River-Boca y el "país de mierda"


Una tribu de salvajes sin futuro

Lo repiten periodistas, dirigentes y hasta intelectuales: no alcanza con erradicar a las barras bravas, igual arruinaremos todo porque somos salvajes, negros, una mierda. La pedagogía de la autodenigración, construida desde las élites pero que buena parte de la población hace propia, mezcla barras, piqueteros, anarquistas: da lo mismo apedrear un colectivo que reclamar por el derecho al trabajo. Escribe Ezequiel Adamovsky.

Empiezo por lo que esta nota no es. No es un ensayo sobre el estado del fútbol argentino ni sobre el problema de los barrabravas (para eso pueden leer el texto inmejorable que escribió Pablo Alabarces). Me interesan en cambio algunas lecturas públicas que se hacen sobre los incidentes de la final entre River y Boca. O más precisamente, esa necesidad compulsiva que tienen algunos argentinos de interpretar cualquier falencia de cualquier argentino singular como una prueba irrefutable de que somos una nación de bárbaros sin remedio y sin futuro.

Pablo Sirven la ejemplifica como nadie en la columna para La Nación que tituló “La Argentina, una tribu autodestructiva”. Las pedradas de un puñado de hinchas a un colectivo nos hacen a todos los argentinos parecidos a una tribu de origen africano que habita en la isla Sentinel, una de las últimas que viven en la edad de piedra. Somos “salvajes”, “peligrosamente autodestructivos”. Lo prueban los barrabravas, pero también que haya manifestantes dispuestos a repudiar al G20 o un puñado de militantes anarquistas que ponen bombas. Salvajes indignos de la vida civilizada, eso somos. Desde Clarín otra nota complementó el argumento: “El problema no es el fútbol. El problema es la Argentina”. Así empieza. Y otra vez la evidencia de “la barbarie” (es literal) futbolística se mezcla con la de los piqueteros y los que planean rechazar al G20. La conclusión es evidente: la Argentina es “un extraño laboratorio del fracaso”.

Ambos diarios –dos pesos pesados de la construcción de agenda y sentido- lo dejan en claro. No alcanza con erradicar a las barras bravas o mejorar la seguridad en los partidos. Debemos autoflagelarnos como nación. Aceptar que somos una mierda. Autopercibirnos como una tribu de salvajes perdida en una isla del Índico. Internalizar como desprecio de sí el racismo que se lee desde el propio título que eligió Sirven. Somos negros de mierda. No tenemos futuro. La pedagogía de la autodenigración nos enseña además que entre las pruebas de nuestro irremediable primitivismo se mezclan confusamente barrabravas que tiran piedras con desocupados que defienden sus derechos o ciudadanos que desean manifestarse políticamente en las calles. Todos mierda.

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¿Y todo esto porque un puñado de hinchas aprovechó las falencias de un operativo de seguridad para apedrear un autobús?

La aldea y el mundo

Un rápido paneo por las noticias internacionales muestra que no hay nada peculiarmente argentino en la violencia de las hinchadas. Barrabravas destrozándolo todo se consiguen en Bélgica, Francia, Inglaterra, Chile, Polonia, Brasil y más o menos en cualquier país donde el fútbol sea popular. Hace apenas unos meses los fans del Liverpool apedrearon el micro de los jugadores del Manchester City, en escenas muy similares a las argentinas, incluso peores. En Estados Unidos los disturbios deportivos son bastante habituales. Por dar un solo ejemplo, en una final de básquet en Kentucky en 2012 una multitud de miles de personas quemó autos, incendió casas (¡casas!), disparó armas de fuego y enfrentó a la policía. Sólo para celebrar la victoria de su equipo. Y no es raro que episodios de ese tipo terminen con muertos. Una investigación de 2003 de una universidad sueca estableció la lista de los diez disturbios futbolísticos con mayor número de muertos. Sólo uno sucedió en Argentina y fue en 1968. El resto de la lista incluye a países como Inglaterra, Escocia, Rusia, Egipto o Guatemala.

Nada de esto justifica los sucesos del River-Boca: mal de muchos consuelo de zonzos. Tampoco minimiza el problema con los barrabravas locales, que son más violentos que en la mayoría de los otros países. No estoy hablando de nada de eso. Los antecedentes internacionales sólo interesan aquí por el modo en que se procesaron eventos similares en otros sitios. Por supuesto que en todos estos lugares la prensa critica los hechos, la brutalidad de los hinchas, la imprevisión de las dirigencias, el mal manejo de la seguridad. A veces en esas críticas se ponen en juego estereotipos negativos sobre las clases bajas o incluso visiones que estigmatizan a minorías raciales. Lo que no es habitual es que en Estados Unidos, Inglaterra o Francia, periodistas –y dirigentes y políticos- salgan a denigrar a la nación a la que pertenecen, que la caractericen a toda ella como una tribu bárbara, que afirmen que no tiene futuro. Si algo no hace la prensa de derecha en esos países es despreciar a la propia nación.

Algo similar había pasado el año pasado en las redes sociales a propósito de la muerte de dos hombres en un recital del Indio Solari. El suceso fue insistentemente utilizado como muestra de la barbarie e incapacidad nacional, como fruto del caos que “los negros” aportan en todo. Naturalmente, la simpatía de Solari por el kirchnerismo confirmaba el diagnóstico. Fue en vano recordar entonces que las muertes en recitales no eran patrimonio argentino y que incluso había habido nueve víctimas por una avalancha en un recital de una banda tan poco plebeya como Pearl Jam, ocurridas en el año 2000 en un país tan poco salvaje como Dinamarca. Nada de eso importaba frente a la compulsión autodenigratoria. Somos lo peor del mundo. Una mierda inapelable.

La pedagogía de la autodenigración

En un ensayo anterior para Anfibia traté de explicarlo a propósito de la idea de “Peronia”: el desprecio de sí mismo se relaciona con el hecho de que este país no ha conseguido generar visiones del “nosotros” compartidas por todos. Que es otro modo de decir que las clases altas no han podido afirmar su hegemonía. Y eso por sus propias limitaciones, por lo inadecuado de sus propuestas, pero también porque poderosos movimientos populares han conseguido varias veces cuestionar su lugar. Las élites argentinas fueron una de las únicas en América Latina en proponer una narrativa nacional que invitaba a los habitantes a imaginarse exclusivamente blancos y europeos. Una visión difícil de conciliar con la realidad demográfica de nuestro país, que siempre ha sido mucho más diversa. Pero es una interpretación que, al mismo tiempo, tuvo resonancia en buena parte de la población, que efectivamente se piensa de ese modo, acaso por orgullo de un pasado inmigratorio reciente.

Por la inadecuación del discurso de la Argentina “blanca y europea” respecto de la realidad, y también por el protagonismo que las clases bajas tuvieron en nuestra historia, la narrativa que habían propuesto las élites encontró competencia en un conjunto de visiones menos sistemáticas, que reivindican o eligen hacer visible lo moreno/plebeyo como parte de la nación o incluso como su núcleo más auténtico.

Además de expresar desacuerdos políticos, la oposición peronismo/antiperonismo fue el canal principal por el que se tramitó la lucha entre esas visiones contrapuestas. Que es también la tensión entre diferentes grupos de habitantes de este suelo que no terminan del todo de aceptarse unos a otros como connacionales.

En la era de “la grieta”, especialmente ahora que las ilusiones de superarla por vía del macrismo se desvanecen, es de esperar que la esquizofrenia nacional se exacerbe. Incapaz de convencer a la población de la bondad de sus propuestas, la derecha local tiene una tendencia a resentirse con los habitantes del común. Si sus políticas no avanzan no es porque no sirvan: es que la población no es digna de ellas. Las ideas están bien, las medidas son las correctas, es el mejor equipo de los últimos cincuenta años, pero qué querés, si está todo plagado de barrabravas, piqueteros, zurdos, sindicalistas, planeros, vagos, peronistas, extranjeros, todos mal acostumbrados luego de años de populismo.

Como en el siglo XIX, es la barbarie que bloquea el camino a la civilización. Es la propia arcilla de la nación –su realidad étnica y cultural– la que impide que la nación deseada florezca. La culpa es de “los negros”. Las diferencias de clase y étnico-raciales entre los argentinos hacen de caja de resonancia, por lo que estas visiones no sólo tienen lugar entre las élites: una buena parte de la población –que ni siquiera es necesariamente de derecha– las hace propias. La culpa es de esos negros que joden en la calle en lugar de agarrar la pala. Argentina es Peronia. Y hasta que no deje de ser Peronia no será la Argentina un país en serio.

Los ejercicios de autodenigración son modos de reclamar al país que sea otra cosa, algo que no es, pero que tampoco está claro que pueda ser. Porque la denigración no apunta a un defecto transitorio que pudiese superarse en el corto plazo, sino a los dones étnicos de la nación, a un defecto más profundo sobre el que pesa la sospecha de que sea incorregible. Esa sospecha angustiante es la que aparece a flor de piel en la compulsión a interpretar cualquier acontecimiento desagradable –quince hinchas apedreando un micro– como signo ominoso de nuestra incapacidad congénita. Y es la misma que alimenta la irritabilidad frente al otro que en los últimos tiempos viene dando lugar a esas agresiones microfascistas difusas y crecientes que proliferan en sintonía con el momento político: esas violencias de palabra o de hecho que se ejercen sobre el prójimo, percibido como culpable de que no seamos lo que se supone que deberíamos ser.

La tensión existe y precede en mucho al momento actual. La Argentina deberá encontrar algún día los modos de procesarla. Pero lo preocupante de la hora es la disposición de algunos referentes partidarios, periodísticos e intelectuales a utilizarla como atajo para hacer avanzar sus políticas. Como si la falta de una multitud que marche alegre al cambio porque está convencida de cambiar pudiera remediarse activando una pasión más sombría: un odio tan grande a nosotros mismos que nos empuje al cambio por asco a lo que somos.