Tras casi cuatro años de Cambiemos, es posible afirmar que ciertos gestos gubernamentales han funcionado como guiños de complicidad hacia actores sociales reaccionarios y antidemocráticos. Los críticos a la continuidad de los juicios por lesa humanidad, o los apólogos de la dictadura, han sentido y sienten que hay espacio para “sus reclamos”.
En este período muchas cosas que fueron dadas por ciertas han sido banalmente puestas en cuestión. Una construcción laboriosa que arrancó aún bajo la dictadura militar, la de la defensa de los derechos humanos, se muestra frágil a pesar de más de diez años de políticas virtuosas por parte del Estado. Esto sucede en un contexto en el que temas como la inseguridad, históricamente abandonados por el progresismo, ganan espacio en los medios y son bandera de algunas de las figuras con mayor aprobación de la gestión, como la Ministra de Seguridad Patricia Bullrich, y de algunos armadores de la oposición como Miguel Pichetto.
A más largo plazo, lo que está en juego es la posibilidad de una comprensión más compleja del pasado reciente. La polarización política –instrumentada por el kirchnerismo a partir del conflicto con el campo (lo que enterró la ilusión de la transversalidad) y potenciada por Cambiemos con fines electoralistas- anula los matices. Y los grises, tan poco atractivos, son por contrapartida el terreno fértil donde es posible hacer preguntas más abarcadoras sobre hechos irresueltos que aún condicionan el desarrollo de la Argentina y, en consecuencia, ampliar consensos básicos acerca de lo que significan las garantías mínimas para la vida. Más aún, abrirían la posibilidad de revisar la democracia construida desde 1983 desde sí misma, y no desde quienes desde una postura elitista y antipopular la impugnan. Comprender la profundidad del enfrentamiento social y la profundidad de la grieta, antes que negarla, permitiría reconocer las líneas truncas y las continuidades de la fenomenal regresión iniciada a mediados de los setenta, y poner freno a discursos fáciles y punitivistas. Esto es vital, en un contexto de regresión democrática, aumento de la represión e incremento de los discursos intolerantes y violentos que si avanzan es porque encuentran, a mayor o menor profundidad del campo social, suelo fértil.
Vulgata procesista
Solemos asignarle a la idea de “resistencia” un valor intrínsecamente positivo en términos políticos. Por eso es importante saber que los únicos resistentes no son los que piensan “como nosotros”, “los que son del palo”. “Los otros”, “la derecha”, también “lucha por la memoria”. Puede parecer una obviedad, pero no lo es. La reivindicación de los hechos más atroces del terrorismo de Estado disfrazados de acciones patrióticas nunca se fue del escenario público. Fue sostenida públicamente durante el ejercicio autoritario del poder, y no se extinguió a partir de 1983. Solo tuvieron más o menos visibilidad según el contexto político. Hace unas semanas, sin ir más lejos, se produjo un importante repudio a la presentación de una obra en tres tomos de un represor condenado por crímenes de lesa humanidad en la Feria del Libro, a la cual, símil Perón, envió un mensaje grabado. Las justificaciones para hacerlo pasaron por “la utilidad” de que un represor hable para avanzar en el conocimiento histórico. Solo que una cosa es la multi perspectividad y otra el negacionismo.
“Las consignas son confusas. Muchas palabras/ que eran nuestras han sido deformadas por el enemigo/ hasta tornarlas irreconocibles”, escribió en A quien vacila Bertolt Brecht. Recordé esos versos al escuchar el alegato de Alfredo Arrillaga, el militar responsable de la recuperación del cuartel de La Tablada tras el intento de copamiento del Movimiento Todos por la Patria. La justicia lo condenó como coautor penalmente responsable del homicidio con alevosía de José Díaz, uno de los cuatro combatientes del MTP desaparecidos en la represión. Arrillaga tiene en su haber, además, cinco condenas por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar.
La frase de Brecht fulguró al leer su alegato. Arrillaga se autodefinió como un “anciano soldado con 85 años, integro el grupo excluido de la sociedad y de la Constitución. Aquellos que nos aplaudieron hace 40 años me persiguen hoy. Somos los kelpers argentinos, víctimas de una política revanchista”. La política revanchista, son los juicios que, con idas y vueltas, son parte del proceso de justicia con el que la sociedad argentina afronta su pasado violento desde finales de 1983. “Hoy nos persiguen, procesan y encarcelan (…) Hacen museos de la memoria, ponen placas. No existe para nosotros Memoria, Verdad y Justicia", dijo Arrillaga apropiándose de la consigna del movimiento de derechos humanos y a amplios sectores políticos de la sociedad argentina en su alegato. “Macri incumplió su promesa de acabar con el curro de los derechos humanos”, se quejó Jorge Di Pasquale, el autor presentado en la Feria del Libro, en su mensaje.
Vemos que muchas veces, con mucha ligereza, pensamos que esas consignas sobre el pasado (memoria, verdad y justicia) “solo son nuestras”. Pero la memoria es organizadora de todos los grupos sociales. Naturalizamos nuestras lecturas sobre el pasado como las únicas posibles, y no es así.
Un hilo invisible une el alegato de Arrillaga con el de Emilio Massera en octubre de 1985, durante el Juicio a las Juntas: “No he venido a defenderme. Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa. Y la guerra contra el terrorismo fue una guerra justa. Sin embargo, yo estoy aquí procesado porque ganamos esa guerra justa”.
Desde el golpe de 1976, los dictadores impulsaron un discurso que facilitó la represión ilegal y estigmatizó a “la subversión”, una peligrosa generalización que buscó disolver los mínimos lazos de sociabilidad mediante el terror.
Entregado el poder, los pretorianos derrotados y sus acólitos civiles mantuvieron una línea argumental para explicar lo vivido por los argentinos: el eje central era que se había librado una guerra contra el terrorismo. Y para justificar lo injustificable, enfatizaron en una serie de huecos en el discurso “progresista”: la violencia revolucionaria. De manera general, encarnada en algunos hechos puntuales y sobre los que aún hoy, en muchos casos, no ha habido revisiones: algunos atentados producidos por Montoneros durante el año 1976 (contra el jefe de la Policía Federal, Cesáreo Cardozo; o la voladura de Coordinación Federal), la muerte en cautiverio de Argentino del Valle Larrabure (un militar secuestrado por el ERP), el argumento de que los uniformados habían actuado cumpliendo órdenes dictadas por un gobierno civil (el decreto de aniquilamiento de 1975). Es una lectura sobre los años setenta que se sostuvo de manera capilar y con la lógica conspirativa de que quienes recordaban esos hechos defendían una “verdad que se ocultaba”, o, como sostuvo en su momento el periodista Mariano Grondona, luchaban contra una “memoria hemipléjica”.
La vulgata procesista[1] construyó una versión unilateral de la década del setenta, concentrada en casos puntuales de la actividad guerrillera que restringían el conflicto político y social solamente a su costado militar y violento. Para este sector la violencia en la Argentina comenzó con el asesinato político de Aramburu en 1970. Pero la amplia movilización política de los veinte años entre 1955 y 1976 está ausente de ese relato, como también la violencia represiva de esos años, tanto antes como después del golpe del 24 de marzo de 1976. Desde una perspectiva “argumental”, el discurso de la derecha se ha mantenido firme en su caracterización del proceso histórico como una guerra con características particulares llamada lucha contra la subversión. En este esquema, las violaciones a los derechos humanos de las que se acusa a las Fuerzas Armadas fueron los “excesos habituales en toda guerra”.
Tras la asunción de Raúl Alfonsín, esta mirada no desapareció, simplemente se replegó ante las denuncias y condenas, pero siguió bullendo en aquellos sectores directamente vinculados a la represión ilegal. Conformó un núcleo duro de memorias subterráneas, como las definió Michael Pollak, que se constituyeron en resistencia frente a lo que consideran la instalación de una mentira, la victoria ideológica de los “terroristas” tras perder la “guerra”. En su alegato, Massera oponía esa idea de “guerra” a la sistematicidad represiva ilegal que el Juicio de 1985 condenó. Eso no significa que la construcción judicial y política de la memoria sostenida desde ese hito, que explica lo que vivió el país fue terrorismo de estado, se haya consolidado en profundidad.
Las memorias del “otro”, entendiendo como tal a quienes reivindican al Proceso de Reorganización Nacional y relativizan las denuncias acerca de las violaciones a los derechos humanos contraponiéndoles “otra versión de la historia”, colocando la discusión en otro lugar, el refugio seguro del propio relato, no han dejado de medrar desde mediados de los setenta, entre otras cosas porque en ocasiones no hemos enfrentado la “vulgata procesista” argumentativamente: con investigaciones que vacíen de sentido a largo plazo esos núcleos duros de sentido común. Es una tarea política hacerlo, porque la memoria es volátil, y está atada a las coyunturas.
Las políticas de memoria del gobierno de Cambiemos
La excesiva apropiación de la retórica y los símbolos del movimiento de derechos humanos por el kirchnerismo generaron una reacción subterránea de oposición que cuestionaba la mirada sesgada y reclamaba una “memoria completa” de lo que había sucedido en los años setenta. Ese núcleo duro, que reivindica la represión ilegal, relativiza el concepto de terrorismo de Estado y reclama el reconocimiento para “las otras víctimas” (muertas en atentados de la guerrilla) encontró en el triunfo electoral de la alianza Cambiemos, en diciembre de 2015, la posibilidad de ganar visibilidad pública.
Hasta ese momento, las voces que cuestionaban el relato dominante eran marginales, como las de Cecilia Pando, y las organizaciones que reunían a los familiares de las víctimas de la violencia de las organizaciones armadas. Pero con el nuevo gobierno la situación cambió. Es importante señalar, como sostiene Daniel Feierstein, que el gobierno de Mauricio Macri inicialmente buscó instalarse como “neutral” y “superador” de las controversias del pasado.[2] Las disputas simbólicas e interpretativas sobre “los setenta” eran algo por debajo de la lógica refundacional del nuevo gobierno. Sin embargo, algunos funcionarios o legisladores del oficialismo, ya en el primer año de gobierno, relativizaron el terrorismo de Estado o la cifra emblemática de los 30.000 desaparecidos. La respuesta oficial a estas situaciones no fue de desautorización, sino de restringirlo a opiniones personales. No obstante, hubo gestos oficiales concretos, como cuando el Secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, recibió a miembros del CELTYV (Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas), una organización que además de reclamar por sus muertos relativiza el concepto de terrorismo de Estado.
El 24 de marzo de 2016, en el primer aniversario del golpe de estado bajo el mandato de Mauricio Macri, diputados de Cambiemos se fotografiaron con un cartel que decía “se acabó el curro de los derechos humanos”, lo que generó una gran polémica. Y el 9 de julio de 2016, bicentenario de la Independencia argentina, desfilaron frente al presidente veteranos de la guerra de Malvinas y los así llamados “veteranos del Operativo Independencia” (la operación contrainsurgente contra el foco guerrillero del PRT-ERP en Tucumán). Estas escenas permiten ver que conceptualmente se produjeron y están en construcción dos equiparaciones, que retoman el viejo paradigma de los “dos demonios”: Avruj, como funcionario, recibía a “las otras víctimas” mientras que quienes habían combatido a la guerrilla mediante la represión ilegal desfilaban como “veteranos de guerra” junto a aquellos que habían arriesgado su vida en Malvinas.
En mayo de 2017, el gobierno intentó avanzar en un cambio de aplicación en la doctrina del 2x1 en las condenas, lo que generó una masiva movilización de repudio y obligó a retroceder en la iniciativa. Al mismo tiempo, se aplicaron severas restricciones presupuestarias en áreas sensibles del Estado dedicadas a la investigación del terrorismo de Estado, o a fiscalías particularmente activas, con el argumento del ajuste necesario o por la “militancia kirchnerista” de sus integrantes. Se desarmaron programas enteros, como las Áreas de Derechos Humanos del Ministerio de Defensa y otros espacios estatales, o se restringió severamente el Programa Educación y Memoria del Ministerio de Educación de la Nación.
El 1 de agosto de 2017 Santiago Maldonado, un militante que apoyaba una protesta mapuche en la localidad de Cushamen, provincia de Chubut, desapareció mientras escapaba de la Gendarmería junto a otros manifestantes. Las controversias en torno a si se trataba de un caso de desaparición forzada o no alimentaron también las disputas en torno a los sentidos sobre los años setenta y el terrorismo de Estado, ya que la muerte del joven (cuyo cadáver apareció el 17 de octubre de ese año, dos meses y medio después muy cerca de donde había sido visto por última vez) fue un hito para caracterizar o no al gobierno y sus políticas como la continuidad de la dictadura. La familia sostiene la figura de la desaparición forzosa, mientras que el gobierno cuestionó el uso político del caso por parte del kirchnerismo.
Por otra parte, los cambios en la coyuntura mundial –un generalizado vuelco a la derecha xenófoba y reaccionaria- favorecieron los avances oficiales en materias especialmente sensibles para la memoria de los argentinos: las Fuerzas Armadas, redefinidas sus hipótesis de conflicto a partir del avance del narcotráfico y el terrorismo han vuelto a involucrarse en seguridad interior, mientras que el gobierno enfáticamente apoya una política de mano dura –apoyado en el tema de la inseguridad- que entre otras cosas asigna a las Fuerzas de Seguridad una mayor discrecionalidad en el uso de armas de fuego en “situaciones de peligro inminente”.
Tal vez un símbolo del actual estado de cosas sea, una vez más, el gigantesco predio de la ex ESMA, el Espacio para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos. Constituye un emblema no solo de lo que allí sucedió, sino de las políticas kirchneristas en relación con el pasado reciente. Allí fue donde Néstor Kirchner pidió perdón en nombre del Estado y donde de manera discrecional se ocuparon espacios y lugares; donde funcionan un sitio de memoria, un centro cultural, el Archivo nacional de la Memoria y dependencias del Ministerio de Justicia; también donde Cristina Fernández inauguró en 2014 el Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur. El visible estado de abandono del predio, la alta conflictividad sindical ante la permanente amenaza de cierre y la real falta de recursos revelan materialmente el lugar que asigna el gobierno actual a un tema que, más allá de la coyuntura, aparece aún no resuelto.
A finales de 2018 el Equipo Argentino de Antropología Forense, que mudó su sede al predio, denunció que el gobierno argentino lo había dejado sin fondos, lo que le impediría funcionar en casos locales. El escándalo fue tan grande que días después el gobierno se comprometió a cubrir dicha deuda.
Es paradójico. Al mismo tiempo, el trabajo del EAAF permitió avanzar en una síntesis notable: durante 2016-2017 se logró identificar buena parte de los soldados argentinos enterrados con nombre desconocido en el cementerio de guerra de Malvinas. Para hacerlo, se aplicaron las mismas técnicas que para la identificación de víctimas de la dictadura.
Allí, en el último confín, donde los muertos tienen nombre, los claroscuros que no entusiasman a nadie revelan toda su potencialidad, volviendo a nombrar a los muertos y devolviéndoles su historicidad. Esa mirada retrospectiva puede ser el alimento de una mirada que sea prospectiva. O sea: la comprensión histórica del pasado solo es un barroquismo si no alimenta la imaginación de un futuro.
[1] Así la bauticé en un artículo de 2005: “Recuerden, argentinos. Por una revisión de la vulgata procesista”. En Entrepasados, Año XIV, N° 28, fines de 2005, pp. 65-82.
[2] Daniel Feierstein, Los dos demonios (recargados), Buenos Aires, Marea Editorial, 2018, pp. 41 y ss.