“Lo único que sabemos es que está acusado de delincuente”. Esto decía, en mayo de 2017, Mauricio Macri sobre Fernando Meirelles, el arrepentido que desde Brasil acababa de explicar cómo había pagado 850 mil dólares a Gustavo Arribas por orden de Odebrecht. Un año antes de esa declaración, el mismo presidente argentino impulsaba la sanción de la llamada “ley del arrepentido”, que permitió aplicar esta herramienta a los casos de corrupción. Ahora, la causa de los cuadernos volvió a encender la llama del amor de ciertos sectores políticos con la figura del arrepentido.
Si la relación de los partidos políticos con la figura del arrepentido fuera una relación de pareja, cualquier psicoanalista se sentiría obligado a indagar en estos cambios bruscos: del amor incondicional al más ferviente rechazo, en un chasquido de dedos. El problema es que, en la política argentina (y hablar de la justicia es hablar de política), el chasquido se produce cuando cambian las personas que ocupan dos roles: quien apunta el dedo acusador (jueces y fiscales), y quien es señalado para que hable (personas imputadas de las que se pretende una confesión).
La figura del arrepentido o colaborador eficaz no es difícil de entender. En ciertos fenómenos criminales, los Estados suelen tener mayores dificultades para poder avanzar con las investigaciones. Una cosa es conseguir la prueba necesaria cuando alguien roba un celular en la calle y es detenido frente a cinco testigos y una cámara de seguridad. Otra cosa es tener que investigar casos “complejos”, ya sea por los actores que involucran, por la forma en que se han cometido los delitos o por otras razones. Los casos de corrupción y criminalidad económica suelen encuadrar en esta categoría.
Frente a estas dificultades, los Estados deciden ofrecer “algo” a las personas investigadas, a cambio de que aporten información que permita, por ejemplo, recuperar el dinero ilícito y llegar a una condena. Esa información implica que la persona reconozca su culpabilidad; de ahí su “arrepentimiento”. Por ende, tanto para la Justicia como para los investigados, la cuestión se transforma en un ejercicio de costo-beneficio: ¿qué tengo para perder? ¿Qué tengo para ganar?
Esto se refleja en dos grandes tensiones y dos grandes problemas prácticos. La primera tensión se produce al regular la figura del arrepentido en la ley. ¿Qué estamos dispuestos a ofrecer a las personas investigadas a cambio de su confesión? Por ejemplo, ¿vamos a garantizarles que no se les aplicará ninguna pena, o vamos a reducir en parte la que debería aplicarse? Lo que está en tensión es el valor “justicia” y la pretensión de disminuir la impunidad. ¿Qué acuerdos vamos a considerar justos y cuáles no?
Cuando se estaba debatiendo en el Congreso la sanción de la ley de “responsabilidad penal empresaria”, la Oficina Anticorrupción bajó una línea clara: querían que una empresa pudiera arrepentirse y estaban dispuestos a no aplicarles ningún castigo, con tal de obtener información para ir contra los (ex) funcionarios. Esto, desde luego, también deja entrever una determinada visión del problema, según la cual la corrupción que importa es la de los funcionarios con sus bolsos, pero no la del Poder Económico con sus “negocios” offshore (siempre negocios, nunca delitos).
Peca de ingenua la visión según la cual “el Estado debe castigar a todas las personas que cometen delitos, sin negociar/elegir/priorizar nada más”. Pero lo mismo ocurre con el otro extremo: “en delitos complejos, el Estado debe conseguir las pruebas como haga falta”. No es casualidad que esta última postura sea la que sirve de fundamentación a prácticas violatorias de garantías constitucionales. Es indiscutible que la figura del arrepentido tiene sus ventajas, porque permite que los fiscales puedan avanzar con su investigación para recuperar el dinero ilícito y condenar a los culpables. También es evidente que tiene sus desventajas: estamos concediendo cuotas de impunidad a quienes han cometido delitos que producen un gran daño social. La cuestión es si podemos encontrar un equilibrio en medio de estos valores en tensión, que nos permita decidir cómo regular y aplicar esta herramienta. ¿Qué estamos dispuestos a perdonar y a quiénes? ¿A cambio de qué y a cambio de quiénes?
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La segunda tensión se presenta al momento de la negociación entre los fiscales y los arrepentidos. Aquí ya no es una tensión interna del Estado (como la primera), sino entre dos actores con intereses contrapuestos. Todos quieren llevarse lo más que puedan, poniendo lo menos posible.
En 2017, el caso Odebrecht mostró esto con claridad. Fiscales y jueces de nuestro país exigían que Brasil enviara la información aportada en ese país por los arrepentidos (condenados), ya que abarcaba hechos desarrollados en Argentina. Los jueces brasileños invertían la ecuación: “primero aseguren que no perseguirán a las personas condenadas, y luego les daremos toda la información”. Es cierto que esto respondía, en parte, a algunos problemas de la legislación argentina. Pero no es menos cierto que las tensiones en la negociación con los arrepentidos existirán siempre.
La novela de los cuadernos muestra esto en el nuevo capítulo de cada día. El fiscal Stornelli los apuró a subir a la calesita de las confesiones, aclarando que “no habrá sortijas para todos”. Y vos, ¿de qué te vas a arrepentir?
Existen, además, dos problemas prácticos fundamentales para los fiscales que pretendan recurrir a esta herramienta. El primero de ellos tiene que ver con la necesidad y la capacidad de corroborar la información aportada por el arrepentido. Desde luego, cualquier beneficio está condicionado a que la información sea cierta y útil. Además, es necesario que los fiscales consigan otras pruebas por fuera de esa declaración, ya que la ley prohíbe expresamente que una condena se funde solamente en esta confesión. La corroboración de la información es la contracara de la pregunta que cualquiera se hace cada vez que surge un nuevo arrepentido en un caso: ¿y si está mintiendo?
El segundo gran problema está vinculado con esto último y tiene que ver con trabajar la credibilidad del arrepentido como fuente de prueba. Esto aún no se ha visto con claridad en la práctica, principalmente por la forma de funcionamiento de la justicia federal. En los casos de corrupción, recurrir a esta herramienta implica que un fiscal deba pararse frente a un grupo de jueces y decirles que deben creerle a alguien que confiesa haber robado/engañado/mentido por años.
Es lo que sucedió con Mario Pontaquarto en el juicio por el caso conocido como “Coimas en el Senado”. En una época en la que los arrepentidos aún no desfilaban por Comodoro Py, Pontaquarto confesó cómo miembros del poder ejecutivo habían sobornado en el año 2000 a un grupo de legisladores con el fin de aprobar una ley de flexibilización laboral. El soborno habría sido de más de cinco millones de pesos/dólares. Esta ley era exigida a Argentina por el Fondo Monetario Internacional. Demostrar la credibilidad de la declaración de Pontaquarto fue un desafío para la fiscalía, considerando que parecían tener en contra no solo a todas las defensas de los demás imputados sino también a los propios jueces. Así, el arrepentido que se autoincriminó y apuntó el dedo contra el expresidente De la Rúa y otros acusados terminó siendo quien se quejó públicamente de la decisión del Tribunal Oral que absolvió a todos los involucrados, incluyéndolo.
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Esta última historia nos sitúa en el lugar desde el cual debemos cerrar esta nota: Comodoro Py. Porque todo lo que hemos dicho hasta aquí es aplicable a cualquier sistema de justicia, pero la justicia penal federal de nuestro país se esmera por potenciar la teoría de la relatividad de Einstein. Y es que en Py, todo es relativo. Es relativo cuándo un caso merece descansar cómodamente en un cajón durante años, y cuándo merece avanzar (a velocidades razonables o no). Es relativo qué garantías constitucionales importan y cuáles no, según quiénes sean las personas investigadas. Es relativo qué hay que hacer y qué no, qué está bien y qué está mal.
Una cosa es la figura del arrepentido en términos genéricos. Otra cosa es esa herramienta insertada en el sistema de justicia federal de Argentina. El caso de los cuadernos es particular, y al mismo tiempo es otro reflejo más del funcionamiento de este sistema. Que no se malentienda: es fundamental sancionar no solo al poder político sino también a los actores del poder económico que tradicionalmente han cooptado al Estado como espacio para hacer negocios. Es clave que se recupere el dinero ilícito y que deje de ser excepcional ver a un poderoso en la cárcel. Tal vez este caso genere un punto de inflexión; es difícil afirmarlo a esta altura. Lo que aquí decimos (aunque parezca increíble tener que aclararlo) es que todo eso no puede lograrse al costo de prácticas manifiestamente ilegales.
La prisión preventiva sólo debe aplicarse cuando existe un peligro procesal, esto es, riesgo de que la persona se fugue o de que obstaculice el proceso penal. Sin embargo, las sortijas que reparten Stornelli y Bonadío en la calesita de los arrepentidos responden a una matriz fuertemente extorsiva: la única forma de ser libre (al menos por un tiempo) es confesando. Una confesión que automáticamente elimina aquellos riesgos procesales, como por arte de magia.
Todo esto distorsiona los fines que debe tener la prisión preventiva y la excepcionalidad con la que debe aplicarse, como exige la Constitución. Por eso, discutir la figura del arrepentido sin debatir su utilización concreta en la actualidad es una forma de complicidad con estas prácticas ilegales. Es cierto que la ley 27.304 sienta las bases para esta ecuación según la cual “prisión preventiva + arrepentimiento = libertad”. Pero eso no significa que esta forma de negociar la “colaboración eficaz” de los investigados cumpla con las garantías constitucionales.
Los problemas de la figura del arrepentido se agravan en un sistema de justicia como el federal. En las justicias provinciales, los fiscales investigan y acusan, y los jueces y juezas controlan esa investigación ajena y juzgan. Pero en la justicia federal existe la figura del “juez de instrucción”: alguien que investiga y controla su propia investigación. En este sistema, Stornelli repartirá las sortijas, pero es Bonadío quien mueve (o frena) la calesita a gusto y piacere. Y seguirá siendo así hasta que el Gobierno impulse la implementación del nuevo Código Procesal Penal de la Nación que Macri frenó hace casi tres años, simplemente porque en ese momento aún no había logrado forzar la renuncia de la ex Procuradora General de la Nación, Alejandra Gils Carbó.
Mientras esperamos un nuevo capítulo de la misma novela, día a día vuelve a quedar en evidencia que esta Justicia federal no puede, no sabe y no quiere desarrollar una persecución penal estratégica, inteligente y democrática.