Crónica

Un retiro sufí en primera persona


40 días de extinción a fuego lento

Las reglas: no hablar con nadie, permanecer en un lugar sin ventanas, recitar el Corán, dormir seis horas y comer lentejas. “Al menos una vez en la vida, el discípulo debe hacer el retiro de 40 días”, dicen los sabios en el sufismo. En la Argentina, entre los cientos de sufís, sólo tres lo hicieron. Cicco es uno de ellos: se encerró en su mezquita bonaerense dispuesto a olvidarse de su ego y cortar todo lazo con la vida material. Crónica de una experiencia espiritual y sensorial extrema.

“Aquel que pasa 40 días retirado del mundo comiendo semillas y sin hablar con nadie. A ese hombre se le presenta Dios”.

 

Un monje habla en una sala ante unas 50 personas entre las cuales está, en primera fila, Graciela Alfano. Y en la última, yo. Es 1989 o tal vez 1990. Tengo 16: aún no me fui a Bariloche. Aún no me emborraché. Aún no debuté. Soy más granos que cara. Para entonces, no voy a engañarte, lo que busco es un poder que me permita conquistar chicas. Estoy interesado, no sé por qué, en levitar. Mi hermano mayor hace pesas en casa y, con ese método, las chicas le llueven. Pero yo no quiero ser tan obvio.

“Durante el retiro, una vez que Dios llega, quedan dos opciones: o el hombre se ilumina. O el hombre se vuelve loco”.

 

Acá todo el mundo jura que el monje conoce el secreto de los alquimistas de transformar minerales en oro, y le dejan estampitas, fotos y rosarios para que, luego del taller, los bendiga. 

“Al hombre que se retira, Dios se le hará presente. Pero antes de Dios, primero, vendrá a visitarlo el Diablo”.

 

La charla del monje es parte de un taller de alquimia de tres niveles del cual yo hago uno –imagino que Graciela, más aplicada, hará los tres-. Antes de llegar aquí, completé un curso de control mental en un centro sobre Avenida Córdoba, donde aprendí a usar el péndulo, a despertar sin reloj, y a reprogramar la realidad desde un laboratorio imaginario –el mío lo levanto en la playa, con vista al mar, aprovechando lo barato que sale el metro cuadrado en el mundo imaginario-.

Es la primera vez que escucho hablar de seclusión –y este es el dato importante en esta historia-, aunque ese nombre lo conoceré después. Seclusión: retiro de 40 días donde uno se desprende de todo y se limita a esperar a Dios. 

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 "Practica la seclusión”, escribe el maestro Abdul Khaliq Al Ghujdawani en una carta a su hijo. “Y huye de la gente como si huyeras de leones”. 

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Al final del taller de alquimia, el monje nos da un nombre secreto. Para cada estudiante es diferente y cada uno tiene una singularidad. Una vibración divina. Cuando llega mi turno, hace silencio solemne: “Este nombre si lo repetís mil veces durante 40 días, te va a otorgar el poder de los místicos. Es un nombre especial”. No sé a qué poderes se refiere. Y en verdad no sé qué significa ser místico. De vuelta en casa repito, no muy convencido, aquel nombre, pero como nada sucede, a la semana abandono.

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Durante diez años, olvido la alquimia, olvido mi casa imaginaria en la playa y la seclusión –pero no a Graciela-. En medio de eso, trabajo como periodista en un reconocido semanario. Un día, una adolescente, en un supuesto rito de purificación en Villa Urquiza, asesina a su padre a puñaladas y por poco a su hermana.  La chica asiste al mismo centro de aquel monje alquimista. Como no se sabe si actúa sola o entre ambas matan al papá, los medios bautizan el caso: “las hermanas satánicas”.

Así que diez años más tarde, vuelvo al centro del monje, un lugar ahora vacío y sin la Alfano. Antes buscaba levitar. Ahora vengo a preguntar por un crimen.

Me siento justiciero de los medios y mi carrera, por entonces, es la contracara del alquimista: si veo oro, lo hago escombro. Si veo alguien levitar, lo bajo. Diez años atrás, el monje me parecía envuelto en magia y misterio. Ahora, me parece farsa y cartón pintado. En la nota, le tiro con gomera y lo bajo de un hondazo. Espero, irónico, que transforme toda esa bosta en un metal que cotice en bolsa.   

Aquí la historia da un nuevo salto. Pasan otros diez años, y mis amigos Juan, Andrés, la Negra, Negra querida, mueren. Mi hermano deja las pesas y echa panza, pero sigue conquistando chicas. El periodismo se enfría y la mística vuelve.

Hago iniciaciones espiritistas. De hongos. De salvia divinorum. De diksha givers. De sun gazers. Sigo a un gurú empapado de India hasta que se va a vivir a España. Me ordeno bodhisatva zen –primer paso antes de monje-, hasta que descubro que el maestro practica la mística como un método para conseguir chicas –otro más-. Duro tres años.

Me retiro a un pueblo de Buenos Aires y tomo baiat –iniciación- como sufí, el ala mística, volada y amorosa del islam. No tengo más granos. Ahora tengo barba. Mi vida familiar es un bolonqui: padre de tres hijos de tres mujeres diferentes. Hasta que un día, en un libro sobre la vida de los maestros, vuelvo a encontrar señales sobre la seclusión. Es un llamado. 

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El imam Qastallani detalla los beneficios del retiro: “Pone el corazón en paz. Desconecta de la vida material y permite así recordar a Dios. Pero en el retiro, para ver a Dios, el discípulo debe aislarse también de sí mismo. Llegado ese momento, recibirá el conocimiento de lo desconocido”. 

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ENTIÉRRATE, ENTIÉRRATE QUE ALGO QUEDARÁ

Antes de convertirse en planta, la semilla, hundida en tierra, practica la seclusión. El huevo, encerrado en cáscara, practica la seclusión debajo de su madre. Y el esperma, antes de convertirse en persona, atraviesa una seclusión semejante dentro del óvulo.

El hombre, también, es semilla. Y para saber de qué está hecho, primero debe enterrarse.

El esquema es siempre el mismo: la luz emerge de la sombra. La realidad, de la soledad. Y, lo más importante, si pudiéramos conocer qué siente la semilla, el huevo o el embrión, descubriríamos una misma cosa: todos tienen un miedo bárbaro de salir.

“Al menos una vez en la vida”, dicen los sabios en el sufismo, “el discípulo debe hacer el retiro de 40 días”. La seclusión de la tumba que nos llegará a todos, advierten, es 70.000 veces más brava. Mejor adelantar materias.

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Durante el retiro, Cicco y su mujer se comunicaban con mensajes escritos en papeles.

 

 

En nuestra tradición, el retiro es base de la meditación, y se lo debemos al Profeta Muhammad, paz y bendiciones, quien en el siglo VII, en las afueras de Meca, se retira a una cueva sobre la montaña desde donde puede ver todo el pueblo y todo el cielo: la cueva de Hira. Primero, tiene sueños lúcidos. Luego, recibe la visita del ángel Gabriel, y durante los siguientes 23 años, le es revelado el Corán, el libro que lo contiene todo: presente, pasado y futuro de la humanidad y de cada uno que lo lee. 600.000 letras divinas. Según los entendidos, cada letra posee 12.000 significados encriptados. Es decir, en sus 114 capítulos, el Corán esconde 72 millones de conocimientos.

Hasta el final de su vida, el Profeta alienta a sus compañeros a que hagan la seclusión y cada año, los últimos diez días del mes bendito de Ramadán, se retira a la mezquita sin hablar con nadie.

Desde entonces, los maestros practican y ordenan el retiro a sus seguidores: ingresan allí como hombres, y salen 40 días más tarde, convertidos en santos. 

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Al sheikh Abu Ahmad Sughuri le gusta tanto la seclusión que pasa la mayor parte de su vida en retiro y cuando el ejército ruso lo lleva a prisión –y esto le sucede varias veces a lo largo de su vida-, no para de sonreír. 

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“Si no experimentas el retiro, si no te olvidas de tu ego y cortas con la vida material, nunca vas a encontrar tu identidad verdadera”, explica el Sheikh Abdullah Faiz Daghestani.

El sheikh Abdullah tiene largo currículum de seclusiones. En su primer retiro permanece cinco años en la cueva de una montaña -40 días es la medida mínima-. Tiene 15 y acaba de casarse. Su madre y su esposa piden al maestro clemencia. Pero el maestro no da el brazo a torcer.

Por orden suya, se baña seis veces al día con agua helada. Su dieta: dos pedazos de pan y siete aceitunas. Abdullah sobrevive a serpientes y tormentas de nieve que, por poco, bloquean la cueva. Cuando entra a la seclusión, le advierte a su ego: “No trates de engañarme. Aún si muero, no voy a dejar esta cueva”.

Dos años atrás, visito esa misma cueva en Gunekoy, Turquía, guiado por un pastor. Si bien es de día, es tan profunda que el sol no llega hasta acá abajo. Alguien puso una extensa escalera para descender. El interior, mete miedo. Hay murciélagos y charcos. Alguna gente arroja monedas de tan bendito el lugar. ¿Cómo puede el sheikh Abdullah sobrevivir tanto tiempo en un lugar tan áspero? Cualquiera, en pocos días, estaría frito. Excepto, claro, con la mano de Dios. “En la seclusión no sólo se escucha, también se siente”, dice Abdullah. “No sólo se siente, hasta se huele”.

En el sufismo, para hacer el retiro se necesita permiso del maestro. El maestro lo abre cuando el discípulo está preparado para soportarlo. En la Argentina, entre los cientos de sufís, sólo tres hicieron el retiro. En un encuentro, interrogo a uno de ellos pero me elude: “Allah sabe lo que hice ahí dentro”. Y sigue camino. A otro, a poco de salir del retiro, le pregunto qué aprendió. “Aprendí”, dice, “a agachar la cabeza”. Y no dice más nada.

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En el 2013, anuncio a mi familia que quiero pedir permiso para la seclusión. Y por poco, me linchan. Espero tres años sin tocar el tema. En ese período, peregrino dos veces a Meca –uno de los cinco pilares del islam-, visito cuatro veces a mi maestro en Estambul. Me divorcio, me caso, y a los dos meses, noticia inesperada: el maestro hará la seclusión y anuncia que, por primera vez, cualquiera puede hacerla. El mundo sufí, revolucionado. Los medios, ni enterados.

Es mi oportunidad. 

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“La seclusión es declarar la guerra contra los cuatro enemigos: el demonio, el ego, los deseos y este mundo. Debes permanecer despierto todo lo que puedas y estar presente con tu Señor, con tu Profeta y con los santos. Mantén los ojos cerrados todo lo que seas capaz. Hablar con alguien está prohibido. Si necesitas algo, puedes escribirlo en un papel y dárselo a una persona. Soporta las adversidades. Cuando empiezas la seclusión, el demonio y su ejército estarán de pie armados contra ti. Eres como una hoja muerta que no se queja ni aunque sea quemada. Eres basura en el mar esperando que Dios te saque de allí”. (Manual de instrucciones para el retiro, Grupo Sufi de Orgiva, España) 

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La seclusión, como es costumbre, se fija en Rajab, uno de los tres meses sagrados del calendario islámico. Las reglas: no hablar. Guardarse en un lugar sin ventanas. Recitar mínimo una 30° ava parte del Corán. Un capítulo de alabanzas. Miles y miles de repeticiones. Como todo musulmán, cinco oraciones diarias completas. Y dormir máximo seis horas y una hora extra de siesta. Dieta: lentejas y dos rodajas de pan. “Las lentejas”, dicen los sabios, “abren el corazón”. Cada diez días, se puede acompañarlas de carne y dulce.

Aviso en mis trabajos que en 40 días no cuenten conmigo. Les digo que me voy de viaje y es bastante cierto. La seclusión es un viaje quieto. Adelanto trabajo. Compro láminas de papel madera para cubrir las ventanas –hay que evitar todo contacto visual- y me aprovisiono en un mayorista con cinco kilos de lentejas –no van a alcanzar-. Mi mujer, una divina, trae cajas y más cajas de sahumerios.

Le cuento a mi hija del retiro y se encierra en la habitación. Le cuento a mi editora del retiro y me dice que me van a canonizar. Le cuento a mamá: “Andá a cagar”, dice mamá. “Andá a cagar y sentate arriba”.

La gente se ofende y es lógico. Uno no se toma 40 días por nada. Ni siquiera por unas vacaciones. Tomarse 40 días para no ver a nadie, es un insulto. Los 40, sin embargo, son número divino. O como dicen los maestros, número perfecto. Cuarenta días estuvo Jesús en el desierto hasta que encontró a Dios. Cuarenta Moisés en la montaña. Toda cosa que uno emprenda por 40 días, advierten los sheikhs, queda para siempre.

Me despido de todos, y me encierro en la mezquita que construimos en el jardín de casa. Es jueves por la noche del 7 de abril del 2016. Tengo colchón, bolsa de dormir y estante con 50 libros. No sé qué busco. No sé qué quiero lograr. Sólo sé que, si no lo hago, me muero. Y si lo hago, lo más probable, es que muera también. 

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En pleno invierno, en Rusia, el sheikh Sharafuddin sale del retiro a diario a tomar un baño en el río helado. Cada vez que se sumerge, se oye un chisporroteo y se elevan nubes de vapor. Los testigos dicen que es como una cacerola hirviendo sobre agua fría. 

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MÍSTICO, SOLITARIO Y FINAL

Los primeros siete días del retiro, pasan sin dificultades. Me propongo alcanzar el décimo día para recibir mi primera ración de carne y alcanzar un número redondo. “Si paso el día 10”, me digo, “es que voy en serio”.

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Cada día busco aumentar las prácticas: el sheikh Abdullah recita a diario medio Corán, 24 mil alabanzas al Profeta y 148 mil veces Allah. En un retiro en Bagdad, Mawlana Sheikh Nazim lee en nueve horas el Corán completo, da 124 mil alabanzas al Profeta, y repite Allah 313 mil veces. Son titanes. Y sus números, inalcanzables. Pero encuentro en un libro las prácticas de un antiguo discípulo de Mawlana –le ordenan 24 mil alabanzas, un tercio del Corán y 48 mil Allah- y decido igualarlo hasta dónde pueda.

Durante 40 días no entra al cuerpo más que agua, mate, té y lentejas, así que estar en seclusión es, para empezar, estar limpio. Tus sentidos se vuelven porosos: podés captar el perfume que se pone la vecina del otro lado de la calle –no es muy rico- y el detergente con el que limpia –no está tan mal-. Sos una esponja: captás la diferencia del toque de sirenas entre un maquinista y otro cuando, antes del amanecer, el tren entra al pueblo, y escuchás el diálogo de los gallos del barrio, unos afinados, otros no tanto.

La seclusión primero limpia y luego, como segundo paso, te hace ver. Esta vida es teatro y todos nosotros permanecemos sentados en butacas preferenciales convencidos de que somos el actor principal. En el retiro, Dios muestra su detrás de escena: el camarín, el vestuario, el guión, el maquillaje, las cuerdas. A lo largo de 40 días, te invita a que observes cómo despliega Su obra y descubras cómo cada cosa lleva impresa Su firma. El protagonista y los espectadores, sin embargo, atribuyen dolores y gracias, a otros personajes que llegan a escena. Nadie advierte que, todo eso, es mérito del libretista.

EL MUERTO QUE HABLA

En un retiro todo es rutina. Hasta las cagadas son rutinarias: regulares, finas, color arena, color lenteja.

Durante una semana, revisito mi vida. No recuerdo, regreso. No es que haga un esfuerzo, cierro los ojos y estoy en el piso sexto de Arzobispo Espinosa en Barracas donde vivo mi infancia.  Vuelvo a la escuela, ese infierno doble turno. Vuelvo a mi trabajo en Revista Noticias y recorro el pasillo de la redacción. Me reencuentro con colegas que escriben en computadoras que no existen más. Vuelvo a mis novias, a mis amigos. Charlo con todos ellos. Y voy contando quién es cada uno a alguien a mi lado, que no sé quién es, pero escucha, se interesa por mí y me sigue mientras narro mi vida de punta a punta.

Tengo tiempo para pasearme por cada lugar. Vuelvo a Punta Mogotes. Vuelvo a la casa de mi abuela. Abro cajones. Y charlo con gente muerta. Veo a un niño solo y triste, jugando con Playmovils en un sexto piso de Arzobispo Espinosa. Lo abrazo y lloro. Él también llora. Soy yo lamentándome en dos extremos de mi vida.

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Llegado el séptimo día, los recuerdos se agotan, y siento que, en verdad, me estoy despidiendo de todos ellos. En el retiro, primero uno se limpia. Luego, ve. Y al final, se desprende.

Las expresiones de los sufís son poco marketineras. En este camino, los maestros alientan a que uno muera antes de su muerte física. En esta tradición, uno de los grandes logros es el faná. Y faná significa extinción.

El retiro es extinción a fuego lento.  

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Durante su seclusión, la esposa de un futuro sheikh de Daghestán cada día le sirve la comida hasta que lo encuentra en el piso inmóvil. Y se mantiene así durante días. La esposa piensa que está muerto. Le cuenta a su maestro y él le dice que el alma del sheikh está viajando por el tiempo y el espacio. “No hay de qué preocuparse”, explica. A los tres días, el sheikh vuelve a moverse. Ha vuelto de viaje. 

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Con mi mujer, intercambiamos mensajes en papelitos. Allí le pido renovar los sahumerios. O ella me dice que deja toallas limpias. A veces, me explayo un poco más y le digo que todo va bien –le miento-.

Cuando no está en casa para mi comida, cruzo desde la mezquita y me caliento las lentejas en el microondas de la cocina. Veo la casa, mi casa, como un fantasma.

Morir no es dejar de existir. Morir es dejar de intervenir.    

Una noche, durante la primera semana, entiendo por qué las lentejas abren el pecho, pues eso es literalmente lo que se siente: como si, recostado, manos invisibles te sometieran a operaciones que uno no comprende. Meten. O sacan. O meten y sacan cosas a la vez. Pero algo pasa.

Celebro el día 10 con lentejas, carne y torta de frutas. Un lujo. Pasa el 11, el 12. Y al llegar al día 13, algo empieza a ir mal. Malísimamente mal. Mientras hago una sesión de estiramiento para no agarrotar los músculos, siento que alguien corta internamente –y no se me ocurre mejor forma de explicarlo- un cordón. “Uy me muero”, me digo. De ahora en más, estoy dividido: una parte mía pequeña y superficial permanece conmigo. La otra, mi corazón, mi alma o como gustes en llamarlo, se la han llevado. Funciona como el vudú: alguien allá, en otra dimensión, atraviesa mi corazón con alfileres. Y mi cuerpo, acá, pega un salto. Una tarde, una sombra viene: este es, sin dudas, el momento más tremendo de mi vida. “Me muero”, pienso. “Me muero y voy al infierno”. La sombra me conoce muy bien. Me conoce mejor que nadie. Me abre y se cuela por dentro como si corriera una frazada. Tengo tanto miedo que ni gritar puedo. Si alguien me apuntara con un arma, me haría un gran favor. El corazón yace en un lugar oscurísimo, oprimido por quién sabe qué. 

Ahora me doy cuenta porqué inventaron términos superadores del miedo. Tu cuerpo sentirá miedo. Pero tu alma lo que siente es pavor.

Estoy preparado para luchar contra el ego, pero no estoy preparado, nadie lo está, para luchar contra el demonio. Es el rey de los miedos. Escucho luego relatos de sufís que, cuando la sombra les llega, se ponen a gritar. Otro cuenta que las paredes temblaron, el ventilador se encendió y escuchó su voz. A Dios gracias, yo no escucho nada. 

Recito el Corán durante dos horas tan fuerte como un pájaro que va a ser comido por un león. Hago las prácticas del día sin salir de mi alfombra y sin quitar la vista de allí. Si miro a los costados, es el fin. Al atardecer, la sombra afloja y se retira. Quedo con tanto miedo que duermo varias noches con el Corán en el pecho.  

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Una vez terminada su seclusión de un año en Medina, Mawlana Sheikh Nazim escucha un lamento en la calle, del otro lado del muro. No sabe de quién se trata. Su maestro lo saca de la duda. “Es el demonio”, le dice. ”Escapaste para siempre a su control. Por eso llora”. 

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Con el tiempo, el miedo llega en oleadas pero la sombra no vuelve. La opresión se reduce siempre desde la oración del mediodía hasta la oración de la tarde. Me parece cómico que los demonios trabajen a horario. Pero qué te puedo decir: así son las cosas.

La seclusión es el equivalente a vivir 40 días en una habitación a oscuras. De tanto palpar las cosas, uno puede describir ciertos rasgos en aquello que uno enfrenta o, como mínimo, convivir con ellas. Yo acepto convivir tres horas diarias con el terror.  

Eso sin contar la tortura diaria del ego, que lleva la cuenta regresiva de los días por salir. Para él, siempre falta muchísimo. Y la verdad, tiene razón. Falta muchísimo.

YO, MI PEOR ENEMIGO

En el retiro, entiendo por qué todo camino espiritual se propone que luches contra el ego, esa cáscara de personalidad que tarde o temprano tendrás que batir a duelo. Tal vez el ego te parezca copado: te hace sentir especial. A la moda. Te dice: No hay nadie como vos. Pero cuando mueras a este mundo y sólo quede tu alma –perdón si me pongo metafísico–, el ego, en lugar de ser copado, se vuelve tu enemigo. Cuanto más lo hayas dejado crecer, más te torturará. Cuanto más lo hayas debilitado, más fácil será dominarlo.  

Para que el ego no me vuelva loco, le tiendo trampas. Lo llamo pensamientos bloqueadores. Lo hago pensar apellidos de ex compañeros de escuela, amigos de la infancia que no recuerdo ni loco. “¿Carolina cuánto se llamaba la morocha esa de segundo grado? ¿No te acordás, eh? Pensá, dale. Tenés toooodo el tiempo del mundo”.

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Y el ego se queda ahí, en el aire, buscando encajar apellidos y por un tiempo no jode. El truco dura poco: al cabo de unos días, el ego recuerda todo, se me acaban los nombres, y vuelve al ataque. Entonces tomo una medida radical: cada vez que el ego toca el tema de los días que me falta en salir –y creeme: es tortura china-, le doy una bofetada. Los primeros días, me doy un promedio de 15 cachetazos diarios. La mejilla se pone rosada. El problema con cachetear al ego es que, también, cobro yo. A veces, estoy en la ducha –el momento que más disfruto del día, a pesar de que el baño no está terminado, y entra viento y lluvia por las paredes bajas-, o estoy a punto de dormirme y el ego viene con su almanaque de días tachados cual preso. Entonces le digo: “¿Justo ahora que estoy por dormirme querés que te pegue?” El método, llegado el día 20, no sirve más. Estoy en las últimas: “¿Ya pasamos 20 días y no vas a reconocer el esfuerzo que hicimos?” Nah. No reconoce nada.

Cada día, el ego cambia. A veces, se siente maestro y da discursos espirituales. A veces, me dice que todo es responsabilidad mía. Lo hice todo mal. Me tortura con imágenes de mis hijos preguntando tristes por mí. A veces, y esta es su cara favorita, me da de probar sus miedos: miedo a morir, miedo a que mueran mis hijos, mi mujer, mis padres, mi familia. Miedo a volverme loco: y ese es un miedo que dura.

La cordura, como todo el mundo cree, no es árbol de raíces profundas. Es más bien papelito al viento. Basta con acercarle un fósforo o unas tijeras, para que todo eso que uno siente como su identidad, todo ese sostén agarrado con alambres que nos hace ciudadanos responsables, padres de familia ejemplares, que respeta los derechos y deberes de la honorable Constitución, se rasgue y te chifles para siempre.

Para no enloquecer, un día me descubro hablándome a mí mismo. Me digo: “Tranquilo. Sólo tenés que quedarte acá dentro unas semanitas más y seguir las prácticas. Tranqui. No es difícil”. Y no me creo nada.

LA NOCHE DEL DESPEGUE

El día 27 es la noche de la ascensión, uno de los momentos más poderosos del año islámico, que recuerda cuando el Profeta Muhammad –paz y bendiciones para él- escala a los cielos y está más cerca que nadie de Dios. Esa noche se recomienda vigilia y al día siguiente se ayuna. El retiro es una larga preparación para esta noche. La tradición indica que todos tenemos la oportunidad de ascender, como él, al cielo.

En lo personal lo último que me queda de estable en este retiro, es mi sueño. Y eso, en esta noche también tengo que entregarlo. Siento como si Dios fuera alguien que te asalta en la calle. Primero dice que va a llevarse el celular. Luego se queda con tu billetera. Te pide los zapatos. La camisa, el pantalón. Y al final, se lleva hasta tu ropa interior. 

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 "Ascendí en muchas ocasiones. Alcancé todas las estaciones del buscador y alcancé el final de ellas. Una vez me elevé más allá del Trono de Dios. Y ví desde allá, las estaciones de los profetas. Y ví, rodeándolos a todos ellos, a los ángeles”. (Sheikh Ahmad Al Farui Sirhindi) 

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Ceno temprano y me convenzo: “Voy a hacer lo que pueda”. Es decir, si me duermo, me duermo. Por las dudas, me permito ducharme las veces que sean necesarias. Después, me siento frente a la quibla –la dirección a Meca en la cual rezamos-, y sucede el misterio: me quedo cinco horas repitiendo el nombre de Allah magnetizado. Siento –si querés, no me creas- miles de personas en todo el mundo sentadas esperando su turno para ascender. En la noche de la ascensión se respira, por así decirlo, otra cercanía con Dios. Una conexión inesperada, íntima. Pasa la medianoche y por primera vez en mi vida, digo Allah y del otro lado de la puerta, el Dueño se acerca. El lugar se llena de energía como si alguien hubiera subido el volumen. Está sucediendo. Todo el mundo está preparado para pedirle a Dios lo que sea. Pero ninguno está preparado para que Dios venga a abrirnos. Lo sabemos bien: si Dios abre esa puerta, nuestro mundo colapsa. Una vez que conocemos al autor, no podremos volver a la butaca y seguir como espectadores. La obra, con el creador en escena, vuela por el aire. Los actores huyen. El telón, la escenografía, los camarines todo arde. Lo único que queda por hacer, es abandonar la sala y salir allá afuera a vivir la vida. La verdadera. Sea lo que sea.

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Lo que sucede esa noche, excepto que pertenezcas al círculo de sufís, no puedo contártelo. Sólo te digo que, al amanecer, saco literalmente chispas. Pienso: “Podría ir a correr tres vueltas al parque como si nada”.

Todo el retiro vale por esa sola noche. Paso los siguientes días, tomando apuntes y saboreando esa subida, aunque el ego me tortura hasta el final. Aún falta una sorpresa. El 34, mientras repito el nombre de Allah con los ojos cerrados, alguien pone la mano en mi hombro y me hace una entrega. “La seclusión”, me dice, “se terminó”. No hay emoción. Ni abrazo. Ni qué bien. Nada. Así como llega, se va.

Dentro de la entrega, palpitante y pequeño, brilla un corazón de niño. Al momento siguiente, ese corazón puro, inocente, está conmigo. Después de todo este tiempo, vuelvo a sentirme completo. Le digo a mi nuevo corazón: “No tengas miedo. Yo te voy a cuidar”.

Al atardecer del día 40, salgo. Imaginé días y días cómo sería salir. A veces, en la escena, mis padres y mis hermanos vienen de Buenos Aires a recibirme. A veces, imagino que toda la gente que conocí en esta vida –los pibes del Cisneros, mis amigos de la playa, primos que nunca veo, los fantasmas-, vienen a saludarme. Pero nadie viene. Pongo un pie en casa y pienso que sigo en el retiro, soñando que estoy fuera. O que la sombra va a volver por mí.

Abrazo a mi mujer, que cada día se ocupó de llevarme un plato de lentejas, como a un muerto que le llevan flores. Abrazo a mi hija. Lloro mucho. La experiencia más intensa de mi vida acaba de terminar. “¿Qué es lo que más quisieras hacer ahora?”, me pregunta mi señora. Todos lloramos. “Después de tanto tiempo de estar encerrado y sin hablar, ¿qué es lo que más te gustaría hacer?” “Sí, papá”, dice mi hija. “Lo que quieras, ¿qué sería?” En 40 días, me sepultaron. Atravesé el fuego. Luché contra demonios. Y me quitaron, limpiaron y devolvieron el corazón. En 40 días, repasé y me despedí de mi vida. Tuve un encuentro con Dios. Y otro con el diablo. Subí, bajé. Y, lo principal, sobreviví. “Hay algo que quiero hacer”, digo, convencido. Es la primera conversación que tengo en 40 días. “Quiero ver Tinelli”.