Texto publicado el 6 de junio de 2018
Fotos: Gustavo Molfino - Daniel Romero
Durante las sesiones de debate por el aborto en el Congreso escuchamos un tema de crucial importancia –la punibilidad o no del aborto- que hasta meses atrás parecía tabú y reservado para las voces más extremas de la sociedad. Durante dos meses escuchamos voces a favor y en contra, que además –en la amplia mayoría de los casos- fueron en un contexto de mutuo respeto. Se trató de un experimento deliberativo único y de primera significación en la vida pública nacional. Entre los oradores hubo un cierto tipo de posturas que me interesa analizar: los argumentos jurídicos en contra de la despenalización del aborto. Me interesa porque entiendo que los argumentos jurídicos tienen, van a tener y merece que tengan un peso especial en las decisiones finales. Seleccioné los que considero más relevantes, influyentes o comunes.
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Principios morales. Alfonso Santiago fue, posiblemente, el jurista que mejor articuló una mirada crítica desde una posición teórica y basada en principios. Destacan dos argumentos: la “igual e inviolable dignidad de las personas” y los derechos individuales como intereses no-sacrificables en nombre de pretensiones mayoritarias.
El primer argumento, de raíz cristiana y Kantiana, apeló tanto a personas de formación religiosa como a otras de persuasión liberal en un sentido amplio. La idea refiere a lo que podríamos considerar un principio fundante de la modernidad: las personas son “intrínsecamente iguales”, “fines en sí mismas” y, como dijera Immanuel Kant, insusceptibles de ser tomadas como “meros medios” para mejorar la suerte de otros. Según este argumento, “el niño por nacer” debe ser tomado como un “igual” al nacido, merece ser tratado como un “fin en sí mismo” y no como un “mero medio” para satisfacer las pretensiones (de libertad, autonomía, etc.) de la mujer.
Esta idea supone dos problemas. El primero, el modo indebido y ligero con que deja de lado la otra gran cuestión aquí en juego: los derechos de las mujeres. Su postura no se ocupa en absoluto del hecho de que la mujer, en un embarazo indeseado, es utilizada como un “mero medio” en provecho de la ideología o creencias religiosas de otros. El segundo problema de este argumento es el modo en que confunde las ideas de “vida” y “persona”. Curiosamente, o no, los principios a los que solemos apelar sobre el tema dicen, por ejemplo, que “las personas son libres e iguales” o “nacen libres e iguales”. Quiero decir, tendemos a hablar de sujetos “nacidos” y de “personas” antes que de meros “seres vivos”. Estas distinciones, como sabemos, resultan cruciales en esta discusión: no es lo mismo un ente “vivo” que una “persona”, y cuando hablamos de “igualdad”, lo hacemos pensando en personas (nacidas).
El segundo argumento de Santiago dice que el aborto “pulveriza el derecho a la vida de la persona por nacer”. En su mejor versión (que no es la que encierra esa frase), este argumento nos dice que los derechos de las personas son inviolables y no pueden sacrificarse por las meras pretensiones en contrario de una mayoría ocasional. Santiago citó a dos de los autores más importantes e influyentes en nuestro país: Ronald Dworkin y Luigi Ferrajoli. De Dworkin tomó la idea de “derechos como cartas de triunfo” (cartas ganadoras frente a cualquier demanda mayoritaria); y de Ferrajoli invocó la noción de los derechos como formando parte de la “esfera de lo indecidible” (una esfera ajena a, y a salvo de, las presiones de la política democrática). Contra la formulación de Santiago cabría decir que –más allá de la escasez de tiempo argumentativo que todos pudimos padecer- él no podía dejar de decir lo que dejó de decir, esto es, que las dos principales autoridades jurídicas que citó en su respaldo, en su referencia a la idea de derechos, escribieron y militaron activamente a favor del aborto. Quiero decir, hay un problema serio si hacemos invocaciones de “autoridad” –apelando al reconocido nombre de autores reconocidos por todos los que hacemos Teoría del Derecho- pero no dejamos aclarado que, precisamente en el tema bajo discusión, esos autores que citamos –sugiriendo abierta o solapademente que ellos respaldan la posición que defendemos- afirman exactamente lo opuesto a lo que rechazamos.
Más allá de lo señalado –un uso problemático de las “citas de autoridad”- objetaría al argumento de Santiago en términos sustantivos. Entiendo –como lo hacía Carlos Nino, desde la primera misma línea de su libro Ética y Derechos Humanos- que los derechos humanos son una “creación humana”, tal vez la más importante de nuestro tiempo, y que por tanto no hay razones para tratarlos como “ajenos” a, o independientes de, la discusión democrática. Los derechos son, obviamente, resultado de ese debate democrático. Cuando escribimos una “ley de medios” o despenalizamos el consumo personal de estupefacientes, lo que hacemos es precisamente eso: determinar, a través de un debate colectivo, abierto e inclusivo, los alcances, límites y contenidos esenciales de nuestros derechos más importantes. Eso mismo podemos hacer sobre el aborto. En otros términos: los derechos fundamentales, como el derecho al aborto, no merecen ser entendidos como formando parte de ninguna “esfera de lo indecidible” (como ajena al debate democrático).
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Vida, persona, desarrollo progresivo. Siguiendo una estrategia común en muchos de los juristas críticos del aborto, Gregorio Badeni presentó de modo indistinto las nociones de vida y persona y confundió intencionadamente los derechos del niño por nacer con el estatus del feto en las primeras semanas. Esa estrategia, por supuesto, pretende tener alto impacto emocional porque deja a los defensores de posturas más permisivas en la materia como “asesinos”. Alguien puede argumentar en favor de la superposición entre las ideas de “vida” y “persona”, pero en un debate como éste no puede suponer la identificación entre esas dos nociones sin dar razones de ello. Contra esta estrategia de la “confusión”, sugeriría varias cosas de importancia diferente.
En primer lugar, se trata de una estrategia que suele terminar “disparando” para el lado contrario al esperado. Porque supone colocar a los países más respetuosos de los derechos individuales –tal vez los más civilizados de la tierra (pongamos, los países escandinavos, en general)- como los más criminales del planeta –países directamente genocidas, en razón de sus políticas liberales en materia de aborto. Algo parece no funcionar en esa presentación.
En segundo lugar, la estrategia de la “confusión” (i.e., entre vida y persona) es incapaz de dar cuenta de un hecho notable. En la Argentina, el 5 de junio de 2013 se sancionó de modo casi unánime –con acuerdo de todos los bloques, de izquierda y derecha, peronistas, radicales, etc.- una ley de fecundación asistida. Dicha ley fue aplaudida y auspiciada colectivamente por todos los bloques, y festejada como una celebración de la vida: pasó en la Argentina, como en muchos otros países del mundo. Ocurre, sin embargo, que los procesos de fertilización asistida, como los de fecundación in vitro, pueden implicar el uso, congelamiento y descarte masivo de embriones –todo “en favor de la vida”, y por la ayuda a familias que tienen dificultades para la gestación. Resulta curioso entonces que se vea al aborto como un acto criminal, cuando aquí –como en el caso de la fecundación in vitro- también se descartan embriones en su etapa más temprana. ¿Cómo puede ser, entonces, que algunos de los mismos legisladores (y sus partidos) que bulliciosamente celebraron la aprobación de aquella ley, hablando de la vida, aparezcan horrorizados ahora y hablando de la muerte?
En tercer lugar, cabe aludir a la idea relativa al “desarrollo progresivo” de la vida. Se trata de una cuestión que fue directamente examinada, por ejemplo, por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2012, en el importante caso Artavia Murillo v. Costa Rica, relacionado con la fertilización in vitro. El argumento fue el siguiente: incluso si reconocemos que el feto tiene derecho a la vida, lo cierto es que no tendemos a valorar la "vida" por igual a lo largo del tiempo. La distinción se vuelve particularmente importante en los "casos difíciles", cuando nos encontramos con conflictos entre los derechos que valoramos, y nos vemos obligados a "balancear" esos derechos, o a elegir entre diferentes derechos que, idealmente, querríamos preservar. En esos casos (y porque consideramos que la vida tiene un valor "incremental"), no tendemos a valorar por igual el derecho del embrión y el derecho de la mujer a la vida. En otros términos, contra la opinión de muchos de nuestros juristas, todos y en todo lugar tendemos a hacer distinciones muy significativas entre embrión, feto, recién nacido; del mismo modo en que reconocemos que la madre tiene más derechos sobre el feto cuanto más temprana sea la instancia de que se trate, y menos derechos tiene sobre el embrión cuanto más sea el tiempo que el mismo lleve en su vientre.
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Privacidad, daño a terceros y choque de derechos. La constitucionalista María Angélica Gelli dio uno de los pocos argumentos constitucionales contrarios al aborto y merecedores de atención. Sostuvo que quienes defienden el aborto a partir del art. 19 construyen su postura asumiendo que dicho artículo sólo habla del principio de autonomía, y olvidando que el mismo establece un límite fuerte en el "daño sobre terceros". El problema del argumento de Gelli es que desestima nuestro derecho a regular los derechos –a regular, en este caso, el "daño a terceros"-. Para que se entienda lo que digo: el art. 19 de ningún modo establece que nuestras acciones no pueden afectar a terceros; ni dice que toda acción que perjudique a un tercero deba resultar prohibida o penada. Por ejemplo, el derecho de huelga, como el derecho a la crítica política, están constitucionalmente protegidos, por más que su ejercicio legítimo pueda perjudicar muchísimo a terceros. Más todavía, en casos como los citados, la protección del derecho original (a la expresión, o a la huelga) puede desplazar por completo al derecho afectado de los terceros. Todo depende, entonces, del tipo de derechos de los que hablamos y de las formas particulares en que los regulemos. La discusión no se termina, sino que recién comienza cuando se alude a los daños sobre terceros.
El derecho confronta y resuelve situaciones de conflicto de derechos. Tales situaciones resultan normalmente trágicas, entre otras razones, porque implican remover, tal vez de modo sustantivo, uno de los derechos en conflicto, y que como tal (por ser derecho) valoramos. En los casos sobre aborto, como en otros alternativos, nadie festeja ni debe tomar a la ligera lo que acontece cuando, por ejemplo, se descarta un embrión. Pero bien puede ocurrir que ese derecho que valoramos (el derecho a la vida del embrión) entre en conflicto serio con otro derecho que también valoramos (el derecho de la mujer a su salud física y psíquica). Allí es donde se nos presenta una opción trágica y podemos determinar la prevalencia del derecho de la mujer.
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El derecho vigente: omisiones flagrantes. En línea con el modo tradicional en que muchos juristas entienden el derecho vigente, la mayoría de los juristas críticos del aborto realizaron un repaso pretendidamente exhaustivo y objetivo sobre las “condiciones de vigencia” del derecho estudiado. Sin embargo, el examen del caso se hizo de modo parcial. Digo parcial no en un sentido descalificativo o valorativo, sino meramente descriptivo. Y es que resultó notable en estos debates –en testimonios como los de Sagüés, Vanossi, Barra, Badeni y tantos otros- la plena omisión de toda referencia o aproximación seria a las partes del derecho escrito y vigente que contradecían lo que ellos querían decir.
La operación resulta llamativa, en particular, cuando hablamos de juristas que acostumbran a vincular al derecho, no con principios morales y estándares, sino con reglas y decisiones escritas y estrictas, a las que denominarían el “derecho duro.” Frente a tal aspiración, resultó asombroso escuchar en los debates a autores como Sagüés o Barra pretendiendo hacer un repaso completo del derecho vigente en materia de aborto, sin tomarse en serio la principal decisión del máximo tribunal argentino en la materia –el caso F.A.L.-; sin aludir siquiera a la principal decisión del máximo tribunal latinoamericano –la Corte Interamericana- en el caso Artavia Murillo; o sin ponerse a estudiar con detalle los dichos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Baby Boy.
No sólo eso. En su decisión de dejar de lado todo elemento jurídico objetivo que pudiera desmentir o poner en crisis su presentación, tales juristas omitieron toda mención a consideraciones jurídicas como las siguientes:
La recomendación del Comité de los Derechos de Niño, pidiendo a la Argentina que avance hacia la despenalización del aborto; la recomendación, de julio de 2016, del Comité de Derechos Humanos de la ONU acerca de la descriminalización del aborto, y a la luz del caso Belén; la afirmación, por parte del Comité contra la Tortura de la ONU, conforme a la cual el embarazo forzado y la prohibición absoluta de causales habilitando al aborto debían considerarse como tratos crueles, inhumanos y degradantes; la exhortación a la Argentina, promovida en 2016 por el Comité de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (Cedaw), a que acelere la adopción de una ley destinada a ampliar el acceso a la interrupción del embarazo; la exhortación, por parte del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, - que los países firmantes del pacto liberalicen las leyes restrictivas del aborto.
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El derecho vigente. Problemas en el listado común. Tomo la presentación de Néstor Sagüés como símbolo y resumen del acercamiento más habitual que han hecho los juristas locales contrarios al aborto.
Comienzo con las referencias hechas por Sagüés al “Pacto de San José de Costa Rica” como límite legal al aborto. Lo cierto es que, por donde se lo mire, es difícil llegar a esa conclusión en relación con el Tratado. Para comenzar, corresponde decir que el mismo, de modo explícito y en su artículo 4, incorporó la idea de que la vida está protegida "en general, desde la concepción". Y lo hizo, no para imposibilitar cualquier legislación permisiva sobre el aborto sino para dejar en claro que el Pacto busca permitir el acomodamiento de las diversas y razonables posiciones que tienen los Estados firmantes en la materia. Este criterio permisivo fue clarificado de modo prístino por la Corte Interamericana, en el fallo Artavia Murillo, cuando sostuvo que la protección del derecho a la vida era gradual e incremental, lo que por tanto habilitaba regulaciones de este derecho, y "balances" que deben considerar el peso de otros derechos más robustos (i.e., la salud de la madre), que puedan estar en conflicto con el primero (i.e., embrión en sus etapas iniciales).
Algo similar puede decirse en relación con las referencias del autor al "Preámbulo de la Convención de Derechos del Niño", que habla de la "debida protección" a los derechos del niño "tanto antes como después del nacimiento". La legislación sobre el aborto es perfectamente compatible con la toma de medidas destinadas a impedir, por ejemplo, abortos no deseados; o dirigidas a preservar la vida del feto.
Por otro lado, la ley 23849, por la que se incorpora la Convención de Derechos del Niño, establece una pauta interpretativa que no modifica los contenidos de la Convención y que, conforme dijo la Corte Argentina en F.A.L, no tiene el estatus de reserva formalmente realizada.
Finalmente, corresponde mencionar al artículo 75 inc. 23 de la Constitución Argentina y la "protección del niño" "desde el embarazo". Como en el caso del "Preámbulo de la Convención de Derechos del Niño" conviene decir que hay muchísimo que se puede hacer, por fuera del Derecho Penal, para proteger la vida de la persona por nacer, con medidas de acción positiva de cuidado; con información; con asistencia de los servicios de salud a la mujer embarazada, etc. (por ejemplo, como dijera el Procurador Fiscal Víctor Abramovich en su presentación frente al Congreso).
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Interpretación del derecho y democracia. Por último, me referiré brevemente a la cuestión interpretativa. De las muchas teorías que hoy coexisten, en materia interpretativa, hay dos que destacan. Por un lado, encontramos a quienes consideran que la interpretación constitucional es una ciencia que se encuentra a cargo de los científicos del derecho. Por otro lado, muchos pensamos que la interpretación del derecho depende de nuestros más profundos acuerdos colectivos. Durante los debates en el Congreso escuchamos numerosas posturas del primer tipo: juristas que proponen interpretar a la Constitución combinando normas de jerarquía por completo disímil, y ofreciendo datos inverosímiles: juristas que al final del día nos revelan el significado verdadero del derecho, que ellos conocen y todos los demás, supuestamente, desconocemos.
Pienso, por caso, en la argumentación presentada frente al Congreso por Rodolfo Barra. Barra ofreció una lectura interpretativa que convierte al bloque constitucional en un manojo de reglas estrictas con respuestas cerradas. Presentó como universal una posición que era la suya propia; extraña para cualquier otro; ciega a la jurisprudencia de nuestra Corte; y ajena a lo dicho por la Corte Interamericana. Si se me permite, se trató de un ejercicio similar al de épocas pasadas, cuando encontrara en la Constitución un derecho de re-reelección que ningún otro sabía que estaba. Pero el punto es otro: me interesa señalar, frente a los que no son expertos en derecho, que pueden quedarse tranquilos. La Constitución no es, como la presentan algunos, un coto de caza con acceso restringido. Mucho menos en casos como éstos, en los que no hablamos de reglas fijas, sino de estándares abiertos -autonomía, igualdad, daños- que hacen un llamado para que, entre todos, argumentemos. El significado de la Constitución, en casos como el del aborto, caracterizados por un profundo desacuerdo moral que nos atraviesa enteros, no debe entenderse nunca como dependiente de códigos secretos, conversaciones privadas o historias que desconocemos. El significado de la Constitución depende de los acuerdos a los que lleguemos, de forma abierta, inclusiva y franca. Por ello mismo, definir hoy lo que dice nuestro derecho, en materia de aborto, exige que discutamos sobre la cuestión como lo estamos haciendo, escuchando con especial cuidado a las voces que hasta hoy hemos acallado en la materia.
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En el análisis de los discursos en el Congreso identificamos la fragilidad de los principales argumentos ofrecidos por los juristas contrarios al aborto. Vimos las inconsistencias propias de las apelaciones a principios morales como el de igualdad o el de no tomar a las personas como “meros medios”. Examinamos también los problemas que afectaban al argumento de la privacidad y el no-daño a terceros (cuando –según dijimos- nuestros derechos entran en colisión con los derechos de terceros, y resolvemos sin serios problemas tales controversias). Reflexionamos sobre cómo “balancear” derechos en caso de conflictos entre ellos. Hicimos referencia a la necesidad de no confundir los conceptos de “vida” y “persona”, y a la importancia de prestar atención al “desarrollo progresivo” de la vida. Aludimos también a la celebrada práctica (auspiciada enfáticamente por nuestro Congreso) de la fertilización asistida, y señalamos sus fuertes paralelismos con la práctica del aborto (criticada por algunos de los mismos legisladores que aplaudieron la aprobación de la ley de fecundación asistida). Vimos que, a pesar de los intentos de muchos de nuestros juristas, de hacer cherrypicking con las normas vigentes en materia de aborto (omitiendo toda referencia o consideración seria de las normas jurídicas que respaldan la despenalización del aborto), nuestra práctica jurídica en la materia –coronada por decisiones de la Corte Suprema Argentina y la Corte Interamericana de Derechos Humanos- da un consistente sostén a ciertas formas del aborto. En definitiva, reconocimos que, en sociedades democráticas y plurales como la nuestra, y frente a desacuerdos interpretativos como los que tenemos en relación con el aborto, lo que debemos hacer es discutir colectivamente en lugar de querer presentarle a la sociedad, como mandato jurídico objetivo, la peculiar concepción normativa que en lo personal preferimos.