Crónica

Desventuras de un gigoló


93 pantalones blancos

En 48 horas, la irrupción mediática de Javier Bazterrica hizo visible una modalidad delictiva aún no debidamente explorada: la estafa de género. De porte ruin y pelo engrasado, el supuesto polista de los 93 pantalones blancos se anotó en la lista de estafadores locales. El histórico cronista de policiales Ricardo “Patán” Ragendorfer revisa la genealogía de sus antecesores y lo sitúa como una suerte de depredador herbívoro, una pieza única, cuyo accionar revela notables diferencias con otros hacedores del rubro.

Una azarosa constelación de circunstancias jurídico-televisivas convirtió al presunto Javier Bazterrica en el personaje del momento. Su mérito fue hacer visible una modalidad delictiva aún no debidamente explorada: la estafa de género. De hecho, él mismo es un artesano en la materia. Y en el abigarrado universo de los delitos que sitúan a la mujer como blanco preferencial, aquel individuo vendría a ser una suerte de depredador herbívoro, una pieza única, cuyo accionar revela notables diferencias con otros hacedores del rubro. Al respecto, valga un ejemplo.  

El venezolano Johan Pinto Torres, radicado en Buenos Aires a fines de los noventa, era un muchacho afable y bien parecido que se ganaba la vida en el negocio gastronómico. Además, tenía una pasión secreta: abordar mujeres en la calle, a las que llevaba de shopping; entonces, con tonadita caribeña entre seductora y amenazante, las obligaba a comprarle electrodomésticos y, luego, las violaba. La prensa lo había bautizado “El Sátiro de la Tarjeta”. En julio de 2003, después de ser condenado a 37 años y medio de prisión, el programa Historias del crimen, de Telefé, envió un cronista a Caracas para entrevistar a su familia. Y la madre, una señora de clase media, esgrimió en su defensa el siguiente argumento: “Johan es tan apuesto que para estar con una mujer no necesita hacer eso”.

gigolo_1_der

Desde semejante punto de vista, el ahora célebre Bazterrica sí reúne los requisitos estéticos del sujeto proclive al acceso carnal compulsivo: rostro y dentadura de cobayo, pelo graso y porte ruin. Pese a ello, sólo está acusado de lo que se podría llamar “enamoramiento seguido de fraude” en perjuicio de un número aún creciente de mujeres. Y sin ejercer ninguna forma de violencia física. Una verdadera hazaña en el campo de la autoestima viril. Y a la vez, un extraño milagro que desvela por igual a la televisión, a las redes sociales y al espíritu público. Justamente en este punto está depositado el misterio del caso.

EL GALÁN DE LOS HOGARES

 

Tal vez en los últimos días de julio, cuando un traspié policial –por birlarle el vehículo a una tal Marianela, su última conquista– lo llevó por unas noches a una oscura celda de la comisaría 49ª, de Villa Urquiza, Bazterrica estuvo lejos de imaginar que su existencia anónima, casi clandestina, estaba a punto de dar un vuelco tan vertiginoso como definitivo.

A fin de cuentas, el tipo es técnicamente un gigoló, tal como se lo define al amante joven de una dama de más edad que lo mantiene. O sea, una profesión tan antigua como el mundo. Y, por cierto, socialmente tolerada. Tanto es así que, por ejemplo, en los círculos de la realeza española fue tomada con suma naturalidad la boda de la acaudalada duquesa Cayetana de Alba –al cumplir 86 años– con Alfonso Diez Carabantes, un caballero sin ocupación conocida y 30 años menor que ella. ¿Qué decir entonces del legendario Scotty Bowers, quien a mediados del siglo XX supo brillar en Hollywood entre los brazos de divas como Vivien Leigh, Ava Gardner y Edith Piaf? Por su lado, en el ámbito local hay chulos para todos los gustos; desde aquel polista que contrajo enlace con Susana Giménez hasta el modesto Reynaldo Wabeke, quien en 2007 provocó ciertas suspicacias en los noticieros al desposar a doña Adelfa –58 años mayor que él– dos semanas antes de su muerte, dejándole así todos sus bienes.

Sin embargo, la figura de Bazterrica no encaja del todo con el arquetipo del gigoló clásico en virtud a su apego por los nombres de fantasía y la simulación de otras identidades. Recursos, claro, puestos al servicio del despojo de bienes y dinero. Es decir que, como vividor, no vaciló en incurrir en la tipología del “truhán”, un añejo vocablo que alude a los psicópatas de baja intensidad que subsisten en base a engaños y estafas de variado signo. De ahí sus problemas.

Eso bien lo comprendió el abogado Gastón Marano, un prestigioso penalista convocado de urgencia por Bazterrica desde el teléfono de aquella comisaría. Lo cierto es que, luego de obtener la excarcelación del flamante cliente, supo de otros entredichos suyos con la Justicia. En especial, un asunto sucedido en Rosario, cuya damnificada, la ex concubina Fernanda Vergara –que le reclama al galán un faltante de 80 mil pesos–, hizo extensiva sus denuncias a las redes sociales. Debido a ese motivo, el letrado se permitió un consejo:

– Por lo pronto, pibe, salí de circulación. Y no hablés con nadie.

La respuesta lo sorprendió:

– De ningún modo, doctor. Yo quiero dar la cara.

De esa frase a la fama absoluta hubo solo un paso.

Sobre su nueva vida hay una imagen que pinta a Bazterrica por entero: la que lo registró durante la mañana del 19 de agosto en el programa Argentina despierta, conducido por Chiche Gelblung, al serle exhibido un video con la gran performance de un actor que lo imitó en el programa de Marcelo Tinelli emitido la noche anterior. En ese preciso momento, su expresión de asombro, colmada de beneplácito, irradiaba una extraña luminosidad.

Su debut televisivo fue apenas 48 horas antes en el programa El diario de Mariana, y se vio favorecido por la irrupción del coreógrafo Flavio Mendoza, quien no disimulaba su contrariedad, en una escena que perdurará a través del tiempo.

En rigor, su hermana mayor, la productora teatral Adriana Mendoza, había promocionado previamente su figura en otros programas. Ella era la última ex concubina de Bazterrica, vivió con él –a quien conocía como Máximo Nazar Anchorena– durante cuatro meses y le reclama haberle “apurado” cinco mil dólares, cedidos para una operación bursátil nunca concretada.

Desde ese lunes, la gira de Bazterrica por los canales resultó imparable. Así fue dejando ciertas huellas de su ser: los 93 pantalones blancos y las chombas de La Martina; el recurso del Facebook para conocer chicas y la impávida humildad exhibida ante los logros amorosos, sin escatimar otras pinceladas sobre sus hábitos operativos. Era curioso ver como ese profesional del engaño se iba despojando de todas sus máscaras. ¿Qué necesidad tendría?

 gigolo_3_izq

En la mañana del miércoles, Gelblung le preguntó:

– ¿Por qué usabas tantos nombres falsos? 

Y Bazterrica bajó la mirada, antes de decir:

– No lo sé, Chiche. Creo que fue una tontería mía.

CARAS Y CARETAS

Esta antigua y socialmente aceptada profesión en nuestro país tuvo otros representantes, igual de ilustres aunque mucho más efectivos y discretos. Norman Pérez tenía 73 años cuando fue condenado a 16 años de prisión por seducir mujeres, drogarlas, abusar de ellas y robarles. En 1999 era un galán lejos de toda belleza común, pero dueño de una voz y una labia apabullante. Le decían Gérard, por su lejano parecido con Depardieu, el francés de nariz fálica.

Apenas despertaban de un sueño pesado que había durado días, sus víctimas se desesperaban. Con la sensación de haber sido tocadas, apenas un rastro de memoria en la piel, pero ninguna certeza sobre lo ocurrido: Pérez les daba bombones con burundanga. Los que supieron de sus engaños aseguran que casi no repetía estrategia para llegar a su objetivo. Según el semblante de la chica, actuaba y decía. A María Cristina, una rubia con traza de institutriz, le habló cuando ella miraba zapatos en una tienda Liotti de avenida Santa Fe. “Son demasiado duros, no se los recomiendo”, le susurró. El encuentro devino café, y luego bombón. Claro. Así lo contó la mujer en un desopilante pasaje del juicio oral: “Soy de leer mucha novela policial y sabía que no lo tenía que hacer. Pero comí ese bombón. Y no uno sino dos. Es el minuto fatal”. 

Nelly, otra de sus víctimas, recordaba la sensación luego del primer mordisco: fatiga profunda, falta de fuerza para levantarse. A ella, le robó 25 mil dólares. Después de cumplir 70 años y conseguir salidas transitorias, en 2005 Pérez se escapó de la cárcel. Dos años después, cuando lo encontraron, su figura había desmejorado: el carisma, no obstante, se mantenía intacto como al principio.

Una historia, mucho más cruenta, fue la que vivió como seducida y engañada la artista plástica Silvia H. que en enero de 2005 se enamoró de Hugo Jara, un supuesto empresario que estaba por filmar una película grandiosa. En una cena romántica, bajo la luz de un eclipse, él le contó sus planes inmediatos: encontrarse con su socio, Claudio Nozzi –un productor de HBO–, en Corrientes, para buscar locaciones con un lujoso yate que éste tenía amarrado en el puerto de Itatí. Y la invitó a ir con ellos. Silvia aceptó con la ilusión de que aquel viaje sería inolvidable.

A todas luces, lo fue.

Recuerda los primeros días como idílicos. Entre otras razones, porque el tal Nozzi no aparecía. Al respecto, ella no dijo nada. Pero esa ausencia la inquietó de golpe, al irrumpir un grupo de la Prefectura. Jara y ella, junto al cocinero y el capitán de la embarcación, fueron llevados a la Subprefectura de Itatí. Allí supo que el productor acababa de ser hallado en el río Paraná; tenía un tiro en la cabeza y otros dos en el pecho. Su cuerpo estaba enrollado con una cadena y los peces le habían devorado la cara.

Hugo Jara no era Jara; en realidad se llamaba Luis Menocchio, y también tenía un simpático apodo: “El Gusano”. Y sus actividades oscilaban entre el narcotráfico y el lavado de dinero. Además, Interpol lo buscaba por el doble homicidio en Paraguay de un empresario argentino y su pareja. A la vez se lo tenía por autor del crimen de un estanciero en Misiones. Con el propósito de desorientar a sus perseguidores, se había operado el rostro, tenía el pelo teñido de rubio, cejas afeitadas y las huellas digitales borradas por otra cirugía.

La pesquisa por el crimen de Nozzi determinó que él, lejos de querer filmar una película, pretendía lavar –por recomendación del Gusano– unos cien mil dólares en el Paraguay. Y Menocchio quería apropiarse de esa suma, para lo cual lo acribilló en el barco con un rifle de bajo calibre.

La pobre Silvia, envuelta involuntariamente en el asunto, permaneció presa en Itatí durante siete meses. Tal vez, ahora, al conocer la saga de Bazterrica y sus múltiples identidades, le haya corrido un escalofrío por la espalda.

 gigolo_4_der

Como Nozzi, en la construcción de sus variadas identidades apócrifas, Bazterrica solía caer en la exageración. Aunque cincelada con una tensa solidez, como si él mismo creyera en lo que decía. Así, desde un tiempo impreciso, supo “ser” agente de bolsa, contador y propietario de una avioneta, además de dueño de campos y propiedades en distintas partes del mundo. También se presumía eximio polista y se jactaba de moverse en círculos sociales de prosapia. Para tal fin contaba con por lo mensos seis nombres falsos y algún documento adulterado. Entre aquellos disfraces transcurría sin pausa su existencia.

“Creo que fue una tontería mía”, repitió ante Gelblung, con un dejo de pesar.

Hoy, no encuentra tregua. Ya se sabe que al ser notificado de una complicación judicial a raíz del affaire rosarino, concluyó en forma súbita la entrevista con Gelblung y puso los pies en polvorosa.

El doctor Marano, entonces, como para descomprimir la situación, describió el perfil de su pupilo con estas palabras: “Está muy claro que Javier Bazterrica no es el tipo que un padre querría tener como yerno. Nunca trabajó demasiado y le gusta mucho la noche”. “Sin embargo”, aclaró, “tampoco es un demonio”.