Ensayo

La universidad pública


Vocación, autonomía y deseo

La experiencia universitaria es una puerta a otros mundos posibles: formar parte de nuevas comunidades implica correr los límites de lo se puede pensar y de lo que se puede hacer. La movilización de ayer mostró que hay un sector de la sociedad que entiende a la educación superior como un derecho humano y está dispuesta a defenderla como tal. Porque estar en el aula, elegir una cátedra, leer textos, hacer experimentos termina siendo una historia de amor.

Foto de portada: Gabriel Cano

Fotos interior: Federico Cosso

Lo más lindo que le pasó a Tamara en la universidad pública fue un grupo de lectura de filosofía política contemporánea que organizó con unos amigos. Se juntaban en la Facultad o en un bar cercano todos los sábados. A principio de año armaban un cronograma y se dividían los encuentros para que cada uno estuviera a cargo de al menos uno. El grupo duró dos años. Su tesis de grado se basó enteramente en los textos que leyó con sus amigos y en esos intercambios. “Lo gracioso es que empezamos por una insatisfacción con la carrera: no se estudiaban filósofos que nosotros pensábamos que tenían que estudiarse. Con los años me di cuenta de que la carrera también era eso, y quizás era ante todo eso: inspirarte a la disidencia, al hambre de aprender y discutir, a construir espacios por fuera de la autoridad docente, a pensar qué tiene que tener una carrera”, dice Tamara.

 

Federico lidiaba con la carrera de Ingeniería Electrónica. Estaba ahí, entendía, más o menos aprobaba, pero la estaba pasando mal. Llegó a Análisis Matemático III (algo así como la cúspide de la matemática en la carrera) y en medio de tanta fórmula dada por obvia, tanto no pensés sino sabete el método, el profesor entró el primer día y preguntó:

 

- ¿Qué es la realidad?

 

Al estudiante se le incendió la cabeza. Repensó toda la matemática aprendida en 15 años (primaria, secundaria y tres años de universidad). Partió de cero y ordenó toda esa información de manera que hiciera sentido. Pero no aprobaba nunca los parciales. Se reinscribió, mismo profesor, mismo curso, pero no hubo caso. Hasta que el docente le dijo que si quería, Federico podía ser ingeniero, pero si no... “Después de la mejor materia en la carrera pedí el pase al amor de mi vida: la Ciencia Política”, dice.

 

Mariana se sumó, junto a otros y otras estudiantes, a la Agencia Universitaria de Noticias y Opinión de la Universidad de Lomas de Zamora, un proyecto motorizado por los profesores y periodistas Daniel Míguez, Eduardo Videla y Daniel “Tomate” Casal. Para Mariana, que después se dedicó al periodismo toda su vida, la agencia fue “un espacio de formación fundamental y de crecimiento profesional”. La agencia sigue funcionando y formando camadas de periodistas.

 

En el 2005, Verónica se recibió de socióloga y se anotó “de oyente y atrevida” en un curso que dio Rita Segato en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. “Escucharla era volar por el aire”, cuenta.

 

Julieta cursó Análisis de las Prácticas Sociales Genocidas con Daniel Feirestein y, al mismo tiempo, el seminario Reconfiguraciones de la Subjetividad Social con Mercedes Vega Martínez. A partir de la formación en esos dos ámbitos, Julieta trabajó sobre el Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio El Olimpo y se recibió con ese trabajo final, que fue su primera investigación. Tiempo después Feierstein la invitó a ella y otros alumnos a formar parte del Equipo de Asistencia Sociológica a las Querellas y luego al Observatorio del Crímenes de Estado. Para Julieta, ese fue el trabajo más movilizante de su vida. “Es un laburo y un grupo del cual estoy profundamente orgullosa, porque es realmente un ejemplo de la universidad puesta al servicio de la sociedad, a pesar del esfuerzo enorme que conlleva hacer todo a pulmón y con financiamiento escaso”, dice.

 

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Estas son cinco historias entre cientos de miles que transcurren en el país con mayor proporción de estudiantes universitarios de América Latina. La educación superior es un factor de desarrollo y esta cuestión ha sido ampliamente tratada en las últimas semanas como consecuencia de los problemas salariales y presupuestarios que atraviesan actualmente las universidades públicas nacionales. Pero más allá del desarrollo que se deriva de las actividades de investigación y la formación de trabajadoras y trabajadores más calificados, hay varios momentos de la experiencia de la educación superior que transforman profundamente a los individuos y a las sociedades. Estas cinco anécdotas reflejan historias de vocación pero también de autonomía, experiencia de la diversidad, poder, deseo, compromiso, vínculos, redes, acceso a bienes simbólicos, disfrute y, sobre todo, descubrimiento.

 

El descubrimiento es un componente clave en cualquier experiencia de aprendizaje. Tomar una clase, resolver un problema o una ecuación, leer un texto, discutir con personas extrañas a nuestro entorno cercano y realizar un experimento son acciones que habilitan a pensar cosas que hasta el momento no habían sido pensadas. Poder pensar lo que nunca pensamos es el primer paso para poder hacer lo que nunca hicimos. La experiencia universitaria, al igual que toda experiencia educativa, es de descubrimiento en la medida en la que los estudiantes diversifican sus comunidades y lógicas de pertenencia.

 

Un estudiante, al ingresar a la universidad pública, no solo conoce gente nueva (pares, docentes) sino también lógicas nuevas de acción que implican nuevas competencias en relación a aquellas adquiridas en la educación primaria y media. Tener una mirada panorámica sobre el programa y hacia dónde va cada materia, inscribirse a tal o cual cátedra de acuerdo a los propios intereses y horarios, conseguir la bibliografía y definir qué es lo más relevante, cursar con compañeras y compañeros diferentes cada vez, organizar los tiempos de estudio y compatibilizarlos con otras actividades implica, para los estudiantes universitarios, funcionar en otros mundos sociales y otras lógicas que aquellas a las que están acostumbrados. A estas lógicas y comunidades se les suman las epistemológicas a las que los estudiantes ingresan (valga la redundancia) estudiando.

 

Un estudiante que trabaja, por ejemplo, con los autores contractualistas en el CBC ingresa a la comunidad de personas que leyeron a los contractualistas y de esta manera se vincula inclusive con los propios autores a través de los siglos, porque las comunidades son grupos que recuerdan. Esas nuevas comunidades habilitan al estudiante nuevas ideas y, con ello, nuevos cursos de acción posible. La experiencia universitaria es, en sí misma, una puerta a otros mundos posibles porque formar parte de nuevas comunidades implica correr los límites de lo se puede pensar y de lo que se puede hacer.

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El descubrimiento es un proceso social no solamente desde el punto de vista pedagógico sino también desde el punto de vista de las trayectorias; y por lo tanto, la democratización del acceso al descubrimiento es un poderoso factor de movilidad social. La Argentina es un país con una densa historia de movilidad social ascendente y las universidades públicas, junto a otras instituciones y otros factores históricos como las altas tasas de inmigración y la diversidad cultural que esto implica, y el modo particular en el que se desarrolló el Estado de Bienestar, tienen mucho que ver con esta característica. Es común pensar que democratizar el acceso a los estudios superiores implica una mayor movilidad social debido a que la culminación de estos estudios se concreta en un título habilitante que permite a las personas acceder a mejores empleos que los que obtendrían sin dicho título. Si bien esto se verifica empíricamente en todo el mundo, también es importante tener en cuenta que la experiencia universitaria es un factor de movilidad social más allá del título. Esto se debe, justamente, al acceso a nuevas redes, saberes, situaciones y posibilidades percibidas.

 

Por supuesto que estas habilidades, redes y opciones percibidas que los estudiantes desarrollan en la universidad varían de acuerdo a sus capitales sociales heredados. El hijo de un empresario llega con diferentes capitales que el hijo de un maestro o de un pizzero porque provienen de distintas familias, escuelas, grupos de amigos, en fin, de distintas comunidades. Esta diversidad de capitales heredados se traduce en una distribución desigual de los desempeños y las trayectorias, y esta cuestión fue y sigue siendo ampliamente desarrollada desde las ciencias sociales desde la década del 70.

 

La desigualdad en las trayectorias es una materia siempre pendiente del sistema universitario argentino y del sistema educativo en general, y a la vez es una cuestión difícil de resolver únicamente desde una mirada educativa: la desigualdad es un fenómeno que trasciende ampliamente las paredes de las universidades y, de hecho, se reproduce en ellas. Pero a la vez, estos capitales diversos aún conviven en las aulas y obligan a los estudiantes a vivir contextos de mayor diversidad que aquellos en los que fueron criados.

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Cursar con compañeros de otros países, de otras provincias, con distintos niveles socioeconómicos, con diversas preferencias políticas, con otros consumos, otros gustos, así como tomar clases con docentes que investigan distintos temas, son especialistas en diferentes autores y cuyas opiniones divergen entre sí y respecto a nuestras propias opiniones, implica construir cotidianamente una densa cultura democrática. La convivencia entre agrupaciones políticas, la propia institución del cogobierno universitario que emergió de la Reforma de 1918, al igual que la libertad de cátedras y la autonomía, son pilares en los que se formaron gran parte de las y los dirigentes argentinos. La pluralidad y la cultura democrática que imperan en mayor o menor grado en las universidades públicas contribuyen en gran medida a fortalecer la democracia. Gran parte de las disputas que dio el alfonsinismo en torno a la educación superior durante la transición democrática tuvieron que ver con esta apuesta: una universidad democrática para democratizar a la sociedad argentina.

 

En el recorrido de la democratización de las opciones, las sociedades y la política que se da en las universidades públicas también se democratiza el acceso a los bienes culturales y simbólicos, lo cual a la vez tiene un efecto multiplicador sobre el conocimiento. Esta cuestión también ha sido ampliamente trabajada desde las ciencias sociales. Dado que la experiencia del conocimiento es incorporada como placentera, la demanda de conocimiento crece exponencialmente y, a medida que crece, se tramita de manera cada vez más autónoma. Para que se active este ciclo exponencial, el acceso a los bienes culturales que brinda la universidad es crucial.    

 

Por todos estos componentes que intervienen, la experiencia universitaria es también un espacio en el cual las personas construyen poder. Los intercambios con los pares, la apertura a más situaciones posibles, la autonomía que requiere atravesar los estudios superiores, las redes que se tejen en ese tránsito y los mayores recursos que habilita esta experiencia más allá del título y el poder institucional que otorga son vivencias que hacen sentir a quienes las atraviesan que pueden hacer más cosas.

 

Es decir, el poder que viene de la mano de “los saberes universitarios” no tiene que ver solamente con que el saber es un capital y por lo tanto ir a la universidad es acumular este capital hasta obtener una acreditación que lo comprueba, como un diploma. Tampoco tiene que ver únicamente con la capacidad de definir la realidad y establecer los marcos que le dan sentido, aunque la universidad pública también contribuye, dentro de ciertos límites, a democratizar esta capacidad. Se trata, además, de la experiencia de poder hacer cosas nuevas. Aprobar una materia, pero también entender, en la tercera lectura, un texto que no se entendía hasta la segunda, resolver un problema, hablar ante un auditorio, pensar algo que no está escrito en ningún texto leído sino que es una elaboración propia y nueva: son vivencias que hacen sentir poderosas a las personas que las atraviesan.

 

Esta experiencia, que para muchas personas que están leyendo esta nota quizás es percibida como algo cotidiano o hasta natural, se democratizó mucho recientemente a partir de la creación de nuevas instituciones en las que se forman primeras generaciones de universitarios. La masificación de estas experiencias como efecto de la ampliación de la oferta puede tener consecuencias en las subjetividades de los sectores populares que quizás aún no podemos imaginar.

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Entender a la educación superior como un derecho humano implica tener en cuenta estos factores que hacen, en conjunto con muchos otros, a la experiencia universitaria. En 2008, la Conferencia Regional de Educación Superior (CRES) estableció que la educación superior  es un bien público social, un derecho humano y universal y un deber del Estado. Esta declaración fue ratificada en la CRES de este año, que se realizó en Córdoba. La definición de la educación superior como un derecho humano y universal, un bien público social y un deber del Estado es muy profunda y trae aparejados compromisos importantes para los Estados y para las universidades.

 

La movilización de ayer superó claramente la demanda salarial que le dio origen y puso de manifiesto que hay un sector de la sociedad que entiende a la educación superior como un derecho humano y está dispuesta a defenderla como tal. Porque sus propias experiencias en la universidad pública son vivencias de descubrimientos, autonomías, redes, habilidades, placeres y deseos que así lo confirman.