Anfibia en papel


"Los escritores de ficción preferimos no chequear"

Para Félix Bruzzone, escribir crónica es en gran parte contención. Con el antropólogo Máximo Badaró hizo una de las crónicas más polémicas de Anfibia: conversaron mucho, se conocieron: esperaron que los hijos de represores, que no suelen tener ganas de hablar con periodistas, dijeran algo. Siguieron esperando. Pensaron que fracasarían en la tarea, pero al final hicieron un muy buen dúo. Sobre esto y otras cosas, habló en la presentación del libro con textos de los dos primeros años de la revista.

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Escribí dos crónicas para Anfibia. Una solo, otra acompañado. En la que hice solo me ocupé de los entrenamientos militares que hacen algunos equipos de rugby argentinos en la guarnición militar de Campo de Mayo. Como no suelo escribir crónica, sino ficción, pura y dura, y como el tema y el lugar de los hechos, que es muy demencial, se prestaba a delirar un poco, los editores de Anfibia tuvieron que contenerme bastante. Hasta último momento me decían: ¿estás seguro de que esa historia del gordo que contás ahí pasó de verdad? Ya jugado, no podía hacer otra cosa que decir que sí, ¿cómo no va a ser verdad? Pero lo cierto es que no conozco al gordo ese, la historia me la habían contado, y yo, siempre crédulo, nunca dudé del informante. Por otro lado, ¿cómo chequearlo? Los escritores de ficción muchas veces preferimos no chequear nada. Y en mi caso, ni siquiera sabría muy bien cómo hacerlo. Fue así que descubrí que, de alguna forma, si uno todavía tiene esa aspiración tan antigua de la literatura que es esa de usarla para hacer pasar gato por liebre, la crónica, que todavía tiene su estatus de verdadera, para eso, es un lugar mucho más propicio que la ficción.

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Leía, ya publicada, mi propia crónica de los rugbiers desparramados por el cansancio, el hambre y la desesperación, y de golpe me daban ganas de que junto a aquel dudoso gordo hubiera habido un flaco que le hacía piquetes de ojo y chistes groseros, y entonces los vi a los dos perdiéndose en el monte,y todos tenían que salir a buscarlos, hasta que ellos volvíandespués de horas con un jabalí al hombro y los militares los castigaban haciéndolos comerse el jabalí crudo a ellos dos solos (los entrenamientos militares son un poco así, la verdad), y al comerse al jabalí crudo ellos se contagiaban de rabia (no tengo idea de si algo así sería posible, pero por qué no) y querían morder a todo el mundo, entonces tenían que llevarlos de urgencia al Hospital Militar de Campo de Mayo, donde, por azar, encontraban una puerta secreta que conducía a un archivo con las listas de los 5.000 desaparecidos que pasaron por ahí en los 70, se las comían, se curaban gracias a eso y ese año, con la tremenda experiencia de haberse comido un jabalí y 5.000 desaparecidos en una misma noche, eran los mejores jugadores de rugby, contagiaban a su equipo y ganaban el campeonato de la URBA. Yo terminaba de leer y me iba a dormir contento, pensando que todo esfuerzo, al final, sirve para algo, que en este caso era eso de que un equipo saliera campeón, con lo difícil que es. Pero bueno, pueden leer la crónica y enterarse de que la realidad fue un poco menos impresionante y nada épica, y que ese equipo de rugby donde jugaba el dudoso gordo, ese año, a pesar del entrenamiento militar en Campo de Mayo (o a causa de ello, nunca lo sabremos), jugó muy mal y perdió la categoría.

 

Lo que aprendí, en todo caso, gracias a Anfibia, es que escribir crónica es en gran parte contención. Lo cual es bueno, porque permite explorar por qué nuevos lugares es posible romper esas barreras de contención.

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La otra crónica que escribí para Anfibia, y que es la se publica en este libro, la hicimos de a dos. Así que no la escribí, la escribimos. El secuaz fue Máximo Badaró, antropólogo y escritor, aunque no escritor de ficción. Si con la crónica del falso rugbier gordo la contención estuvo a cargo de los editores de Anfibia, la segunda estuvo también a cargo de Máximo. Máximo tiene dos libros publicados. Uno sobre los cadetes del  Colegio Militar (él mismo se hizo pasar por cadete para entablar jugosos diálogos con los muchachos) y otro sobre los últimos 20 años del Ejército Argentino. Este último se llama Historias del Ejército Argentino y, como lo leí mientras hacíamos la crónica, de alguna forma me pegó su estilo minimalista. En realidad, me hizo recordar aquel minimalismo que, en mi primera juventud, me había cautivado a fines de los 90’. Me pareció un acierto estético enorme, además,que Máximo hubiera usado ese minimalismo para hacer un libro de historia del ejército argentino.Un libro breve y lleno de silencios que de esta manera le hace justicia al hecho de que el Ejercito Argentino y sus miembros, sobre demasiadas cosas, prefiere guardar silencio. Por lo demás, era lógico pensar en ese silencioso minimalismo para trabajar sobre el tema de nuestra crónica, que en este caso consistía en trabajar sobre hijos de represores o, para ser más suave: acusados por cometer delitos de lesa humanidad. Porque descubrimos, en el transcurso de un trabajo lleno de obstáculos y gente que no quería hablar, que los hijos de represores heredaron un poco ese silencio de los padres y que, en general, si hablan, prefieren hacerlo desde el anonimato. Y, curiosamente, también descubrimos que al final, cuando se te sientan a hablar, te internan cuatro horas mínimo, y no pueden parar. Quizá, eso de internarte cuatro horas con sus historias de vida, ahora que lo pienso, sea una modalidad de secuestro, otro vicio heredado. (Con respecto a esto del secuestro, el otro día el dibujante Miguel Rep comentaba que él admira a los escritores porque pueden mantener secuestrado al lector durante horas frente a un libro, cuando los dibujantes apenas capturan la atención de su público por unos segundos. Usó esa palabra, secuestro. Me gusta la idea de Rep. Siguiendo su línea, escribir sería una forma de secuestrar gente. Y, para el caso de esa gente fanática que lee un libro atrás del otro, hacerla desaparecer. Una biblioteca llena de lectores, incluso, puede ser comparada a un centro clandestino de detención, a un campo de exterminio).

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Con Máximo trabajamos bastante. Conversamos mucho. Nos conocimos. Esperábamos que alguien se decidiera a hablar y los editores de Anfibia se empezaban a poner nerviosos con los meses de demora. ¿Qué hacíamos con Máximo? ¿Asados? ¿Nos íbamos a pescar al litoral? Máximo es del litoral. Bien podría haber sido así. ¿Qué pensaban de nosotros en el palacio de la justicia anfibio? Reconozco que en cierto momento, cuando ya parecía que nadie iba a contarnos nada, me puse un poco ansioso y le insistí a Máximo para escribir una no-crónica, escribir sobre la imposibilidad de hacer una crónica con estos sujetos tan escurridizos, hacer un viaje juntos a un lugar donde quizá podíamos encontrar a alguien que hablara, pinchar una goma en el camino, no llegar, o llegar tarde, no encontrar a nadie y tener que volver con las manos vacías. Pero era un poco increíble que en el país de los juicios, en el país donde más páginas se escriben sobre todos estos problemas y herencias de los 70, no pudiéramos encontrar a alguien dispuesto a hablar. Bueno, ninguno de los dos es periodista. En este sentido la cosa no ayudaba mucho. Pero esperamos, con fe, y la cosa al final fluyó, se ve que era cuestión de paciencia, y se ve que los antropólogos tienen más paciencia que los escritores de ficción. O que hicimos un buen dúo.

 

Ahora Máximo está en China. Estudia a los nuevos millonarios chinos. Lo secuestraron los chinos. Estar secuestrado también es una forma de estar contenido. Escribir también es secuestrarse. No sé si la contención y el secuestro son buenos o malos. En algunos casos sirve, en otros no. Es una estrategia, más que una táctica. Algo permanente. Muchas veces pienso que la magia está más en la táctica. Con barreras, o sin barreras, soy de los que creen que la singularidad siempre estará en la táctica, y que muchas veces la táctica termina por torcer la estrategia, para mal y para bien. Hablo de ficción y hablo de crónica. No sé si es una buena decisión contratar a un escritor de ficción para escribir crónicas. Pero siempre se puede probar.