Talleres Anfibia


Lo difícil que es armar una jirafa

El viernes y el sábado, en Anfibia sólo se habló de Gabriel García Márquez. El premio Nobel fue citado una y otra vez en el seminario que Roberto Herrscher, director del Máster en Periodismo de la Universidad de Barcelona y Columbia, dio en la redacción. Hubo lectura de dos textos, que aquí publicamos, discusión y ejercicios de taller: a partir de las noticias de los diarios del día, los seminaristas construyeron sus propias “jirafas”.

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—A los 21 años —dice el profesor Roberto Herrscher—, Gabriel García Márquez publicó en El universal una serie de columnas que llamó “Punto y aparte”. Voy a leerles una.

 

La tarde cae lenta en Buenos Aires. Algunos rayos de sol se cuelan por las ventanas de la redacción Anfibia.

 

— Crucificado en la mitad de la tarde está el espantapájaros.

 

El director del Master en Periodismo BCN_NY de la Universidad de Barcelona y Columbia y maestro FNPI se detiene por un momento: juega con el silencio como el escritor que sabe en qué momento detener la historia con una digresión, un recuerdo o la irrupción intempestiva de un personaje secundario. Y mientras los que escuchan siguen pensando en esa primera frase, en la potencia de esa metáfora donde el tiempo se mezcla con el espacio, Herrscher sigue.

 

—Tiene apenas la edad de una cosecha, pero su cercanía huele a frutas y a eternidad. El gesto duro, inexpresivo, ha caído desde su altura. Una serena luminosidad lo habita por dentro transfigurándolo. Los pájaros, jubilosos, han venido a rodearlo, a disfrutar de su vecindad.

 

—Ayer, precisamente, hablaba mi vecino de columna sobre el desprestigio irremediable en que han caído los fantasmas. Algo parecido le acontece al espantapájaros. Pero su decadencia lo dignifica. Los fantasmas pasaron de moda para siempre. Nadie intentará rejuvenecerlos, pulimentar su herrumbroso prestigio. Al espantapájaros, en cambio, le bastará con cambiar su rincón, con renovar su indumentaria, para que el hombre confíe otra vez en su buena calidad. En cada nueva cosecha los pájaros habrán recuperado su capacidad de equivocarse. Volverán a esquivar la cercanía de aquella cosa perpetua, estatuaria, que levanta sus brazos para que nadie detenga el viaje vertical del grano, o impida que la semilla suba hasta la altura de la mazorca.

 

Sobre la pizarra de la redacción, proyectado, Gabo sonríe en blanco y negro: desde hace años mantiene impertérrito esa expresión sincera, el libro sobre la cabeza.

 

—Le gustaban bastante los adjetivos—dice uno de los seminaristas.

 

Alguien se levanta y empieza a bajar una de las persianas, intenta mitigar el reflejo brillante del sol sobre la pizarra.

 

Cuenta Herrscher que esta columna fue la que antecedió a la que unos años más tarde, entre enero de 1950 y diciembre de 1952, publicaría en El Heraldo de Barranquilla con elnombre de “Jirafas” (la columna se titulaba “La jirafa”).

 

—¿Cuáles eran las fuentes de inspiración de Márquez para hacer estas columnas?— pregunta otro.

 

—Eran tres. Historias que luego podrían transformarse en cuento o en novela. Canciones populares. O noticias singulares, reales y absurdas que podían también convertirse en Jirafas. Y señala la pila, los nueve diarios publicados en la Argentina el sábado 6 de septiembre de 2014.

 

—De allí, tendrán ustedes que sacar ideas para hacer sus propios relatos, como ejercicios de taller.

 

Gabriel García Márquez las firmaba con seudónimo: Séptimus, héroe de guerra de la novela de Virginia Woolf, Mrs. Dalloway. Y quizás, dice Herrscher, si no hubiera sido por el premio Nobel nadie habría recuperado estos textos. Estarían olvidados, a pesar de todo. E indica que, ahora, leerá otro, publicado en El Heraldo de Bogotá, en septiembre de 1982, pocas semanas después de que Gabo recibiera el premio Nóbel. Se llama El avión de la bella durmiente. Un texto corto, periodístico, que luego se transformará en cuento y, finalmente, terminará con destino de novela. Quienes la hayan leído, reconocerán en él la Memoria de mis putas tristes.

 

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—Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y un aura de antigüedad oriental que lo mismo podía ser de Bolivia que de Filipinas. Estaba vestida con un gusto sutil: una chaqueta de lince, una blusa de seda de flores muy tenues, unos pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las buganvilias. “Ésta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi en la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle, de París. Le cedí el paso, y cuando llegué al asiento que me habían asignado en la tarjeta de embarque, la encontré instalándose en el asiento vecino. Casi sin aliento alcancé a preguntarme de cuál de los dos sería la mala suerte de aquella casualidad aterradora.

 

Nadie habla. Algunos anotan. Hay quien cierra los ojos, quizá para imaginar con mayor certeza las piernas de aquella mujer, el olor natural de su belleza.

 

—Descubrí esta hermosa novela por un camino largo y distinto, pero que de todos modos concluye con la bella dormida del avión. Hace varios años, en París, el escritor Alain Jouffroy me llamó por teléfono para decirme que quería presentarme a unos escritores japoneses que estaban en su casa. Lo único que yo conocía entonces de la literatura japonesa, aparte de los tristes haikais del bachillerato, eran algunos cuentos de JunichiroTanizaki que habían sido traducidos al castellano. En realidad, lo único que sabía a ciencia cierta de los escritores japoneses era que todos, tarde o temprano, terminarían por suicidarse. Había oído hablar de Kawabata por primera vez cuando le concedieron el Premio Nobel en 1968, y entonces traté de leer algo suyo, pero me quedé dormido. Poco después se destripó con un sable ritual, tal como lo había hecho en 1946 otro novelista notable, Osamu Dazai, después de varias tentativas frustradas. Dos años antes que Kawabata, y también después de varias tentativas frustradas, el novelista Yukio Mishima, que es tal vez el más conocido en occidente, se había hecho el harakiri completo después de dirigir una arenga patriótica a los soldados de la guardia imperial. De modo que cuando Alain Jouffroy me llamó por teléfono, lo primero que me vino a la memoria fue el culto a la muerte de los escritores japoneses. “Voy con mucho gusto”, le dije a Alain, “pero con la condición de que no se suiciden”. No se suicidaron, en efecto, sino que pasamos una noche encantadora, en la cual lo mejor que aprendí fue que todos estaban locos. Ellos estuvieron de acuerdo. “Por eso queríamos conocerte”, me dijeron. Al final, me dejaron convencido de que para los lectores japoneses no hay ninguna duda de que yo soy un escritor japonés.

 

Tratando de entender lo que quisieron decirme fui al día siguiente a una librería especializada de París y compré todos los libros de los autores disponibles: Shusako Endo, Kenzaburo Oe, Yasushi Inoue, Akutagawa Ryunosuke, Masuji Ibusi, Osanu Dazai, además de los obvios de Kawabata y Mishima. Durante casi un año no leí otra cosa, y ahora yo también estoy convencido: las novelas japonesas tienen algo en común con las mías. Algo que no podría explicar, que no sentí en la vida del país durante mi única visita al Japón, pero que a mí me parece más que evidente.

 

—Sin embargo, la única que me hubiera gustado escribir es La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, que cuenta la historia de una rara mansión de los suburbios de Tokio, donde los ancianos burgueses pagaban sumas enormes para disfrutar de la forma más refinada del último amor: pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, que yacían desnudas y narcotizadas en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas siquiera, aunque tampoco lo intentaban, porque la satisfacción más pura de aquel placer senil era que podían soñar a su lado.

 

—Viví esa experiencia junto a la bella durmiente del avión de Nueva York, pero no me alegro. Al contrario: lo único que deseaba en la última hora del vuelo era que el oficial la despertara para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez hasta mi juventud. Pero no fue así. Se despertó sola cuando ya la nave estaba en tierra, se arregló y se levantó sin mirarme, y fue la primera que salió del avión y se perdió para siempre en la muchedumbre. Yo seguí en el mismo vuelo hasta México, pastoreando las primeras nostalgias de su belleza junto al asiento todavía tibio por su sueño, sin poder quitarme de la cabeza lo que me habían dicho de mis libros los escritores locos de París. Antes de aterrizar, cuando me dieron la ficha de inmigración, la llené con un sentimiento de amargura. Profesión: escritor japonés. Edad: 92 años.

 

Luego, un silencio demorado, denso como sólo puede serlo un silencio hecho por 17 personas.

 

Herrscher comenta que si bien Mishima se hizo el harakiri en un cuartel del ejército, los suicidios de Kawabata y Dazai no fueron a través de un sable ritual. Si bien la forma en la que murió Yasunari no está claras aunque se supone que fue por inhalación de gas. Mientras que en 1948, Osamu Dazai se ató a su novia con una cuerda roja y se tiró dentro de un canal en el Río Tama. Los encontraron, cadavéricos, seis días después.

 

Otro seminarista comenta como cambió el estilo a través de los años.

 

—Con 21 años, Gabriel García Márquez deslumbra  —dice Herrscher  —. A los 55, emociona.

 

Luego, los alumnos hicieron sus propias jirafas.

 

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