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Como alguna vez he sugerido parafraseando a Carl Schmitt, la deliberación, tanto o más que la decisión, se da en la excepción (1): las sociedades no deliberan constantemente acerca de principios generales, lo que hacen es debatir, excepcional y acaloradamente, acerca del sentido de acontecimientos particulares. Es de ese debate, acalorado y excepcional, que se desprenden los principios que estructuran la vida colectiva. A los acontecimientos que puntean esta excepcionalidad deliberativa, y a los debates públicos que los rodean, propuse en aquel trabajo llamarlos escenas deliberativas. Son estas escenas deliberativas las que dan forma, al organizarse temporalmente de modo articulado y al contribuir conjuntamente a la sedimentación de nuevos sentidos, nuevos entramados legales y nuevos discursos políticos, las que contribuyen a la consolidación de lo que el constitucionalista estadounidense Bruce Ackerman llama momentos constitucionales.
Aquí no quiero más que sugerir una interpretación de la relación entre la actual coyuntura política argentina y la situación global, y hacerlo a partir de un esbozo de los principales rasgos comunes de la situación argentina con la mirada ofrecida por Ackerman. Éste, en su monumental We the People (2), ofrece una mirada dialéctica de la vida política. Aunque dialéctica, su mirada es de todos modos anti-teleológica: la república estadounidense no se dirige a ninguna parte, no tiene destino prefijado, ni manifiesto ni ningún otro, simplemente es el resultado de la puesta en funcionamiento de un dispositivo que él propone llamar democracia dualista.
Este dispositivo es relativamente simple: partiendo de la base de que la auto-institución de la sociedad no es el resultado de un juego idealizado entre un texto y una realidad material que lo refleja (o debería reflejarlo), Ackerman nos dice que lo que la Convención Constituyente de 1787 puso en marcha no fue una república de 240 años de duración—esta es una idealización si fundamento en la realidad—sino más bien un pulso político, un ritmo, un latir dominado por dos momentos: el momento de la política constitucional y el momento de la política normal. Y estos dos polos están unidos por múltiples grises, o más bien por algo así como una trama de hojaldre, en la que se dan innumerables intentos fallidos de política constitucional que terminan siendo normalizados por el régimen vigente.
Es a partir de este modelo teórico que Ackerman describe a la Reagan Revolution, iniciada en 1980, como un intento fallido de producir un cambio de régimen constitucional. Ya consolidados como el partido antagonista de la República Moderna nacida del New Deal, Ronald Reagan y el Partido Republicano se propusieron tanto desmantelar el estado de bienestar instituido por la República Moderna como limitar los logros del movimiento por los derechos civiles encabezado por Martin Luther King Junior. De todos modos, y a diferencia de los movimientos de “reforma revolucionaria” exitosos que instituyeron los tres regímenes constitucionales ya experimentos por los Estados Unidos—los federalistas en el siglo XVIII, los republicanos en el XIX y los demócratas en el XX—los nuevos republicanos de Reagan no lograron obtener las múltiples victorias institucionales, electorales y culturales necesarias para consolidar la idea de que se había logrado la legitimidad necesaria para desmantelar el estado activista y redistributivo de la República Moderna. Para decirlo con palabras del querido Juan Carlos Portantiero, a partir de la fallida Reagan Revolution los Estados Unidos se encuentran en un estado de “empate hegemónico” entre los defensores de la República Moderna y los que impulsan la “deconstrucción del estado administrativo” (Steve Bannon) y la instauración de un nuevo régimen.
Permítanme retener de lo dicho tres nociones potencialmente encadenables en el tiempo: movimientos, momentos y regímenes constitucionales. Digo “potencialmente” porque su articulación es contingente, como veremos. La vida política normal está plagada de actores y acontecimientos que promueven la generación de movimientos constitucionales. Estos movimientos constitucionales se proponen articular posiciones, instituciones y discursos políticos con el objetivo de reformar revolucionariamente la identidad constitucional de una nación, es decir, el modo en que la sociedad se piensa, organiza y ve a sí misma. Se lo proponen, pero no siempre lo logran. Cuando lo hacen, de todos modos, estos movimientos instituyen un momento constitucional.
Estos momentos constitucionales no son del orden de lo instantáneo sino que se prolongan en el tiempo, puntuados por acontecimientos tales como iniciativas presidenciales, debates parlamentarios, fallos judiciales, movilizaciones callejeras o victorias electorales. Cuando una secuencia suficiente de estos acontecimientos confirma una dirección definida y un sentido explícito—tanto para promotores como opositores—de que la identidad política de esa sociedad ha cambiado, es cuando podemos afirmar que la sociedad vive bajo un nuevo régimen constitucional. Finalmente, de todos modos, estos momentos constitucionales tampoco son necesariamente siempre exitosos, ya que pueden verse abortados antes de lograr su consolidación como regímenes.
Para volver al ejemplo relevante para nuestra coyuntura, digamos que, en los Estados Unidos, el movimiento constitucional iniciado por Roosevelt y los demócratas en los años treinta, un movimiento que se propuso rechazar al laissez-faire como principio organizativo de la sociedad estadounidense para reemplazarlo por el de un Estado nacional regulador, redistributivo y promotor de la igualdad social, fue capaz de generar un momento constitucional. A pesar de la oposición inicial de la Corte Suprema de Justicia, ese momento constitucional no logró ser abortado sino que, por el contrario, se vio en definitiva confirmado por las tres ramas de gobierno y por la secuencia de resultados electorales más aplastantes de la historia de ese país. Más aún, al principio de un Estado promotor de la igualdad social en términos socio-económicos se sumó, una generación más tarde, la de uno promotor de la igualdad en términos étnicos y de género, tendencia que no ha cesado de actuar hasta el presente.
De todas maneras, este régimen, como vimos, no careció de adversarios: desde los años ochenta, es el movimiento constitucional encabezado por el Partido Republicano el que no ha cesado de bregar por un momento constitucional capaz de lograr una reforma revolucionaria del régimen. Este movimiento por ahora ha fracasado, dado que aún no ha logrado la legitimidad requerida—ni electoral ni institucional—para desmantelar por completo el Estado de bienestar ni para desandar significativamente los avances, insuficientes pero reales, de la lucha por la igualdad étnica y de género. El movimiento constitucional neo-republicano no ha logrado consolidar su momento constitucional, pero éste tampoco ha sido abortado. La llegada de Trump al poder no es una anomalía de la política estadounidense, es la radicalización del intento de reformar revolucionariamente la identidad política de ese país, desmantelando por completo al Estado promotor de la igualdad y reemplazándolo por uno socialmente re-jerarquizado, políticamente circunscripto a la lógica militar y económicamente neoliberal.
Como podrán a esta altura imaginar, todo lo que vengo diciendo dista mucho de ser un fenómeno parroquial de los Estados Unidos: hace décadas que la generalización de la ideología neoliberal, la militarización de los conflictos globales, la desregulación de los flujos del capital financiero internacional, la evasión impositiva de los ricos del mundo vía paraísos fiscales y la cooptación de los procesos políticos vía privatización del financiamiento de las campañas electorales, busca desmantelar los Estados democráticos redistributivos; y esto con independencia del grado de éxito o profundidad de los mismos.
Cuando en la Argentina el partido Propuesta Republicana (PRO), hoy en el gobierno gracias a la coalición Cambiemos, logró su primera confirmación electoral luego de las presidenciales de 2015 en las elecciones de medio término de 2017, éste creyó ver los primeros indicios de un momento constitucional exitoso: la reforma revolucionaria del estado redistributivo, la misma reforma por la que bregan los republicanos del norte. Es cierto que tanto la crisis económico-financiera de 2018 como las resistencias institucionales y en la opinión pública al “haciendo lo que hay que hacer” del gobierno parecen sugerir la posibilidad de un freno—semejante al sufrido en los noventa en los Estados Unidos—al momento constitucional de los republicanos argentinos.
A diferencia de la situación en los Estados Unidos, no creo que el presente argentino sea uno de empate hegemónico sino más bien de impasse constitucional. Los republicanos del mundo lo saben y, unidos, acudieron en defensa de sus camaradas argentinos. La Internacional Republicana ya presionó al FMI para aportar 50.000 millones de dólares a la campaña de Propuesta Republicana en las presidenciales de 2019. Nadie está seguro de que esto vaya a ser suficiente de todos modos: para que un momento constitucional logre cambiar el régimen, éste debe legitimarse institucionalmente de modo amplio y electoralmente de modo prolongado. La Internacional Republicana se reúne esta semana en Buenos Aires para debatir los próximos pasos de su praxis revolucionaria.
(1) Plot, Martín, La carne de lo social. Buenos Aires: Prometeo, 2008.
(2) Ackerman, Bruce. We the People. Tres volúmenes: Foundations, Transformations, The Civil Rights Revolution. Cambridge: Harvard, 1993, 2000, 2014.