Por Virginia Cosin
Los pasillos de un canal son como la panza de una ballena. Desde el lado de afuera se ve sólido y brillante, y de este lado parece un conjunto de tripas y deshechos. En un cuartucho hay tapones de escenografías, utilería, gelatinas para iluminación, lámparas, cables. Todo junto y amontonado. Una fila de cámaras, contra una pared, parece un ejército de robots. “Esperá acá”, me dice la asistente de producción que me recibió en la puerta, cuando por fin después de subir y bajar escaleras y doblar por no sé cuántas curvas llegamos a donde sea que me estaba llevando. “Ahora te maquillan”. Dos días antes recibí un llamado de un número desconocido a mi celular. Era un hombre que se presentaba como productor del programa que conduce María Laura Santillán en el canal de cable Todo Noticias. Estoy nerviosa.
-Argentina para armar. ¿Lo viste alguna vez?
Jamás. Quiero decir: había pasado haciendo zapping, pero nunca me había detenido más de un minuto a mirarlo. Me explicó que era un programa donde los invitados dan sus diferentes puntos de vista sobre un tema en particular. Precisamente para eso me llamaba, para invitarme a participar. La grabación sería en un par de días. El tema a tratar era El insomnio, vivir sin dormir. Me pareció raro: es cierto que soy una insomne empedernida, pero no sabía cómo un productor de televisión podía estar enterado de mis más íntimos desórdenes. Rápidamente aclaró mis dudas: haciendo un research en internet había llegado a una notita que publiqué en el Blog de la librería y editorial Eterna Cadencia sobre los escritores y la noche. De ahí pasó a buscar más datos sobre mí en google, así llegó a las reseñas sobre mi novela y de esa forma se enteró de que la protagonista padece por las noches la imposibilidad de conciliar el sueño.
De alguna manera, ese llamado venía a legitimar la cantidad de horas que había dedicado a escribir un libro. O esa era la trampa narcisista en la que acababa de caer. La trampa de la TV. Sin pensarlo mucho dije que sí.
Me sientan en uno de esos sillones como de peluquería, frente a un espejo provisto de tantas lamparitas que hasta el poro más milimétrico de mi cara queda iluminado. A medida que la maquilladora empieza a trabajar, asisto a mi propia metamorfosis.
Yo, que nunca me maquillo, o me maquillo poco, ahora soy la cruza perfecta entre Joan Collins y Joan Crawford (viejas). Me pusieron abundante sombra de ojos, delineador en los párpados, me pintaron los labios y me hicieron un brushing fundamentalista.
¿Qué estoy haciendo acá? Me digo: trabajando de escritora, que no es, precisamente, escribir, sino mostrar, mostrarme, sacar a pasear mi retoño, ese ejemplar de novela breve de tapa rosa. A veces pienso que me encantaría ser como esos escritores hoscos que dicen siempre que no a festivales, entrevistas, invitaciones a programas de radio y televisión. Pero, también pienso, a la novelita no le vendría mal un poco de promoción aún cuando en este caso la convocatoria tenga que ver de un modo tangencial con ella.
En el estudio ya se encuentra el resto de los invitados. Esta gente de la televisión sí que sabe hacer su trabajo. La fauna no podría ser más diversa. Hay un hombre de traje y anteojos que enseguida se presenta muy amablemente como el Doctor Pérez Chada, especialista en apneas de sueño. Hay un pibe de unos dieciséis años, vestido con jeans, remera, zapatillas y un corte de pelo flogger. Hay un muchacho un poco excedido de peso que, precisamente y según nos cuenta a todos, fue uno de los finalistas en el reallity show “Cuestión de peso”. Hay otra mujer, socióloga, a la que también sometieron a la máquina infame del maquillaje y parece estar tanto o más perdida que yo. Enseguida la identifico como mi aliada secreta. Hay otro muchacho, de edad imposible de definir (entre 30 y 50) que habla sin parar porque, según dice en un adelanto privado de lo que sería luego el programa, viajó toda la noche y no durmió en dos días. Se dedica al márketing de algo que nunca termina de explicar pero tiene que ver con internet y da conferencias. Nos invitan a la mesa, nos indican qué lugar nos corresponde a cada uno, nos “microfonean”. Falta un invitado que llega unos minutos antes que la conductora. Es el archimediático Doctor Facundo Manes, neurobiólogo que saltó a la fama por integrar el equipo de médicos que operó a la presidenta Cristina Kirchner. El Doctor Facundo Manes lo tiene todo para ser un éxito televisivo. Facha, parla, carisma. Y será el invitado estrella de nuestra anfitriona de lujo, María Laura Santillán, que ahora hace su aparición: lleva un pantalón recto de color negro y una camisa blanca con vivos negros en puños y cuello. Me da la sensación de que su maquillaje es más flue, más sutil que el de la socióloga y el mío.
Yo tengo algunos fragmentos de mi libro de edición independiente, subrayados. Fragmentos en que la narradora enumera todo lo que se le pasa por la cabeza cuando no puede dormir. Pero además elaboré una lista de famosos literatos insomnes que describieron tan bien esa relación de amor-odio con la noche: Borges, por supuesto. Y Kafka, Dostoyevski, Pizarnik, Unamuno, Handke, Auster, además de otros etcéteras. Sabía que no iba a dar una conferencia sobre el tema, pero estaba preparada para moverme dentro de un arco amplio de lecturas e interpretaciones cuando se me consultara.
Un productor grita: vamos a empezar. Algo en la postura y el rictus de la conductora cambia, se endereza en su asiento, mira fijo a cámara. Se escucha la música del programa y en el monitor que tengo enfrente se ve el loguito animado de “Argentina para armar”: un cubo mágico celeste y blanco que da vueltas sobre su eje. Abre el plano, la conductora habla a cámara, le cuenta a su audiencia de qué se trata el programa de hoy.
Los encargados de abrir la charla son los tres especialistas, a los que María Laura cede la palabra por turnos. Antes los presenta con nombre y apellido y recita la lista de títulos universitarios y libros publicados que tiene cada uno; ahora me tocaría a mí. Pero cuando llega mi momento, directamente me tira la pregunta:
-Virginia ¿vos por qué no dormís?
En la milésima de segundo que demoro hasta empezar a hablar pienso que la eximia periodista, estrella del multimedios, se le está olvidando algo importante: presentarme, decir quién soy, de qué trabajo, por qué estoy ahí, cuál es el título de mi novela. A partir de ese momento las fichas empiezan a caerme como en una llamada de larga distancia a la China: La mesa está dividida en dos clases. Por un lado están los profesionales. A estos se los presenta con nombre y apellido y se les habla con reverencia, son los depositarios del saber y la verdad. Por otro lado están los freaks, los “casos”. Y sí: María Laura acaba de convertirme en un Caso. Solo tengo nombre de pila, no “hago” algo sino que “soy” algo. Estoy conminada a hablar en primera persona, a dar mi “testimonio”. Nuestra función, la de los “casos”, es representar al sector de “la sociedad” que sufre un desorden similar al nuestro para que luego los “profesionales” tengan la posibilidad de establecer un diagnóstico y encontrar una solución.
De modo que para cumplir ese papel estamos: el gordo que no duerme por un impedimento físico, el adolescente adicto a los videojuegos y yo, a quien María Laura intenta definir como la neurótica angustiada.
María Laura es la esfinge. El monstruo que lo sabe todo. Su rostro es de mujer, pero debajo de ese trajecito elegante esconde un torso de león. Su boca está llena de veneno y sus alas, de sangre. Ella pregunta y le salva la vida sólo a quien sabe resolver el enigma. Parte de certezas que luego pide a los especialistas que confirmen con un muy eficaz “¿No es cierto, doctor?”, al que le imprime un tono levemente ingenuo, de bebota.
En vano intento meter algún que otro bocadillo sobre lo que yo creía interesante hablar en esa mesa. Primero aclaro aquello que la conductora consideró superfluo: que soy escritora, que escribo. Después intento hacerme un poco la loca, creyendo todavía que tengo alguna forma de desestabilizar su sonrisa perfecta, mientras reparte algunos comentarios irónicos y veladamente peyorativos para referirse al floguer (“Tahiel es un cetáceo, no está ni dormido ni despierto”) y a mí (“Virginia es artisssta, por eso no duerme, porque es bohemia”).
“¿Dormís sola?” me pregunta la conductora al mejor estilo “si querésshorar, shorá”. Falta de reflejos, y aunque mi cabeza está gritando: “¿Y a vos que te importa?”, le digo que sí. Ahí el doctor Facha Manes con sonrisa pícara dice: “Convivir es muy importante. Mejor es vivir con alguien y pelearse todo el día que vivir solo”. Ahora parece que soy insomne y neurótica porque cargo con una culpa imperdonable: soy mujer y duermo sola.
Ahí es cuando quiero ser irónica, dejarlos en evidencia, y digo “le dejo mi teléfono a la producción, así me consiguen novio”. Pero el tiro me sale por la culata.
Al día siguiente de la emisión del programa recibo decenas de mails y mensajes por Facebook de hombres que me hablan de la identificación que sintieron con mi “problema” y me hacen una variada cantidad de propuestas para que nos conozcamos.
Pero antes, cuando terminamos de grabar y las luces del estudio se apagan, agarro mi libro, que tuve todo el tiempo sobre la mesa, saludo a mis compañeros y a la conductora, le extiendo el ejemplar y le digo que se lo dejo como regalo. María Laura lo agarra sin mirarlo, lo vuelve a apoyar sobre la mesa como si le estuviera devolviendo algo que ya le pertenecía y me pregunta si me sentí cómoda. La respuesta por supuesto es no, pero asiento con la cabeza y me largo de ahí lo más rápido que puedo.