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Fotografía: Sara Facio
La capacidad hegemónica
No aludimos a hegemonía en el sentido liberal del término que la asimila con autoritarismo, sino en el sentido gramsciano de articulación de alianzas que permitan la dirección intelectual y moral de la sociedad, la construcción de un sentido común, cediendo lo considerado no esencial para preservar lo esencial. Es un aporte crucial para pensar la política como construcción de consensos y consentimientos, como luchas que se despliegan en el sentido común, en el plano de las creencias y los hábitos. Es conocida la contribución de autores gramscianos acerca de la capacidad de articular heterogeneidades sociales y políticas, cuestiones como la sutura entre identidades distintas, cadenas de equivalencias que generan unidades en oposición a alteridades políticas. También es clave su aporte a las disputas culturales y políticas acerca de significantes como “peronismo” y otras identidades.
En el análisis antropológico e histórico resulta claro que un líder, un gobierno o una fuerza política tienen mayor o menor capacidad hegemónica en contextos políticos distintos. Es variable en el tiempo, a veces incluso en períodos muy breves. La mayor o menor capacidad de liderar articulando heterogeneidades, haciendo concesiones para preservar los objetivos y la dirección principal de la política o el gobierno depende de varios factores. Obviamente, muchos de ellos son “independientes de la voluntad”: contexto económico y político inter nacional, recursos y cualidades de los adversarios políticos, procesos económicos, sociales y culturales de la propia sociedad. Sin embargo, hay otros factores que están relacionados con las capacidades de la propia fuerza política y sus liderazgos. Es muy cierto que los contextos internacionales y nacionales de 1946 y de 2003 fueron favorables para los presidentes, más aún en comparación con los cambios que hubo para 1955 o 2015. También resultan bastante evidentes las complejidades del contexto de 1973.
La pregunta por la eficacia de los proyectos políticos implica un análisis de su capacidad hegemónica. Esta no puede colocarse por fuera de la situación, en algún punto de tensión, entre izquierda derecha, altobajo, purismopragmatismo. Porque las realidades económicas y los contextos internacionales cambian de manera incesante. Y con ellos, cambian los humores de las sociedades y los puntos de articulación de la capacidad hegemónica se van desplazando. Tomemos un ejemplo. Un aumento de los impuestos a los sectores de mayor riqueza o con ingresos más altos es una medida progresiva. Sin embargo, las minorías afectadas van a generar discursos que apelarán al interés general. Dirán que ese dinero que se apropia el Estado era para invertir y generar empleo –o sea, para el bienestar general–, en vez de afirmar que era para gastos suntuarios. Además dirán que si como resultado del esfuerzo alguien obtiene ingresos, el Estado ineficiente (porque en ese discurso el Estado siempre será ineficiente) no tiene derecho a robarse el dinero para beneficio de unos pocos. Si observamos ejemplos reales, tanto en la Argentina como en muchos otros países se dieron reacciones contra impuestos progresivos que afectaban a veces al 1, al 5 o al 10% de la sociedad. Así, aunque una medida más a la izquierda beneficie al 90% y perjudique al 10%, no siempre es sencillo generar una capacidad hegemónica que la haga posible.
Una complejidad similar, aunque por razones diferentes, presenta la tensión entre “purismo” y “pragmatismo”. Puede suponerse que vivimos en una época “pragmática” y que las sociedades celebran resultados más que dogmas. El ejemplo más extraordinario sería la tesis de que la corrupción no importa mucho en tanto la economía mar che más o menos bien. Pero cuando de la frase “roban pero hacen” no queda mucho del “hacer”, las sociedades comienzan a molestarse. Pragmatismo absoluto, aunque disfrazado de purismo moral. Sin embargo, puede analizarse con facilidad que los reclamos habituales para que los políticos arriben a consensos son tan estruendosos como la denuncia de cualquier “pacto espurio”, si realmente llegan a alguno. Un ejemplo histórico fue el Pacto de Olivos entre Menem y Alfonsín, que dio origen a la reforma constitucional de 1994. Un ejemplo opuesto fue la campaña electoral de Macri en 2015, en la cual él consideró, en contra de muchos consejos, que para triunfar no debía pactar con Massa, sino candidatearse con una identidad y un partido propios. A veces, el purismo rinde sus frutos.
Eso significa que la capacidad hegemónica es un verdadero arte, ya que no tiene recetas ni manuales fuera de la situación histórica. Por ejemplo, algunos políticos creen que allí donde hay polarización entre candidatos más progresistas y más conservadores, cada uno debe desplazarse hacia el centro en un intento de catching all. Sin embargo, en una elección como la de Donald Trump en los Estados Unidos, muchas interpretaciones indican que la candidatura de Hillary Clinton quitó entusiasmo de participación electoral a la juventud y, por lo tanto, no favoreció de manera automática a los demócratas. A Macri, en cambio, sí le funcionó su desplazamiento electoral hacia el centro en 2015. Y, de hecho, muy probablemente no habría triunfado en las urnas sin esa operación “de manual”. Pero lo que los manuales no dicen es que Macri ganó las elecciones en un país que no estaba ni remotamente dispuesto a embarcarse en un camino económico neoliberal. Y que en ese sentido, el llamado “gradualismo” fue en el inicio la apuesta a no perder en segundos la capacidad hegemónica del nuevo gobierno. Considerar la capacidad hegemónica es imposible para los análisis puramente objetivistas de la política. Porque es una dimensión clave de la subjetividad política. Las acciones específicas de los líderes, de las fuerzas sociales y políticas, sus propias emociones e identificaciones tienen distinto grado de relevancia, a veces crucial. Para nuestra perspectiva, la subjetividad tiene un papel central. Comprender esas subjetividades implica comprender las condiciones en que se despliega el proceso político en su complejidad. Por un lado, la política sucede entre subjetividades: entre las organizaciones políticas, movimientos sociales y un sinnúmero de sujetos hegemónicos y subalternos. Por otro lado, las fuerzas políticas y sus estrategias concretas son condiciones subjetivas para el proceso social. Los modos en que esas fuerzas conciben a la sociedad, a sus votantes, al pueblo y la manera en que se conciben a sí mismas tienen enorme incidencia en la capacidad hegemónica y en el proceso histórico. La política es intersubjetiva.
Se puede afirmar, incluso, que la comprensión por parte de las fuerzas políticas de la relevancia de la subjetividad tiene enorme incidencia en su propia capacidad hegemónica y, por lo tanto, en el desarrollo de los sucesos. (…)
La utopía y el juicio
Ha habido tres matrices intelectuales a partir de las cuales se han realizado juicios negativos sobre el peronismo. La perspectiva clasista o racista, despreciativa de los sectores populares, no merece siquiera ser rebatida. Para simplificar podríamos llamar a las otras dos tradiciones, respectivamente, “liberales” y de “izquierda”. Es muy cierto que en los hechos históricos las tres matrices muchas veces han estado entremezcladas. Pero nos parece necesario tratar a los argumentos liberales y de izquierda como tipos ideales, para intentar así desentrañarlos.
Dentro de la matriz liberal abarcamos todas las críticas al peronismo en función de déficits democráticos y republicanos, incluyendo libertad de expresión, transparencia, división de poderes, etc. A priori, en términos ideales y desde los valores democráticos que hoy están presentes en la mayor parte de la sociedad argentina, el peronismo clásico sin dudas tuvo déficits relevantes. La pregunta por el contexto, sin embargo, complejiza la cuestión. Por un lado, porque a mitad de siglo XX de ninguna manera estaba generalizada en el mundo la noción ni las exigencias democráticas que se expandieron décadas después. Además, porque en la Argentina previa al peronismo sólo había habido una breve experiencia democrática entre 1916 y 1930. Pero, sobre todo, la cuestión es cuánto liberalismo político pudieron construir aquellos que decían encarnar los valores democráticos en esa época. Porque si el derrocamiento de Perón implicó su proscripción y la del peronismo durante dieciocho años, debemos asumir que, o bien nadie encarnaba los valores liberales, o bien eran inaplicables en la Argentina de aquel momento. Un liberalismo genuino se habría movilizado para que cualquier ciudadano argentino pudiera decir la palabra “ Perón” y pudiera votar al peronismo y al propio Perón si así lo deseaba. Y eso no ocurrió hasta que el peronismo decidió esquivar la proscripción en 1973. Sólo el gobierno peronista autorizó a Perón a presentarse a elecciones.
¿Qué significa eso? Que los argumentos liberales en la década del cuarenta, del cincuenta y del sesenta eran simplemente manipulados y olvidados según las conveniencias del corto plazo. Que no existía en la Argentina de esa época una corriente liberal poderosa, dispuesta a aceptar las reglas democráticas ganara o perdiera la contienda electoral. Para comprender esto conviene percibir que en aquellos años tampoco existía una corriente de dicho tipo en el resto de América Latina, ni en la mayoría de los países del mundo. En ese sentido, lo que hoy podemos considerar “déficits democráticos” del primer peronismo resultan más bien un déficit de la sociedad argentina y de la mayoría de las sociedades de la misma época.
Las críticas de “izquierda” se relacionan con la ausencia de transformaciones estructurales promovidas por el primer peronismo, con la falta de autonomía de la clase obrera y con la negativa a impulsar la movilización popular para frenar el golpe de Estado de 1955. Al igual que las críticas anteriores, todas estas objeciones y otras son opinables y debatibles. El mayor problema es que las críticas de izquierda también operan a través de una comparación entre la sociedad realmente existente y una sociedad ideal. Comparar la realidad con la utopía siempre puede ser una herramienta útil para impulsar mayores transformaciones. Pero deja de serlo cuando esa comparación se realiza desde la soberbia, desde la certeza de que quien ejerce la crítica sabe cómo construir esa sociedad utópica. Más allá del hecho innegable de que muchas críticas provenientes de la “izquierda” se mezclaron con el racismo, con el golpismo o con el clasismo, lo cierto es que el rasgo común a todas ellas es la absoluta certeza de que si los dirigentes de izquierda hubieran gobernado la Argentina de esos años la habrían convertido en algo cercano al paraíso. Y, sin embargo, el paraíso no apareció en ningún lugar del planeta. En la Argentina de aquel entonces no había chances reales de erigir una sociedad socialista. Derrocado Perón por la Revolución Libertadora, la situación de los trabajadores empeoró. La salida al peronismo fue muy por derecha, no por izquierda.
El problema de la matriz liberal y de la matriz de izquierda no es que sus críticas carezcan de interés en abstracto. La dificultad es que se trata de críticas puramente abstraídas de la realidad histórica. El juego en aquel momento no se daba con corrientes liberales de masas, dispuestas a competir en elecciones libres con el peronismo, ni con corrientes obreras socialistas de masas que ofrecieran una solución diferente a las vicisitudes argentinas. En este libro nos ocuparemos en algunos casos de hipótesis contrafácticas. Pero la condición intelectual de una hipótesis de ese tipo es que podría haber sucedido en las circunstancias históricas reales. Y no sólo en la imaginación de manual (que es escasamente imaginativa).
Ante las estrategias políticas que, en contra de sus propias intenciones, producen derrotas, el análisis de la capacidad hegemónica permite una crítica que nada tiene de abstracta: es una crítica a lo existente sobre la base de lo que podrían ser los hechos históricos, no sobre la base de expresiones de fantasías morales.
Irracionalidad y emociones
Tal como suelen oponerse los estereotipos de lo masculino y lo femenino, se contraponen las identidades clásicas al peronismo. Supuestamente el liberalismo o el socialismo serían identidades que responden a ideologías racionales, con las cuales uno puede acordar o disentir, pero que tienen sus fundamentos lógicos. En cambio, el peronismo escaparía a la razón y estaría gobernado por una identificación irracional, emotiva y afectiva entre pueblo y líder.
El peronismo, y después el kirchnerismo, son categorías de identidad política que suponen emociones de alta intensidad, relacionadas con el amor, el carisma, la ilusión, la melancolía, el sufrimiento. En muchos casos la identificación de los seguidores con el líder implica que sus desgracias sean vividas como propias y despierten tristeza, odio o depresión, así como sus triunfos pueden originar lo contrario: alegría y euforia. Sólo que esas emociones no son opuestas a la racionalidad. Nada podría comprenderse acerca de las relaciones de los peronistas con Evita sin atender a esas emociones. Sin embargo, el hecho fundamental es que tampoco podría comprenderse la reacción brutal del antiperonismo contra Evita sin atender asimismo la dimensión emocional.
No hay identidades políticas de masas vacías de afectividad. No hay procesos sociales ajenos al afecto. Ni siquiera hay racionalidades políticas en las que no se jueguen emociones. Se trata de mundos, escenas, rituales y prácticas tan diferentes que parecen incomparables. Mientras una masa en apariencia desarrapada llora por una líder que vituperaba contra los millonarios egoístas, las clases acomodadas tienen sus rituales de etiqueta, de club, de caballerosidad, que son tan distintivos y constitutivamente emocionales como los otros. Son formas de los sentimientos de pertenencia. Tanto como el campamento de los jóvenes que cantan alrededor del fogón canciones de la Guerra Civil española, sobre el “ Che” Guevara o “ Presente”. Las lágrimas y la flema británica, los apretones de manos, los saludos distantes y los abrazos militantes son sólo variantes de las convenciones emotivas de lo social. Esas ritualidades y pertenencias guardan relaciones complejas con las racionalidades de medios a fines y también con los ideologismos. A nadie le resulta sencillo distanciarse o romper con un grupo de amigos, sean de la unidad básica, de la fábrica, del sindicato o del Colegio Cardenal Newman.
No hay ningún proceso relevante en la historia del peronismo que pueda ser comprendido desde un sólo punto de vista. Es necesario observarlo desde múltiples ángulos. Si aprendemos a ejercitar esa rotación de perspectiva a la que nos obliga el peronismo, quizá podamos entender mejor otros fenómenos políticos. Es decir, la multidimensionalidad de la política es general, no algo peculiar del caso peronista. En definitiva, el hecho de que no comprendemos el peronismo revela un problema más profundo: necesitamos aprender a mirar de otro modo.