto, Roberto y Miguel, y por el perdón recíproco de la clase política. "Agrietar", estando mezclados, ya no luce tan creíble. Macri cooptó para su equipo nada menos que al jefe de la bancada opositora. Y Cristina indultó a los funcionarios que la habían criticado y abandonado, y les pidió que volvieran porque era hora de arremangarse. Cuando viene la tormenta se perdona todo. Los grandes grupos empresariales argentinos también proponen y piden traer de vuelta al ministro de Economía que parecía habernos sacado de la crisis de 2001. No importa si estaba en su casa, mirando televisión en chancletas: que vuelva.
Nadie ignora por qué la dirigencia argentina los puso allí: porque se viene una crisis. El 2020 va a ser muy complicado. Una economía paralizada e inflacionaria, muy endeudada, sin salida visible. El desempleo y la pobreza crecen, la impaciencia social también, los ingresos caen. El poder pide muñeca para manejar el duro trance. Y los recursos humanos para esto están allí, donde siempre: en el peronismo.
El nuevo prestigio argentino
Los tres, Alberto, Roberto y Miguel, comparten antecedentes similares. Y el mismo tipo de reconocimiento. Se ganaron fama de operadores eficaces en tiempos y coyunturas difíciles durante el gobierno de Néstor Kirchner. Más precisamente, durante el pasaje entre la presidencia de transición de Eduardo Duhalde y el primer mandato de la era kirchnerista. Lavagna fue el ministro de Economía de Duhalde y Kirchner. Alberto Fernández fue el jefe de Gabinete de éste último (y un nexo clave entre Kirchner y Duhalde). Y Pichetto asumió a fines de 2002 la jefatura de la bancada justicialista, cargo que mantuvo hasta estos días. La reivindicación general del nestorismo, insinuada desde hace algunos pocos años, se cristalizó.
Las experiencias duhalde-nestoristas de Alberto, Roberto y Miguel, que equivalen a doctorados en ciencia de la crisis, los marcaron para siempre. Todos los siguen recordando por esos roles, sin importar lo que hiciesen después. Miguel, Netflix mediante, disfrutó de la fascinación con la imagen del Frank Underwood argentino. De hecho, varios operadores de Wall Street se entusiasmaron con eso y él supo aprovecharlo; no hay que descartar que algo de esa imagen paroxística le haya permitido llegar a donde llegó. Ahora hay quienes esperan de él que se meta en todo, y que despliegue una ambición infinita dentro del nuevo palacio que le ha tocado en suerte. Quizá, la profecía autocumplida funcione otra vez.
En nuestra sociedad sin pasado aristocrático, haber sido un buen piloto de tormentas es otra innegable fuente de prestigio social. En esta oportunidad, sumar el prestigio de la eficacia en la adversidad parece haber sido el móvil de la selección de los doctores en crisis. El resultado es inédito: ya no tendremos un menú de ex gobernadores, territorios o preferidos de la gente. No mediaron reuniones partidarias ni maniobras de instalación pública a la hora de nombrar nombres. Los candidatos son Alberto, Roberto y Miguel, y se ganaron su lugar porque saben negociar y tranquilizar. Elige tu propio gestor de crisis.
¿El fin de la grieta?
Aunque unos y otros enuncien sus límites -Mauricio, Cristina, ambos-, lo cierto es que las fronteras de las alianzas electorales se han caído. Casi cualquiera es convocable y todos son perdonables. La dirigencia decidió que la grieta se cancela. O, al menos, se suspende.
Cabe preguntarse, sin embargo, si los electorados están preparados para ponerle fin. Los votantes identitarios tendrán que tragarse sapos. Los antiperonistas tendrán que tragarse a Miguel, socialistas santafesinos y seguidores de Margarita Stolbizer deberán hacer lo propio con Roberto y Juan Manuel Urtubey, y los kirchneristas orgánicos deberán perdonar a algunos que hasta hace poco llamaban traidores. Todo esto pone a prueba la teoría de la grieta. Si los votantes aceptan las fórmulas mixtas sin chistar, tal vez la grieta no era tan profunda como la dirigencia creía o fingía creer. En cambio, si las fórmulas restan en lugar de sumar, habrá que seguir estudiando con atención las preferencias partidistas de la sociedad.
De igual forma habrá que analizar las capacidades de estas tres coaliciones. Todas ellas persiguen la ilusión de la unidad nacional. Así lo pretenden desde sus denominaciones: Todos, Juntos, Consenso. La promesa implícita de los gestores de la crisis es que van a ser grandes convocantes después de la elección. Destilan "gobernabilidad". Gane quien gane, desde el poder se espera que Alberto, Roberto o Miguel conduzcan mega-acuerdos de gobernadores, intendentes, sindicatos, empresarios, acreedores y organismos internacionales con plata hundida en territorio argentino. Que sean capaces de lidiar con la Argentina y evitar una ruptura de contratos. Firmar pactos de las Moncloas.
Hay que recordar, sin embargo, que la Moncloa fue un plan de ajuste. Las dirigencias se unieron para distribuir los costos y las culpas del plan, y salvar a la democracia española naciente. Las mayorías argentinas no tienen disposición a ser ajustadas. Por esa razón, a los gestores de la crisis no les esperan momentos agradables. Ahí se verá, entonces, si es fácil o siquiera posible construir consensos y pactos de austeridad con una sociedad que aspira a más de lo que se le piensa ofrecer.