Ser veggie

Por Dolores Caviglia

 

La suela del borcego se me partió al medio. Estaba en una reunión que se había extendido más de lo necesario y me miré los pies para corroborar lo divinos que me quedaban mis zapatos nuevos con el jean clarito que me había puesto ese día cuando me di cuenta que algo raro pasaba: una línea que más que línea era grieta había convertido lo que era un todo en un dos.

 

Entonces recordé lo poco que hacía que me los había comprado, lo barato que los había pagado, el local en donde los había visto y llegué a la conclusión de que ser vegetariano no es nada fácil.

 

Porque cuidar de los animales y del medio ambiente no significa sólo no almorzar los domingos pedazos de vaca sino que es toda una forma de vida, porque los animales no se deben comer pero tampoco se pueden llevar puestos; entonces, nada de carteras o zapatos o cinturones o camperas de cuero, o shampúes o maquillajes que se testean en animales, o jabones que no sean de glicerina porque los demás nunca se sabe bien qué tienen; o galletitas que contengan grasa bovina; o gelatina porque está hecha con cartílagos, o papas fritas de paquete sabor a bife de chorizo; o cervezas fabricadas con proteínas de las aletas de los peces. Nada.

 

Encima, todo esto se complica el doble si me dejo de medias tintas y me vuelvo vegana. Ahí sí no más pizzas los jueves con amigas porque la muzzarella es un queso, el queso se hace con leche, la leche sale de la vaca, la vaca es encerrada para ser ordeñada, y ni mencionar que si soy un ser humano resulta extraño que elija tomar la leche de un animal que pesa al menos doce veces más que yo. Y como chau leche chau también chocolates, capuchinos, picadas con roquefort, helados de todos los gustos, tortas con dulce de leche, fideos con crema, y budines de limón esponjosos y glaseados.

 

Mejor ni me dejen contarles que por minuto son asesinados al menos dos mil chanchos y cuarenta mil pollos en el mundo, que si lo hago debería agregarle una potencia más a la ecuación y darme cuenta que mientras me compre ropa en locales acusados de tener talleres clandestinos en los que los empleados deben trabajar más horas de las que pueden dormir por un salario ínfimo, la conciencia muy tranquila no me va a quedar. En realidad debería usar sólo la ropa que yo misma confeccione por lo que me vendría bien estudiar diseño de indumentaria. Pero como tampoco puedo confiar en las fábricas textiles, tendría además que producir las telas y las lanas: esquilar las ovejas, darles de comer a las ovejas, comprar las ovejas. El tema es que en mi departamento de 50 metros cuadrados no entran entonces necesitaría alquilar otro espacio; y así puedo seguir hasta siempre, por eso para acá, porque todavía a tanto no me atrevo.

 

Y como ya bastante me enoja nunca poder comprarme las cosas más lindas de todas porque aunque no entienda bien cómo siempre están hechas con algo animal, prefiero no renunciar a mi barrita de chocolate con maní de todas las noches que antecede al último cigarrillo pero sí seguir comprándome borcegos ecológicos, con suelas de plástico y bien baratos que aunque se rompan a los tres meses me alivianan un poco la culpa.