Ahora que no vamos a tener a Sergio Romero, que se nos cayó antes de empezar, deberíamos decir que fue el último jugador de fútbol que nos dio una felicidad mundialista. Rebobinemos esta película hasta ahí, hasta el 9 de julio de 2014, cuando Romero vuela hacia la derecha para frenar la pelota de Wesley Sneijder y completa la tarea más difícil en esos fusilamientos con tribuna, atajar su segundo penal en la serie contra Holanda, un movimiento que derritió el iceberg que durante veinticuatro años se interpuso entre la selección argentina y las finales del mundo. No fue el momento exacto de la caída del muro de hielo, faltaban por hacer dos penales, pero el trabajo estaba listo. Hay que recordar lo que nos pasaba por nuestros cuerpos futboleros, ese estado de éxtasis en flotación que nos duró hasta que el alemán Mario Götze nos cortó el hilito que nos mantenía ahí arriba. Fueron cuatro días, demasiado poco, pero qué cuatro días.
Este juego está hecho de incógnita y esperanza. Porque todo es posible. Está hecho de las vísperas que generan cosquilleos. Son pequeños momentos, una brevedad que se autodestruye cuando después pasa lo que pasa, cuando se resuelve la incógnita y ya no hay esperanzas. Cuando perdés. Cuando faltan siete minutos para que se termine el partido -un partido de 120 minutos que además jugaste mejor que tu rival- y otra vez te están por llegar los penales pero no, lo que pasa es que perdés. La felicidad de los cuatro días queda estaqueada en el medio del Maracaná. Es la cara desencajada de Messi –o su efecto visual- mirando la Copa y los leds gobernando sin piedad el estadio: “Winner: Alemania”.
Brasil 2014, los Maschefacts, las bromas de Lavezzi, los saludos del Sabella tuitero, el decime qué se siente, la canción de Pitbull de fondo, los viajes de apuro hacia Rio de Janeiro en auto, en micro o en avión, porque Messi la va a traer, toda la épica de esos días mutó en estos cuatro años -con las dos finales por Copa América perdidas en los penales contra Chile- hacia una pesadumbre; una montaña de plomo para una generación de jugadores a la que se creía destinada al paraíso del fútbol. A Higuaín se lo hizo meme, a Mascherano se le desea la jubilación, a Biglia se le busca reemplazante, a Rojo se lo mira de costado, a Di María le apuestan desgarros, a Romero se lo despidió sin pena ni nostalgia, y en Agüero creen unos pocos. La cuchilla sólo salva a Messi porque la renuncia que nunca efectivizó heló los huesos y porque de algo hay que agarrarse.
Lo que parece un clima de redes sociales es también lo que se habla en las cenas, en los grupos de WhatsApp y en los after hours de cervecerías artesanales, incluso con más crueldad. Y, sobre todo, es lo que se dice en algunos diarios, en radios, canales deportivos, con periodistas que en este tiempo pidieron sangre y hasta reclamaron por sus viáticos en peligro. Los periodistas que se mueren por jugar. En tres décadas no hubo selección que llegara más desacreditada a un Mundial que la selección de las tres finales. La de Italia 90 estaba rota, pero conservaba la memoria emotiva de México 86. La de Estados Unidos 94 arrastraba el 5-0 de Colombia y la parada del repechaje, pero había recuperado a Diego Maradona. La de Francia 98 tenía un vínculo frío con los hinchas, pero estaba recién horneada. La de Corea-Japón 2002, administrada por la obsesión de Marcelo Bielsa, se había comido cruda las eliminatorias. La de Alemania 2006 era la toma del poder de los juveniles moldeados por José Pekerman. La de Sudáfrica 2010 era la primera selección de la generación Messi y estaba irradiada por la energía maradoniana. La de Brasil 2014, con la pax sabelliana, jugaba acá a la vuelta y viajaba sobre patines.
Ni los creativos publicitarios esta vez lograron mover el amperímetro emocional. Hay que correr a la fallida publicidad de TyC Sports que duró unas horas con su homofobia a cuestas. Nada de las demás. Ni una lágrima, ni la movilización del chauvinismo más primario, ni la enésima apelación a los campeones del 86, con Oscar Ruggeri como protagonista, logra conmover al pueblo futbolero. Como si no hubiera taquicardia posible con Rusia 2018, con esta selección.
***
Jorge Sampaoli conduce hacia una tierra lejana y misteriosa en un estado de turbulencia. El comando que tiene en las manos vibra de manera constante desde que asumió, haciéndose cargo de una selección angustiada, sin un plan de vuelo concreto en cuatro años, con la interrupción del mandato de Gerardo Martino y el cameo malogrado de Edgardo Bauza. Los tres técnicos, un 38 a 38, una comisión normalizadora, los torneos locales indescifrables y un paro de futbolistas formaron la geografía de post guerra que siguió a la muerte de Julio Grondona. Hasta Messi tuvo que interrumpir su política de silencios durante la Copa América de 2016 para postear su bronca en Instagram: “Qué desastre son los de la AFA por dios!!!”.
Tampoco en cuarenta años –los que van de Argentina 78 hasta acá- un entrenador fue al Mundial con los tiempos tan ajustados, apenas un año de gestión. Sampaoli asumió en repechaje. Con el agua al cuello y sin margen de maniobra, se acumularon los tres empates consecutivos (Uruguay, Venezuela y Perú en la Bombonera) que apelotonaron todavía más el manojo de nervios. Sin que apareciera el equipo, todo quedó en los pies de Messi, al que se intentó ayudar con la misión esotérica del Brujo Manuel. El fútbol argentino también está cimentado sobre cábalas y supersticiones.
Puede haber muchas hipótesis sobre por qué Sampaoli produce una irritación transversal y no todas son futbolísticas. Está, por supuesto, el equipo, la derrota con Nigeria y la piña de España. Pero también una serie de gustos personales, elecciones políticas y gestos públicos –y otros que no debían serlo- que le pixelaron la cara a los ojos de algunos hinchas. Sampaoli, sin experiencia como entrenador en la Argentina más que sus inicios en Alumni de Casilda, es un extranjero para el país futbolizado, lo que resulta una paradoja porque desde que tomó el control intentó establecer un sentido de identidad nacional, desde sus citas a José Larralde hasta la playlist de rocanrol con la que musicaliza al equipo. Pero esa mística se construye en la cancha.
Sampaoli pide la libertad de su amigo Pato Fontanet, clava una frase Callejeros cada vez que puede, y eso levanta la furia –y el dolor- de familiares de Cromañón. Se pelea con un agente en un control de tránsito y lo apura con el “boludo, cobrás cien pesos por mes”, viralizado gracias a un smartphone. Llama a una radio para pedir Triste canción de amor, de La Renga. Una banda le compone el SampaRock. Responde una pregunta sobre violencia de género y denuncias de abusos con vaguedades, hasta llegar a la banquina. Publica un libro en el que cuenta que no lee y tampoco escribe. Se atropella con las palabras cuando habla y lo que pretenden ser grandes frases son terremotos gramaticales. Es kirchnerista. Pero se reúne con Macri. Se puede elegir al Sampaoli que más enerva. O decir que no hay nada de eso, que sólo se discute su modo de conducir el equipo, sus decisiones como entrenador. Pero hay algo de este combo que le infla las venas sus críticos.
A pesar de todo, cuando se hace zoom en Sampaoli se ve a un hombre alejado de las polémicas. No responde a las críticas. No entra en las batallas mediáticas que le proponen. Si Diego Maradona le dice que hay que jugar mejor durante el sorteo del Mundial, Sampaoli contesta que intentará aprovechar el tiempo para mejorar. Si Carlos Bilardo le dice que es un técnico de cuarta, Sampaoli dice que ojalá pueda hacer cambiar de opinión al técnico que le hizo festejar un Mundial. Si un periodista le da masa en el prime time futbolero, Sampaoli elige sentarse a almorzar para contarle sobre su plan de trabajo.
Es el reverso de esa tensión que se ve al costado del campo de juego. Sampaoli transitó este tiempo en un vértigo emocional. Lo que tenía que ocurrir en cuatro años o más tuvo que hacerlo en uno. Probó, viajó y tachó nombres (Paulo Dybala) que después volvió a tildar. Vio cien partidos en la cancha de Racing, lo llevó de gira a Lautaro Martínez y sumó en el último minuto a Ricardo Centurión, pero no se quedó con ninguno. Casi deja afuera a Meza, el único jugador sin esquirlas del 6-1. Hizo aparecer a Cristian Ansaldi, que no estaba en las cuentas de nadie. Convocó a Franco Armani y borró al arquero que parecía más cercano a su gusto. Nahuel Guzmán reingresó sólo por la lesión de Romero. Javier Mascherano fue defensor y después otra vez volante. Si para la mirada pública fueron contradicciones, para la intimidad del entrenador se trató de una toma de decisiones a conciencia, demasiado alejada de algunas teorías conspirativas.
Entre esas decisiones la más trascendental fue haberle hecho lugar en el mando operacional a Messi, eso que para algunos es haber apuntado la lista con él. Sampaoli tal vez haya engordado esa idea cuando dijo que tal vez este sea el equipo de Messi. No lo dijo por quién toma las determinaciones sino por lo que ocurra con el sistema de juego, por lo que suceda en la cancha. Es lo mismo que ensaya en su libro cuando dice que el socio de Messi lo encontrará Messi en la cancha. Traducción básica: lo dirá su juego. Pero como los títulos no se explican, ahí queda todo.
A los 30 años –cumplirá 31 en Rusia-, y aunque su cuerpo es un prodigio, nadie sabe si Messi estará ante su último Mundial. Que el entrenador haga de su tótem el centro del universo puede ser una receta básica. A eso le llaman el club de amigos de Messi, sobre el que tanto se gusta editorializar cuando algunas cosas no funcionan. Es una queja gatopardista: primero te dicen que hay que rodear bien a Messi, que hay que hacer una selección para Messi, pero después te piden que no llames a los amigos de Messi. Los amigos de Messi: Di María, Mascherano, Higuaín y Agüero. ¿Entraría ahí Biglia y Rojo? Todos, salvo ahora Mascherano, que tiene dos oros olímpicos, juegan en la elite del fútbol mundial. Pero son los amigos de Messi, los que pierden finales, los que no hacen goles, los que no juegan en la selección como juegan en sus equipos.
***
¿Había otros jugadores? Aunque los hay muy buenos, el fútbol argentino frenó hace mucho la producción de grandes cracks. El último tal vez haya sido Agüero. Lo que viene es otra vez la incógnita y la esperanza, que podría estar en Dybala, con 24 años, y, sobre todo, en Lautaro, que sólo tiene 20 y –emoji con lagrimita- ya se fue a Europa. Un dato que quizá no sea causal: después de cinco años, no hubo argentinos en la última final de Champions.
Mauro Icardi, 29 goles en la última temporada del Calcio, puede resultar la única ausencia ruidosa en la Selección. Pero nadie le puede reprochar a Sampaoli que lo haya ignorado. Lo puso de titular en los dos primeros partidos de eliminatorias del técnico. Contra Uruguay tocó cuatro veces la pelota y le pegó una vez al arco, a las manos de Fernando Muslera. Contra Venezuela estuvo cuatro veces frente al arquero. No le salió ninguna. Tampoco cuando entró en Quito contra Ecuador. Podía imponerse por lo que había hecho en Italia, no por lo que hizo en la selección. Como el resto, pero sin la memoria caché de los últimos años del equipo. Sampaoli eligió. Lo demás es hojarasca.
De Messi para abajo en la escala jerárquica, la Argentina carece de indiscutibles. De Messi para abajo en el campo de juego, la carencia es todavía mayor. “Hay una superpoblación de enganches, segundas puntas, jugadores de los últimos metros de la cancha, que son los más difíciles de producir, los más cotizados y los más determinantes. Pero Argentina empezó a quedarse sin centrocampistas”, dice el periodista Diego Torres. La patria de Sergio Batista y Fernando Redondo no produce números cinco. “¿Qué hacen los españoles? Los empiezan a retrasar. A los extremos los ponen de laterales, a los goleadores los prueban para que jueguen de cinco o de volantes”, sigue Torres. La patria de Xavi sigue en la búsqueda de Xavi.
De los veintitrés futbolistas que van a Rusia, sólo se repiten siete del último Mundial, incluido Messi. El dato demuele la idea de que Sampaoli lleva a los mismos de siempre. Los mismos de siempre, se quejan, son esos seis, los amigos de Messi. Se lo intenta contraponer con otra realidad: que Joachim Löw dejó afuera a Götze del plantel de Alemania. Además de que Götze tuvo que recuperarse durante 2017 de una enfermedad muscular, la que derivó en un aumento de peso y le demandó estar lejos del fútbol durante varios meses, Alemania se dedicó en estos cuatro años a afianzar su modelo de selección (Löw lleva doce años al frente) y también su Bundesliga, lo que terminó por sacar de abajo una nueva generación de jugadores.
Sampaoli condujo a la Argentina a máxima velocidad y con la caja de cambios rota. Eso podría explicar que haya dudado hasta último momento sobre la convocatoria de Centurión, al que nunca antes había llamado para formar el equipo. Y tal vez explique lo que se ve de Sampaoli, en esas marchas y contramarchas, que no es lo mismo que se veía a lo lejos, cuando con Chile llegó a los octavos de final de Brasil 2014 y un año después ganó la Copa América con Chile. O cuando barceloneó al Sevilla en la primera vuelta de la Liga española 2016/2017. A ese Sampaoli, un entrenador con método, se le tenía ganas desde acá. Como pasa con lo que no se tiene.
Ahora Sampaoli está acá la vuelta. Acá a la vuelta también está la generación de las finales. Ya sabemos que todo eso se rompió en algún lugar, que esos cuatro días de Río de Janeiro, los días que siguieron a las atajadas de Romero, los días en que fuimos felices, quizá ya no sirvan para nada. Está más o menos consensuado que la Argentina no es favorita en Rusia. Pero hay una distancia entre esa subjetividad y los martillazos a la autoestima, la ridiculización de los jugadores que tienen en manos tu posible alegría.
Nos divertimos como podemos, es cierto, y nos reímos de lo que queremos, sin comisariatos. Sólo habría que medir que no sea un autoboicot, una suerte de resignación a que ya nada será posible. Que los memes no nos maten la esperanza. ¿O será que así administramos mejor la flotación de la expectativa? Y hasta quién sabe si no causa otro efecto: que en los golpes a la mesa de la prensa, en las risitas de sorna dedicadas a algunos jugadores, como le gustaba ensayar a Carlos Bilardo, esté el germen del enemigo interno, alla 1986. Como recordó por estas horas Daniel Arcucci, el periodista que más conoce las entrañas de la historia maradoniana, Diego no era Diego antes de México, también se lo criticaba, a pesar de dejar al Nápoli y acumular horas de vuelo y sueño para entregarse a la Selección.
Es contrafáctico, ¿pero qué hubiera sido de estos jugadores sin las finales, si el corte se hubiera producido antes, en cuartos, como estábamos acostumbrados, o en octavos para hacerla un poco peor? Como si hubiera un castigo mayor por haber inflado demasiado el globo del deseo, un enojo alimentado por habernos dejado tan cerca. Me hubieras prometido menos, selección. Sin embargo, por debajo de ese enojo, cuando se busca entre las capas geológicas del hincha, tal vez se pueda encontrar una sinceridad: lo que daríamos por volver a tener esas vísperas de 2014, ese regreso a la infancia que es llegar a la final. Aunque después se nos haga fatal eso de que siempre gana Alemania. No habría que apurarse: Rusia es un misterio, el fútbol también y con Messi nunca se sabe.