Antes de enunciar cualquier tesis sobre la relación entre evangélicos y política en Brasil y en Argentina es necesario un dato: Lula tuvo en 2002 y en 2006 el apoyo de los evangélicos, entre ellos el de algunos de los líderes y organizaciones que hoy impulsan al candidato de la ultraderecha brasileña. Se trata de obispos de la IURD como Crivella, de Iglesias como las Asambleas de Dios que poseen millones de miembros aunque son menos visibles que la sarandeada Iglesia Universal del Reino de Dios. Se trata de partidos que agruparon esos apoyos como el Partido Republicano Brasileño, fuerza que sostuvo en 2006 a José Alencar (dos veces vicepresidente de Lula), que terminó sus días como evangélico en 2011, por solo citar algunos ejemplos casi al azar. Algo menor fue el apoyo de los evangélicos a Dilma Roussef cuyo triunfo en segunda vuelta con el 51 % de los votos marcó el comienzo de la reducción del electorado petista que en la segunda vuelta de 2006 había alcanzado el 60 % de los votos.
Ahora sí: la síntesis del argumento que queremos desarrollar. El crecimiento evangélico en Brasil se caracterizó por un largo proceso que llevó a la emergencia de un voto confesional que no todo el tiempo optó por las mismas alternativas políticas. En el caso argentino el desarrollo evangélico es menor y sus formas de politización transcurren por caminos totalmente diferentes a los brasileños desde hace décadas.
Sin entrar en especificidades ni sutilezas teológicas definamos tres términos relacionados: protestantismo, evangélicos y pentecostalismo. El protestantismo -antecedente y marco histórico del conjunto de las iglesias evangélicas- es el movimiento cristiano que, a diferencia del catolicismo, basa la autoridad religiosa de forma exclusiva en la biblia (y por eso sus iglesias son evangélicas en vez de apostólicas)[1]. Entre las diversas ramas evangélicas desarrolladas en Brasil y Argentina como en casi toda América latina predominan, en una proporción no menor al 60%, los pentecostales. Esta rama del protestantismo se identifica por una posición: la de la actualidad de los dones del espíritu santo. En los hechos de Pentecostés narrados en el nuevo testamento, como en los ocurridos en una de las más reputadas cunas de la experiencia pentecostal (el Avivamiento espiritual de la calle Azuza en una Iglesia Episcopal Africana de Califonia en 1906) los cristianos tuvieron señales y manifestaciones del Espíritu Santo. En la reivindicación de esta posibilidad el pentecostalismo basará su teología, su autonomización como rama evangélica y su influencia en otras ramas evangélicas incluso en el catolicismo que, a su debido momento, reconocerá esas experiencias en el seno del Movimiento de Renovación Carismática Católica.
Evangélicos y política en Brasil
Los evangélicos son más del 30 % de la población brasileña. El mundo de las iglesias evangélicas es heterogéneo en sus proveniencias, sus prácticas religiosas, sus modos de organización y de agrupamiento.
La expansión de esta experiencia en América latina tuvo diversos caminos y consolidaciones: fue importado al continente por misioneros y creyentes pero fue desarrollado por sus descendientes y sobre todo por emprendedores religiosos locales que son los que encontraron el tono evangelizador y las formas organizativas que le permitieron crecer de forma despareja pero siempre importante rauda y a costas del catolicismo en todo el continente durante los últimos 70 años. Hoy en Brasil es un mundo heterogéneo de ramas y organizaciones: en él conviven protestantes, metodistas, bautistas y pentecostales agrupados en iglesias de muy diversos tamaños y nivel de agregación así como los más diversos tipos de organizaciones culturales y sectoriales.
El pentecostalismo es la denominación evangélica que más creció por tres razones. La primera es la extrema capacidad de localizar y singularizar su mensaje movilizando a su favor los supuestos de las más diversas formas de simbolización religiosa presentes en las sociedades latinoamericanas, especialmente en las camadas populares. La segunda es la agilidad y adaptabilidad de sus formas organizativas aliada al ejercicio crecientemente autónomo del sacerdocio. En el tiempo que los vecinos de un barrio construyen una ermita para adorar a la virgen, que incluye decenas de deliberaciones y autorizaciones en una vertical infinita de la burocracia celestial, los pentecostales hacen veinte de iglesias en ese mismo barrio. La tercera, que combina las dos anteriores en relación con el Catolicismo aprovecha las ventajas de los avatares católicos desde los años 60. Esto es: la espiritualidad militante cuya tierra prometida es el lejano y esforzado paraíso terrenal de la opción por los pobres decantó en la opción de los pobres: abandonar las filas del catolicismo para adherirse a una religiosidad más próxima culturalmente, más eficaz, más tangible con milagros cotidianos. Allí donde el católico militante se extasía con el cristo histórico, comprometido en las calles con las multitudes que protestan y construyen la sociedad ideal, el imaginario religioso pentecostal se regocija con imágenes del dios vivo que cura, provee, emociona y reencuentra a los hombres. No son necesariamente incompatibles pero la historia brasileña los dispuso así, casi en paralelo, en los años en que crecieron los pentecostales.
Cuando los ateos metropolitanos de Brasil y de varios países latinoamericanos percibieron que en el centro de sus ciudades había cines evangélicos y ocupaban los espacios televisivos y creaban radios evangélicas, el pentecostalismo ya había creado una base demográfica enorme. El campo rodeó las ciudades, no los vinieron venir y se lo explicaron por el mismo demonio de siempre: fue culpa de los medios de comunicación. Hasta ese momento sin embargo los medios no eran la causa principal de esa expansión: los pentecostales crecían boca en boca, campaña a campaña, en redes familiares. Incluso luego del arribo evangélico a los medios la evidencia de los estudiosos es que la mayor parte de las conversiones ocurre por vías y recorridos interpersonales, y barriales.
La politización de los evangélicos en Brasil fue significativa desde finales de los años 80. Las entonces nuevas generaciones de pentecostales y evangélicos rompieron con las ideas de abtencionismo social y político de los pioneros y se movilizaron por causas religiosas en tanto eran una minoría desigualmente tratada por el estado, por causas sociales y por causas morales vinculadas a sus idearios de familia. El pasaje de los pentecostales al compromiso terrenal e histórico fue sinuoso para sorpresa de los que esperarían un comportamiento alineado homogénea y eternamente con la derecha en el espacio político brasileño.
Participaron de la constituyente porque temían la censura del catolicismo, apoyaron a a Collor de Mello por que la dialéctica comunismo cristianismo se impuso con toda la furia y luego fueron parte de la primera y más dramática victoria electoral de Lula. Intelectuales cercanos al PT junto a cuadros esforzados por sacar al partido de su lugar de minoría considerable hicieron entender al conjunto que los evangélicos no eran eran ni el enemigo ni necesariamente ajenos a las inquietudes sociales de la izquierda y que la hostilidad recíproca solo lograría mantener por fuera del caudal petista un voto cuantitativamente importante en sí mismo y, sobre todo, en los sectores populares. Desde el PT se consolidó, al menos transitoriamente, la idea de que los evangélicos eran un “proceso en disputa” y que era posible hacer un camino conjunto con esas subjetividades. La alianza petista que llegó al poder fue asombrosamente amplia: iba desde el apoyo del Movimiento Sin Tierra hasta la simpatía de Delfim Netto (Ministro de economía del dictadura militar) y pasaba por el PMDB (un centro amplísimo) y los evangélicos. En la situación actual un horizonte de articulaciones tan amplias parece distante sino imposible, pero es seguro que lleguen otros tiempos en que un arco así pueda recrearse.
Pero además de sinuosa, la politización evangélica en Brasil fue exitosa. Y eso se debe a una combinación de características de los electorados, del sistema electoral y político y de las prácticas evangélicas. Electorados comparativamente más volátiles que los de la Argentina son sensibles a la prédica de organizaciones extensas y disciplinadas. Los evangélicos eran una posibilidad que asentaba su eficacia en un la producción religiosa de motivos de legitimidad política que se jugaron a veces por derecha y otras por izquierda: la honradez, la familia, y la sacralización de las acciones y las comunidades políticas emergentes en el proceso electoral son parte específica de la eficacia evangélica en la constitución de un electorado confesional. Insistamos en esto: para los pentecostales de 1990 fue demoníaco Lula y su supuesto comunismo como luego pudo serlo Fernando Henrique Cardoso y su supuesta inmoralidad política aliada al rastro de empobrecimiento generalizado que dejó Brasil, especialmente entre los más pobres. Luego Lula dejó de ser demoníaco durante 13 años para volver a serlo en 2018.
Estos grupos recogen mejor los frutos de sus prácticas electorales cuando un sistema de elección legislativa uninominal permite elegir diputados con una cantidad proporcionalmente baja de votos. Y estos frutos se potencian en un parlamento fragmentado en que los bloques pequeños se benefician de la vitalidad de su votos para el ejecutivo. En ese contexto, los pentecostales negociaron con cada gobierno participación en políticas sociales, espacios para sus iglesias y avanzaron con medios de comunicación que se volvieron influyentes más allá de la propia y extendida grey. Participación política y unificación progresiva se retroalimentan, pero aún así el mundo evangélico brasileño es todavía heterogéneo y las acciones unificadas solo son posibles en algunos casos y tras muchos acuerdos.
La ruptura entre el PT y los evangélicos se fue dando al mismo ritmo que tuvo la desafección de una parte importante de la ciudadanía respecto del gobierno de Dilma Roussef: la crisis económica, los hechos de corrupción, la perspectiva de una derrota electoral de la alianza petista. Estas situaciones llevaron a los evangélicos a buscar otras opciones en una deriva que terminó en el apoyo de muchos de ellos a Bolsonaro en parte por oportunismo, en parte por antipetismo. Y en parte, también, porque la alianza petista y su incorporación creciente de una agenda de género impactó en la alianza con los evangélicos. Estos tomaron y retomaron un lugar simbólico en el que se sienten cómodos: el de la normatividad genérica y sexual y la reafirmación de las relaciones jerárquicas de género en el marco de una propuesta general de orden que, en los niveles de violencia que vive Brasil, se hizo para muchos una cuestión de supervivencia.
El futuro, sobre todo si gana Bolsonaro, implicará para algunas iglesias evangélicas con gran poder electoral algo más que el acceso a licencias de medios de comunicación: la posibilidad de acceso al control de aparatos institucionales federales y estaduales. La educación, la salud, la acción social pueden llegar a ser áreas de su interés y de un posible ejercicio ministerial para los grupos que parecen controlar hasta ahora el voto confesional. Del poder electoral al poder institucional y de allí a la reproducción ampliada de ese poder: ese parecer el designio y la deriva evangélica en la política brasileña.
Evangélicos y política en Argentina
La reciente movilización contra la despenalización del aborto despertó el interés mediático por los evangélicos y su fuerza política. Este interés se acrecentó por la reunión que Macri, Carolina Stanley y María Eugenia Vidal convocaron para integrar a los evangélicos en el circuito de implementación de políticas asistenciales, medidas fundamentales en tiempos de ajuste, hambre y necesidad de contención. Y no sólo se despertó el interés mediático sino una también una preocupación que se basa en la posibilidad de una analogía con el caso brasileño.
Sin embargo la situación no se parece poco a la de Brasil. Los evangélicos -incluyendo los pentecostales que son la mayoría de ese universo- no pasan del 12 % de la población. Y, como se verá, en el recuento de algunas de sus relaciones con el espacio político tampoco registran tendencias a la configuración de un poderoso y extenso voto confesional.
Haciéndole justicia a la historia, sus involucramientos en la política hunden sus raíces en momentos mucho más lejanos, casi tanto como su presencia en el territorio nacional, en los años post independencia. Una parte de los evangélicos desarrolló compromisos políticos liberales como el de William Morris a principios del siglo veinte participando activamente de los debates sobre libertad religiosa en Argentina, junto con los sectores más liberales de la clase política de aquel entonces. Mucho después los evangélicos fueron parte decisiva de la formación del movimiento por los derechos humanos durante la dictadura militar.
¿Pero qué pasa con los pentecostales, la actual mayoría de los evangélicos, en relación a la política? Durante el primer peronismo encontramos un hito. En medio de su crisis abierta con la jerarquía católica, Perón permitió que diferentes grupos religiosos dispusieran de lugares masivos para sus cultos. En este contexto se destacó el apoyo logístico brindado a la visita del predicador norteamericano Tommy Hicks. Hicks era conocido por sus campañas de sanación, que se enmarcaban en jornadas de varios días, usualmente en estadios de fútbol o espacios con gran capacidad. El gobierno peronista concedió el permiso para que se realizaran en el estadio del Club Huracán y luego en el de Atlanta, y el resultado fue una concurrencia que desbordó las expectativas iniciales. Miles de personas participaron durante tres días del evento, que fue criticado con suspicacia por la jerarquía católica. No esta demás decir que en esa ocasión los comentarios de los medios inauguraron una tendencia que lleva décadas: enjuiciar moral, económica, política y psíquicamente a los evangélicos. Las campañas de Tommy Hicks marcaron un hito en la historia política evangélica porque en la huella mnémica de generaciones de evangélicos pentecostales quedó grabado el gesto de Perón y sembró una simpatía que perduró por décadas y que incluso sigue hasta nuestros días.
Como fue el caso de otras alteridades (sexuales, étnicas, etc) los evangélicos fueron perseguidos en la última dictadura militar. Toda disidencia a la consustanciación entre identidad nacional y católica era asumida como foránea y sospechosa, y fue por este clima que las expresiones políticas de este espacio religioso se redujeron a su mínima expresión. En el abstencionismo también pesaba la herencia de los misioneros, que introyectaron en las comunidades la asociación entre práctica política y pecado.
La recuperación democrática constituyó un quiebre en la situación política de este grupo religioso. Si bien la estigmatización pública no menguó (el etiquetamiento de los evangélicos como una secta fue fogoneado varias veces por la Iglesia Católica y encontró eco en los medios), la extensión y consolidación de las libertades civiles a nivel general favoreció sus actividades proselitistas. El resultado de estas condiciones de crecimiento fue un crecimiento demográfico sin parangón en la historia del campo religioso en Argentina, y en ese marco se dio el ensayo de algunas acciones políticas. Esto, impulsado por los efectos de un recambio generacional que permitió la emergencia de nuevas figuras y líderes que no veían con malos ojos “copar” lo público con el afán de crecer.
En la década del noventa se destacaron dos vínculos entre evangélicos y política. En primer lugar, la movilización en la calle contra los proyectos de ley que pretendían restringir aún más los derechos de las minorías religiosas de cara a los privilegios católicos. Si bien no lograron corregir el marco jurídico estructurante, los evangélicos frenaron las iniciativas más restrictivas y dieron cuenta de un poder de movilización para nada desdeñable. Las intervenciones de varios de sus dirigentes en las controversias sobre la extensión de derechos sexuales y reproductivos en la década del 2000 (ley de educación sexual, matrimonio igualitario y despenalización del aborto) son herederas de este aprendizaje y paradojalmente facilitaron las alianzas con sectores católicos, con quienes compartían la oposición a la extensión de la agenda de género.
En segundo término, el armado de partidos confesionales que pretendían redimir el espacio de la política mediante lógicas de santificación. Pese a sus esfuerzos, la cosecha de votos fue magra, por razones decisivas. En primer lugar en estas pampas las identidades políticas son más longevas y densas que en Brasil, y nuestro cuarto oscuro es más impermeable a las influencias de otras afiliaciones que no sean las político-ideológicas y a otras preocupaciones que no sean llegar al fin de mes y evaluar cómo nos fue con el gobierno anterior y como pensamos que nos va a ir en el próximo período. A pesar de los repetidos intentos de capitalizar en un redil de votos propios las identidades religiosas, los pentecostales tienden a votar como sus vecinos y su grupo social: a veces oficialismo, a veces oposición, a veces peronismo, a veces antiperonismo. En segundo lugar no hay actualmente entre las iglesias evangélicas relaciones de predominio que superen la fragmentación de las decenas de miles de iglesias en que existe el movimiento religioso que desde afuera se ve unificado.
Si las urnas, campañas, slogans y votos representaron un árido desierto, la implementación de políticas públicas se constituyó en una llanura fértil. Esto se debe a que la práctica religiosa pentecostal desarrolló tempranamente una pastoral que integra la restauración espiritual y material de los creyentes. De allí que tanto en las pequeñas comunidades del conurbano, armadas en improvisados garages, como en la mega iglesias situadas en barrios porteños de mayor nivel económico, las plegarias, cantos y movimientos corporales se combinan con merenderos, talleres de oficio, comunidades terapéuticas. En particular, en el abordaje del consumo problemático de drogas, en la asistencia social y en el armado de dinámicas y espacios propios en el mundo carcelario los evangélicos desarrollaron una expertise que creyentes y no creyentes incorporaron rápidamente a sus estrategias de supervivencia cotidiana, al mismo tiempo que dirigentes políticos de múltiple extracción los identificaran como interlocutores válidos para “bajar” recursos al territorio.
De allí que las visitas a la Casa Rosada no sean nuevas. Con Menem (fundamentalmente en la etapa de la recesión), durante la crisis de 2001 y 2002 (cuando sus federaciones integraron la versión ampliada de la Mesa de Diálogo Social, convocada por Duhalde) y durante el kirchnerismo, con Alicia Kirchner como enlace, diferentes pastores y pastoras participaron de la discusión acerca de la implementación de políticas de contención social. Hoy vuelven a hacerlo y nada dice que sea seguro, probable o necesario que los creyentes evangélicos de la Argentina vayan a participar de la creación de un Bolsosaurio argentino en una proporción específica y mayor que la que puedan llegar a participar el resto de los argentinos que practican otras religiones. Por ahora lo único que se verifica y no es poco es que los pentecostales le dan fuerza al contingente que bloquea los avances en temas de género y salud reproductiva.
Por otro lado, una veta positiva: el anclaje de los pentecostales en los territorios en que se constituye la problemática social los torna también interlocutores, integrantes, compañeros de ruta de los movimientos ligados a la economía informal. En estos movimientos hay un modelo de diálogo posible y productivo con los evangélicos en función de propuestas democráticas e integradoras.
Finalmente: todo esto puede fallar porque de imponderables y de cambios espasmódicos está hecha la historia y el tifón socioeconómico que se avecina puede deslegitimar por entero a la clase política y no se sabe quiénes podrán encarnar una especie de garantía. En ese caso los evangélicos y muchos otros que no lo son podrán participar de las más variadas, autoritarias e incluso extravagantes tentativas de regeneración. Oremos.
[1] A la idea de sólo por medio de la Sagrada Escritura el Protestantismo añade las ideas de sólo por la fe, sólo por la gracia, sólo a través de Cristo y sólo para la gloria de Dios que tiene las consecuencias de despejar de mediaciones la relación entre los sujetos y la divinidad.