Crónica


TRIBILÍN: MI MAMÁ ME MIMA

Los padres del jardín de San Isidro creían que sus hijos estaban bien. No sabían lo que las maestras hacían con ellos. Hasta que un matrimonio puso un Ipod en una mochila. “Enfermo mental, los voy a terminar cagando a palos”, escucharon, además de golpes, insultos y los gritos de nenes y nenas de menos de tres años. Las docentes y las dueñas de la institución fueron denunciadas por delitos de lesiones y amenazas. Una cronista y una especialista en políticas sociales investigaron y discutieron el caso para Anfibia. ¿Cuántos mandatos se juegan cuando el chico suelta la mano de la mamá y se entrega a la señorita? ¿Cuál es el costo de denunciar las violencias en la clase media? El Estado, la sociedad y las familias están igualmente involucrados en la protección de los nenes aunque fueran estas dos mujeres las que se encargaran de cuidarlos.

La cocinera de Tribilín Graciela Di Pascuale jamás había salido tantas veces a sacar la basura y a barrer la vereda como ese día. El 29 de enero fue el día en que los padres del jardín se juntaron en la esquina a comentar la novedad. El día en que se descubrió que al menos 20 chicos tenían fobia al agua, vomitaban antes y después de las comidas, se iban al rincón, o se pegaban, o temblaban, cuando alguien los retaba.

 

Pasaron 4 meses. Y sin embargo, Cecilia Inzúa sigue soñando con las maestras. Con esas dos mujeres.

 

— Casi siempre trato de defenderlas. No las enfrento. Como que las justifico. Digo bueno, estaban cansadas... En ningún sueño las mato ni les pego ni nada, no sé por qué. Sí me encantaría sentarme con ellas, eh, y preguntarles por qué lo hicieron.

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En uno de los portales para puérperas todavía figura “El Jardín del Horror”, como lo bautizaron algunos medios. También está el teléfono: 4743 6549. Después de 5 rings atiende un contestador. “Te comunicaste con el jardín maternal Tribilín. Nuestros horarios de atención telefónica son de lunes a viernes de 8 a 11 y de 13 a 17.30. Fuera de ese horario por favor dejá tu mensaje. Cuando finalice de grabar puede colgar o marcar la tecla numeral para más opciones”.

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—De la puerta para afuera las pibas eran un sol —dice Valeria García sentada en un bar al lado de su trabajo, el pelo recogido y unos mechones sueltos al lado de su flequillo castaño, anteojos con vidrios de forma rectangular.

 

Ella anotó en Tribilín a Facundo, que hoy tiene dos años, estando embarazada; ahí había mandado a su otra hija, Nadina que tiene siete. Le encantaban las libélulas pintadas en el frente del edificio y las maestras. Para el día del maestro, por ejemplo, les había regalado una pulsera de acero quirúrgico. Para fin de año, un bolso y un pañuelo. Ellas, incluso, habían ido a acompañarla a la fiesta de bautismo de Facu. Siempre chateaban por Blackberry. Dos días antes del radioteatro en el Ipad, Yanina Gogonza, una de las acusadas, le escribió: “Te quiero, besos a los 4”.

 

—Podés engañar a una madre o a un padre que viven a las corridas. Pero cómo pudieron haber engañado a tanta gente, durante añares.

 

Parte de la eficacia de la violencia es el silencio. Para Valeria, eso se llama engaño.

 

¿Era Tribilín un jardín maternal que inspiraba tranquilidad? ¿Por qué las sospechas no llegaron “a tiempo” y consolidaron una acción colectiva temprana? ¿Por qué aquellas sospechas fundadas en una sensibilidad particular de abuelos y abuelas eran desestimadas por los jóvenes padres? ¿Por qué las dudas eran vencidas por las certezas? ¿Qué mecanismos operaban en cada una de estas familias como para que un conjunto de prácticas se asumieran como normales, fuesen naturalizadas?

 

En su casa, en un barrio cerrado de Don Torcuato, el despertador suena a las 5:30 am, siempre. Ella y su marido se levantan, se visten, despiertan a sus hijos. Una hora después, parten. Primera escala: San Isidro. En lo de los abuelos baja Nadina; ellos la llevan al colegio. A las 7:45 Facundo entra al jardín. Su marido maneja rumbo a la importadora oficial de productos alimenticios donde trabaja. Ella trepa al tren y viaja hasta la oficina, a 10 cuadras de la Casa Rosada, donde es jefa del área de call center. Valeria marca tarjeta a las 17: combina colectivo, tren, colectivo, y de postre rally familiar. Su jornada es circular. Trabaja a la par de su marido. Delega el cuidado donde puede, como tantas mujeres a las que no les queda otra opción. No cuenta con un jardín maternal en la empresa en la que trabaja, ni en el barrio en el que vive, donde dejar a sus chicos. Eligió Tribilín… y lo paga. Llegan a casa tipo 8 pm: cena, tareas, baño, orden. Nunca se acuesta antes de la medianoche. El despertador suena a las 5:30 am, siempre.

La tarde en la que supo lo que supo, estaba en viaje. Sentía que el tren iba para atrás, que no llegaba nunca. La primera reacción de su marido fue correr con el chico al pediatra. Ella llegó a casa, terminó el día y estaba tan envenenada que agarró el teléfono, lo dejó, lo volvió a agarrar.

Hoy, Valeria dice que su hijo Facundo está bien, que sigue yendo a la psicóloga pero ya ven el cambio. La terapeuta les explicó algo que no sabe si es genial o todo lo contrario: el chico entiende todo. ¿Podrá entender la desesperación de sus padres? ¿El desborde de las maestras? ¿O será todo ésto parte de la larga lista de reclamos que reaparecerá, más adelante, cuando asome la adolescencia?

—No me entra en la cabeza, ¡te confié a mi hijo! No me hacían un favor, ¡era su negocio! El otro día, con una mamá decíamos que estamos tan acostumbradas a comprar lo que vemos. Porque la fachada del jardín es perfecta.

Valeria tiene claro que los jardines privados son un negocio al cual recurren las familias para “garantizar” el cuidado de sus hijos mientras las madres trabajan. Una alternativa que supone para muchas familias un trade-off en la economía familiar. Como mostró la socióloga Eleonor Faur en una investigación reciente, es frecuente que se posterguen otros consumos o servicios para garantizar la cuota del jardín. Pero esta opción  constituye una condición indispensable para el trabajo de las mujeres, y para que se amplíen los márgenes de su autonomía. Para que, en definitiva, las madres (más que los padres) ingresen en la dinámica del imposible equilibrio entre los tiempos dedicados al cuidado y al trabajo remunerado.

En materia de cuidados a los más pequeños, se entiende como desfamiliarización  al corrimiento de las familias en la responsabilidad absoluta de atención ante la posibilidad de encontrar auxilio en el mercado, el Estado, la comunidad. Así, si la opción es el mercado, el cuidado se mercantiliza. Si la vía es el Estado, la sociedad se enfrenta a la escasez de recursos. En este espectro, en el medio de estas dos elecciones de los padres, están los chicos.

Cecilia Insúa había llegado hasta ahí por un dato encontrado en Internet. Fue una de las pocas que pudo tomarse licencia para digerir la noticia y rearmarse, ya que trabaja en una empresa familiar, con su papá; se encarga de la organización de eventos. Su departamento está en un complejo habitacional con mucho verde que ocupa toda una manzana, y para llegar hasta su puerta, donde cuelga un dibujo de Minnie que dice “Maite”, hay que presentarse ante un agente de seguridad. Una vez charló por charlar con la hermana de su vecina, y cuando la conversación llegó al “tema hijos”, la mujer le explicó que era maestra jardinera y que tenía las peores referencias de Tribilín porque había trabajado ahí.

Lo primero que Cecilia Insúa pensó cuando le dijeron que el maternal al que mandaba a su bebé era un desastre era qué decirles a las maestras si lo cambiaba de jardín. Pensó en varias excusas: que se había separado, que no tenía plata, que la habían echado del trabajo. Después se dio cuenta de que si la cambiaba, no tenía con quién dejarlo.

—La mandamos igual. Total, un día más… –le dijo Diego Hernayes, su pareja-. Pero le ponemos el iPod en la mochila.

Casi como un juego, Diego y Cecilia probaron en el comedor de su casa a ver si grababa, si no grababa y hasta le pusieron una clave para que si las maestras lo encontraban no pudieran escucharlo.

Así, el iPod se coló en el Jardín Tribilín de San Isidro y grabó lo que sucedió el 29 de enero pasado, un día cualquiera durante un rato cualquiera. Se convirtió en buchón de escenas de violencia impensadas: gritos, insultos y golpes cada 4 minutos. Eran las voces de las maestras versus el pedido de socorro de nenes y nenas de entre 45 días y 3 años; la franja más vulnerable al abuso infantil, según la OMS. La franja en la cual, como se dijo, la ausencia de instituciones que reciban a los chicos es más crítica en todo el país.

Apenas durmieron a su hija Maitena, Cecilia y Diego sintieron retumbar esas 52 frases que escrachan el delito de abandono y el maltrato. Estaban sentados en la mesa marrón del comedor, encorvados cada uno frente a su iMac; escuchaban, tipeaban, se abrazaban, tipeaban, lloraban, se desmoronaban.

Unos días después, ella escribiría un mail:

“Hola primas, recién hoy me puedo sentar a escribirles, algunas ya saben, estoy viviendo una pesadilla. La grabación dura 4 horas y media, la escuchamos de punta a punta, anotando cada minuto y segundo cuando aparecen frases violentas y hasta se escuchan golpes. Esto lo tenemos que hacer público, y desde ya voy a necesitar la ayuda de todas ¡!”.

Cada vez que viene con el padre viene hecha una locaaaaa ¡!

Podés sacar el cuaderno en vez de ponerte a boludear ¡!

Su Su Susu, a la otra se le ve todo el ojete, chicas se le ve la bombacha…

(Alguien llora…) Queres ir a la pileta ¿? ¡! Callate, callate ¡! Callate ¡! Basta ¡!

Por qué te los desatas ¿? ¡! (bebé llora), bueno cerrá la boca ¡!

Ponete a guardar ENFERMO MENTAL ¡!

Decime porque vomitaste, porqué vomitaste ¿? ¡! Pendeja de mierda.

Pipi, ponete a comer la concha de tu hermana que no tenés, acá y en España significan lo mismo la puteada te aviso.

Morena, porque te tengo que terminar cagando a palos ¿?

Dejá de hacer, dejá de hacer fuerza, ahora resulta que se te da vuelta el orto y te pones a hacer arcadas boluda es una enferma esta pendeja, está loca esta pendeja (se escucha golpe).

Callate no te quiero escuchar más, te vas a callar como que me llamo Yanina.

Tribilín hoy es el símbolo de un abuso de poder que se comenta en una clase de Pilates, en la cola del Banco, en la conversación de maestras en un recreo de escuela y hasta en titulares periodísticos que hablan de torturas en las cárceles. Sucedió justo antes de que empezaran las clases, en la zona norte del Gran Buenos Aires, en el Partido de San Isidro, en un barrio de clase media donde se estima que el 60% de los lactantes pasa el día en instituciones privadas.

La grabación es una de las pruebas que está teniendo en cuenta la Justicia. Por ahora la causa se caratuló como “Delitos de lesiones y amenazas”. Ya se completó la ronda de pericias de los alumnos que pueden hablar. Para incluir a los testigos en peligro que todavía no se expresan con palabras, algunos padres consultaron a psicólogos particulares que luego contribuyeron con su informe. Las acusadas son Noemí Nuñez y Mariana Buchniv, las dueñas de la institución; Yanina Gogonza y Noelia Gallardo, las “maestras”; Graciela Di Pascuale, madre de Gogonza y cocinera. Esperan la sentencia en libertad, y ya fueron citadas a declarar. Por otra parte, las víctimas esperan que se responsabilice también a la Municipalidad de San Isidro por incumplimiento de control y verificación.

 

—Es exagerado pensar que los dueños son delincuentes. Lo único que hay es una grabación— dijo Hernando Sirera, abogado de Tribilín, cuando se hizo público el caso.

 

 

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El día en que el canal Todo Noticias dio la primicia, toda la familia estaba reunida en la casa de Don Torcuato. Al escuchar lo que decía el locutor, Nicolás, de 4 años, largó su juguete y se sentó frente al televisor. Cuando vio la foto de la que había sido su maestra dos años antes, la señaló y dijo “Yani”.

 

—Nico, ¿cómo eran las seños?- preguntó el abuelo Ricardo.

 

—¡Eran buenas! Cuando nos encerraban en el baño no le ponían llave a la puerta.

 

Esa noche, Nicolás volvió a hacerse pis en la cama.

 

Unos años antes, Andrea Ondebil, mamá de Nicolás visitaba el jardín de O Higgins 591. Pidió ver la habilitación. Le dieron una respuesta retórica, le hicieron un embrollo sobre los subsidios y el permiso municipal y el asunto pedagógico, pero la tranquilizaron. Y ella decidió que lo mejor era que su hijo fuera a Tribilín y no a Mundo Maravilloso: Tribilín tenía habilitación, quedaba cerca de su trabajo, siempre había donde estacionar, en la sala había aire acondicionado, los juguetes eran de primeras marcas.

Por lo que contaban en el Cuaderno de Comunicaciones, el día a día era una fiesta y Andrea les creyó. No le parecía raro tener que quedarse siempre del lado de afuera de la puerta, que su hijo no hubiera tenido período de adaptación ni que saliera tiritando o con demasiada sed.

Hoy, participa en la causa judicial como testigo; organizó una de las marchas, creó y actualiza la información sobre el caso en una página de Facebook (Real Repudio contra el Jardín Tribilín), que ya recibió 20 mil visitas. Responde inquietudes de otras familias con dudas parecidas; hasta le escribieron desde Estados Unidos y Noruega. También fue a la Dirección Provincial de Educación de Gestión Privada (Dipregep).

— Quería denunciar los jardines que me parecía que funcionaban sin permiso. Y me dijeron que tenían una lista de los no habilitados. ¡Reconocieron que saben de su existencia y no hacen nada! El Ministerio de Educación es tan culpable como la Municipalidad. Como no tienen dónde meter a tantos chicos en el sistema público, hacen la vista gorda y esas casitas ilegales siguen funcionando —dice, en la puerta, en una ronda con otra madre que se volvió una amiga inseparable, y dos abuelas jóvenes.

El Jardín Tribilín es uno entre cientos de lugares destinados al cuidado infantil sin autorización ni controles administrativos ni pedagógicos de parte del Estado. Es uno de los cientos de jardines que siendo emprendimientos económicos privados, se sostienen económicamente con el aporte mensual de cada familia.

El cuidado a los niños entre 45 días y 2 años no es obligatorio y esto permite que nadie, ningún gobierno, se haga cargo de ampliar la oferta estatal.

* * *

Para Sandra Rodríguez, de treinta y cinco años, “luchar” es el gran verbo del castellano que describe sus mañanas. Esa cordillera invisible, nevada y ventosa que trepa de lunes a viernes está plagada de postas: levantar a su hijo, sacarle el pijama, evitar que ande descalzo, atarle los cordones, escuchar que no hierva la leche, hacer la chocolatada, desenredarse el pelo largo, acomodarse el cuello del saquito, juntar los cereales que cayeron al suelo, guardar la sábana en la mochila, ¡acordarse de la almohada!, sacarle los bigotes que dejó la chocolatada que sólo se borran con agua o con una toalla con la puntita mojada. Ahora Sandra corre al otro lado de la montaña, a su trabajo como asistente dental. Del uniforme para afuera tiene que ser otra. Allí, en la ciudad vieja, la ciudad es más elegante. Se puede ver, por ejemplo, a una mujer sentada en un barcito, tomando café y leyendo un artículo sobre Cubismo en Nueva York, y sobre su mesa una alcancía a beneficio de las Hermanitas de los Pobres, Hogar de Ancianos Marín.

 Hace 20 años se ganó ese puesto con la ayuda de una amiga que hoy es la madrina de Alejandro y quien ahora lo retira cada tarde de su nueva escuela y lo cuida hasta que su mamá vuelva y se quite el uniforme. Su marido tiene un negocio de venta de repuestos de autos. Hasta enero, pagaban $1200 por la cuota de Tribilín. No tienen margen para planteos filosóficos como pensar quién cuidaría mejor a su hijo. Pensando en mujeres como ella las ciencias sociales subrayan que la “organización del cuidado” dentro de las políticas públicas está hecha escombros; y proponen pensar el acceso a la educación inicial como un derecho de los niños, pero también de las mujeres. ¿Acaso estos obstáculos no terminan siendo el último techo de cristal para su autonomía? ¿Hasta qué punto el Estado está a la altura del nuevo rol femenino y de las transformaciones sociales, familiares, económicas, laborales y culturales de este tiempo?


Sandra le dice a su hijo que el jardín está cerrado, de vacaciones; que él ahora cambió porque ya va a un “colegio”. Su primera reacción cuando escuchó el audio fue correr a la puerta y golpear hasta el cansancio. No se animó a ir al programa de televisión de Mauro Viale, para sensacionalismo ya tenía bastante. Creía que ese jardín era un lugar seguro.


Alejandro ya cumplió 3 años, y va superando la fobia al agua. Por lo que se escucha en la grabación, se supone que como castigo las maestras le metían la cabeza de forma compulsiva en una pileta “Pelopincho”.


Viven a una cuadra del jardín. Cada vez que pasan, Alejandro mira la fachada.