Texto publicado el 5 de junio de 2018
Nací en febrero de 1976.
Mi primera infancia fue una marea de sensaciones confusas: el goce sensorial de estar asomando al mundo -la naturaleza, la música, los juegos-. Y a la vez, algo tóxico que invadía el aire: el miedo y la angustia de estar viviendo en dictadura. Los adultos hablando en voz baja para que los chicos no escucháramos, las noticias recortadas que llegaban a mis oídos y no lograba comprender. El circo feroz del Mundial `78. Los informativos falseados sobre la guerra de Malvinas. En mi escuela y todas las otras escuelas públicas, la colecta infame de chocolates y cigarrillos para los soldados -la colecta que nunca llegó-.
Nací en ese universo. Y en ese universo de insomnio y terrores nocturnos, mis padres se separaron.
Con la llegada de la democracia vi a mi madre rearmarse, reinventarse, independizarse del esquema de familia clásica y diseñar una vida en donde por un tiempo fuimos ella, mi hermano menor y yo. Compró una bicicleta con tres asientos: mi hermanito adelante, mi madre en el medio y yo atrás. Así volvíamos del cole: ella pedaleaba y nos hacía viajar a los tres. Hacíamos pic nics en el piso del living. Poníamos la banda de sonido de “All that jazz” y bailábamos, enloquecidos, frente al espejo. Ibamos a recitales en las plazas, a ver a los músicos que iban volviendo del exilio.
Para mí fue una época fundante. Se estaba yendo el miedo. La verdad iba saliendo a la luz: el saldo final, el recuento de daños, todo empezaba a tener nombre. Dolía en el alma pero a la vez sanaba porque nos hacíamos conscientes, crecíamos como país y empezábamos a acunar la certeza del “Nunca más”. Recuerdo a mis maestros de escuela, a mis padres, a los vecinos, respirando por fin, después de años de terror y oscuridad. El aire pesaba menos. El sol volvía a entibiarnos.
Ahí fue que nació en mí la idea de democracia. Una palabra hermosa, emocionante, vibrante y sagrada. Y esa palabra quedó instantáneamente asociada a la nueva vida emancipada de mi madre, a la libertad como sinónimo de oxígeno y luz.
* * *
Esa misma sensación de renacimiento volvió a mi vida en otros breves instantes, pero nunca tan fuertemente como el 3 de junio de 2015. Se empezaba a hablar abiertamente sobre violencia de género. Todos los días asistíamos con estupor a nuevos casos de femicidios, violaciones y abuso.
Y entonces el hartazgo se transformó en acción y salimos a marchar.
Recuerdo que fui sola. Quise ir sola para poder moverme con libertad y sacar fotos, registrar todo lo que viera, que muchas veces es mi forma de hacer carne las cosas.
El viaje en subte ya me resultó movilizante: los vagones estaban repletos de mujeres de todas las edades. Tantas mujeres, que transpirábamos en pleno otoño. Algo latía: éramos extrañas pero un sentimiento oceánico nos hermanaba. O al menos lo intuíamos.
Caminé las avenidas sacando fotos. Recuerdo ese movimiento fluído de cuerpos, sin apuro, sin banderas políticas, con carteles hechos a mano: #En las bolsas se tira basura, no mujeres”, “Ni Dios, ni patrón, ni marido”, “Ni una muerta más por abortos clandestinos”, “No es no”, “Pega el cobarde”.
Algo en mi estómago se agitaba, mis músculos se cargaban de una fuerza desconocida, quería abrazar a todas, gritar fuerte.
Y sin darme cuenta, empecé a llorar. Con lagrimas, con mocos, con ruido. Algo empujaba desde mi garganta y salía sin filtro. Me dí cuenta de que lloraba cosas mías, cosas añejadas, archivadas en rincones blindados. Episodios y escenas que había aplacado para sobreadaptarme al “orden”, a la “lógica”, a lo “incuestionable”.
Lloré por mí, lloré por las mujeres maltratadas, censuradas, olvidadas de mi familia. Lloré por todas esas hermanas que nunca llegué a conocer: violadas, torturadas, aplastadas emocionalmente, quemadas con ácido, prendidas fuego, descuartizadas.
Lloré de angustia, de tristeza y de bronca. Y también (escribo esto y lagrimeo sobre el teclado), lloré de emoción.
Ese día tuve una corazonada que sigue confirmándose hasta hoy, cada vez con más fuerza: no hay vuelta atrás. Nos despertamos y no hay vuelta atrás. Y el combustible que nos motoriza es sabernos unidas y ejercitar esa unión con acciones concretas.
Nos reeducamos, nos autoregulamos dinámicamente, nos pensamos desde adentro y desde afuera. El feminismo es un organismo vivo, en constante expansión, que se reproduce y evoluciona con una velocidad maravillosa.
Mujeres de 80 años que nunca imaginaron este movimiento se emocionan cuando nos ven marchar, chicas de 10 años se van armando de vocabulario y código feminista. Las adolescentes van a la escuela con el pañuelo verde colgando en sus mochilas. Ese pañuelo verde, símbolo de la lucha por la legalización del aborto, -lucha que abre un espacio inédito para replantear el histórico rol reproductivo de la mujer en la sociedad-.
* * *
Esta es, a mi parecer, la manifestación más profunda y medular del feminismo. Cuándo, cómo, con quién, ¿por qué quiero ser madre? ¿Quiero ser madre? ¿Y si sucedió pero no lo deseo ahora? Un reclamo que viene de la mano de otras herramientas de la tríada: educación sexual integral y anticoncepción gratuita.
Son muchas las preguntas que vienen a romper estructura y que cuestionan cara a cara al Sistema y al Estado. La soberanía sobre el propio cuerpo, la justicia social, la salud reproductiva de la mujer como un tema de salud publica son asuntos que empiezan a ponerse (por obra de la repetición incansable de organizaciones feministas), en la agenda política y mediática del país, aunque a muchos los aterre, los incomode o los indigne.
Un Estado que se muestra indiferente frente a la contundente realidad del aborto clandestino es un Estado cruel. Y esto también es violencia de género. Por eso hoy decimos “Ni una menos. Aborto legal ya.” Una asociación de ideas que ya estaba presente en aquella marcha del 2015: mis fotos de aquel día me lo recuerdan.
* * *
Hay mucho por hacer, mucho por visibilizar. Siento que es un trabajo de hormiga. También creo que es una carrera de resistencia y no tanto de velocidad.
Desenquistar, desprogramar, desnaturalizar.
Basta con prestar atención para descubrir que el virus del patriarcado se filtró y germinó en cada celula de nuestra vida social, aquí y en el mundo, en mayor o menor medida. Todxs fuimos víctimas.
El patriarcado dejó su huella en la forma en la que nacemos, plagada de violencia obstetrica, infantilizando a la mujer que da a luz; también en los roles impuestos con los que seducimos, nos acercamos y construimos vinculo; también marcó huella en el rechazo histórico a la diversidad sexual y de género; y por supuesto, marcó la forma en la que decidimos o no ser madres y en la crianza que damos a nuestrxs hijxs.
Se acercan días decisivos en el Congreso y entonces marchamos. Desde nuestro colectivo Actrices Argentinas exprimimos cada jornada ejecutando acciones que le den el último empujón al reclamo por el aborto legal, seguro y gratuito, aunque sabemos que el trabajo continuará más allá de lo que suceda con esta ley.
El grito Ni Una Menos deberá seguir retumbando en el aire hasta que las cifras de femicidios anuales lleguen a cero. Mucho por hacer.
* * *
Al ser actriz y directora, muchas veces mi aporte es el registro de piezas audiovisuales que puedan visibilizar y difundir estas causas. A través de la lente veo a mis compañeras tomar las calles, abrazadas, aunando voces, compartiendo conocimientos, construyendo redes y mis ojos lo ven claro: se están moviendo los cimientos. Hay un cambio de paradigma a nivel global.
Soy optimista. Tengo la certeza de que el mundo justo, amoroso y creativo que soñamos, va a ser una realidad. Va a llegar un momento en donde las mujeres nos vamos a juntar en las plazas para abrazarnos, charlar, reírnos, proyectar, pensar juntas, sin necesidad de marchar, batallar ni protegernos de los peligros. Va a ser un mundo a nuestra medida, que (estoy convencida) será un mundo más feliz para la humanidad entera.
¿Parece ingenuo? No creo. Es cuestión de tiempo.
Trabajo de hormiga. Carrera de resistencia.
Ya está sucediendo, y no hay vuelta atrás.