La supremacía humana

Por Yanina Yebra

Mi papá es un hombre de campo. Cuando éramos chicos apenas si nos dirigía la palabra durante la cena. Siempre creí que miraba con más cariño a su yegua favorita que a mí.

Sin embargo, algunas veces mientras mamá trabajaba en la escuela nos quedábamos con él en la quinta y lo ayudábamos a juntar huevos o a separar los duraznos buenos de los malos.

Esas tardes, hasta el día de hoy, son en mi memoria las primeras que aparecen cuando evoco mi infancia.

Nunca me voy a olvidar del día que encontramos atrás del corral una gata que acababa de parir sus 5 gatitos. Mi hermano fue adentro y trajo una caja, y mi hermana buscó unos repasadores viejos que puso en el fondo de la caja. Los pusimos a todos adentro para que no tuvieran frío y fuimos corriendo a mostrárselos a papá.

El los miró con total indiferencia, casi de la misma forma que nos miraba a nosotros. Interrumpió nuestra pelea por el nombre de los gatitos diciendo:

-Ah menos mal que los encontraron rápido, cuanto antes mejor, es más fácil si no tienen más de una semana.

Trajo un balde lleno de agua, agarró a los gatitos que se acurrucaban en el fondo de la caja y los fue metiendo en el agua uno a uno. Luego de unos maullidos pequeños y desesperados se hundieron.

Papá agarró la pala y se dispuso a volver al trabajo cuando nos vio a los tres boquiabiertos y aterrados, mirando alternadamente al balde y a él.

Hundió la pala en la tierra húmeda e hizo un pequeño pozo, nosotros estábamos inmóviles. Luego agarró el balde y vació su contenido en el pozo. Mientras lo cubría nos dijo sin mirarnos:

-Vuelvan al corral y sigan juntando huevos. Ahora voy con ustedes.