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Me intriga por qué cambiamos tan seguido lo que veníamos entendiendo por globalizarse. En enero la noticia de que en un pueblito chino, Wuhan, un virus había comenzado a expandirse (el pueblito tiene once millones de habitantes, pero el diminutivo sirvió para familiarizarlo si estaba tan lejos y nunca lo habíamos oído). Viajeros lo llevaron al norte de Italia, a Londres y a Nueva York, donde las curvas de contagios y muertes trepaban mientras las bolsas financieras se hundían. Los políticos, en su mayoría abstraídos en disputas y negocios domésticos, llamaron a epidemiólogos mejor informados sobre el mundo, debieron escuchar a gerentes locales de transnacionales muy inquietas y a varios les vino bien la conmoción de la agenda: el presidente Piñera, desconcertado desde octubre por multitudes furiosas de chilenas y chilenos en las avenidas, incontenibles con represión, despeñada su aprobación al 6%, descubrió que asustar con el COVID era más efectivo que la crueldad de los carabineros para dispersar la indignación en las casas.
En esas semanas, la mundialización se mostraba casi homogénea en metrópolis intransitables, ahora con calles vacías (México, Beijing, Nueva Delhi). En vez de coches atascados, vacas, osos o elefantes. Si 1300 millones de indios se recluyen en sus hogares, los monos invaden oficinas desiertas y se acercan al palacio presidencial. En Bombay, pavos reales encaramados en los coches. Cabras silvestres llevadas de Cachemira a Conway, en Gales, por el Sha de Persia, pasean su famosa lana, señoriales, y se alimentan en plazas y jardines. Pumas, zorros y jabalíes recorren ciudades latinoamericanas, delfines y lobos marinos se instalan en las playas.
En marzo y abril, algunos intérpretes leyeron en la pandemia, sin saber aún cómo había nacido, la réplica de la naturaleza después de tantas agresiones humanas. Filósofos célebres hallaron que el COVID confirmaba sus teorías europeas para el mundo entero: por fin era evidente que la contemporaneidad nos atrapa en un estado de excepción, que ya estábamos en la etapa agónica del capitalismo, o la vuelta al comunitarismo era la única salida de emergencia.
Entre tanto, ciertas corporaciones electrónicas lograban globalizaciones más verificables. Como todos ansiamos entretenernos, escuchar o decir explicaciones, y no solo cocinar y esterilizar nuestras casas, Netflix y otras plataformas multiplicaron audiencias y ganancias. El Gran Desconfinador es Zoom Video Communications; en diciembre de 2019 tenía 10 millones de usuarios al día, el primer trimestre de 2020 subió a 300 millones.
La más reciente coincidencia globalizada es la urgencia por reabrir, circular, reactivar la economía. Como si hubiéramos olvidado que hace dos meses a la mitad de la población mundial nos unía la consigna de quedarnos en casa: gobiernos neoliberales, para lograrlo, destinaron millones de millones de dólares a subvencionar empresas para sostener empleos, hasta los directores del Banco Mundial y el FMI pidieron que los países industrializados “congelen el reembolso de deudas” de 76 naciones con bajos ingresos. Sin que bajen las cifras de contagios ni de muertos, aun en países donde suben, la exigencia dominante es ahora que reabran fábricas y oficinas, restaurantes y cines, usar el espacio público.
Una primera respuesta al interrogante de qué vamos a cambiar después de la pandemia: no queremos dejar de aglomerarnos en las calles, parques y playas, no vamos a perder esa competencia con otras especies.
Es fácil entender cómo convergen, para cambiar la agenda, intereses y sensaciones diversas de lo insoportable. Los empresarios no quieren seguir perdiendo ventas, ni los propietarios alquileres; miles de pymes ya cerraron y sus empleados necesitan ingresos para sobrevivir; con el hambre crecen las violencias y los temores de sectores medios y altos. Pero ¿en qué estamos pensando cuando hablamos de “volver a la nueva normalidad”? Supongo que dejamos escondidas preguntas que casi no aparecieron en los zoom.
¿Va a acabar la pandemia?
Llama la atención que en los zoom y en los artículos periodísticos prevalezcan las preguntas sobre la pospandemia: cuándo y cómo volverán los hijos a las escuelas, reabrirán los cines, teatros y el fútbol con público. ¿Y si sigue, aun con vacuna, o se convierte en una enfermedad estacional como la gripe o la influenza? ¿Se puede esclarecer el futuro si no despejamos el enigma del origen del COVID19? Se han dado dos respuestas principales: a) Un accidente en la relación entre los animales y los humanos; b) Una conspiración china para destruir al capitalismo u occidente o derrumbar la hegemonía estadounidense.
No hay datos suficientes para elegir una de las dos respuestas, ni para desecharlas. Aunque se halle una vacuna para las varias cepas del COVID19, y aunque se fabriquen vacunas anuales para las nuevas, como ocurre con la influenza, las dos sospechas sobre el origen seguirán colocándonos en situaciones de peligro mundializado: a) Cómo cambiar las relaciones entre los humanos y los animales, y aun entre los humanos para protegernos (convivencias multitudinarias en mercados populares, estadios, festivales organizados por empresas y fiestas comunitarias con turistas); b) ¿Acabarán los complots de unos Estados contra otros y la competencia entre empresas electrónicas para espiar y mercantilizar los datos? Estas guerras son inmanejables mientras no exista una gubernamentalidad mundial que garantice transparencia y reglas cumplibles en las interacciones trasnacionales. La captura sistemática de información masiva por Google, Facebook y otras corporaciones, y sus usos antidemocráticos, antes y luego del COVID, muestra la peligrosidad de las batallas cibernéticas y biológicas.
De precarios a prescindibles
Hay una tercera posibilidad donde se combinan las dos anteriores: que el origen haya sido un accidente biológico, pero sea instrumentado por gobiernos y empresas transnacionales para afianzar la dependencia política y cultural a fuerzas económicas y financieras, empeorar la convivencia entre las naciones, las etnias y las clases sociales. (Propuse una hipótesis parecida en un artículo publicado en México hace pocas semanas (Reforma, 31-05-2020), pero este pasaje de una globalización asustada a otra esperanzada y ahora a una en la que vuelven a confundirse lo lúdico y la productividad a cualquier precio exigen complejizar el argumento).
Toda previsión futura será incierta si ignoramos la capacidad agresiva de quienes puedan administrar esta extrema precariedad. ¿Van a modificar las cepas? ¿Cómo usarán las corporaciones al servicio de los imperios –Google y Facebook de los Estados Unidos, Huawei para China- el saber informático y la predicción algorítmica de nuestros comportamientos para aumentar peligros, destruir zonas del planeta con sus poblaciones, enfermándonos periódica y masivamente? No sé si ante el tamaño de la catástrofe algunos crean aún que estos temores serían paranoicos. Me acuerdo de un psicoanalista colombiano que, en la época más cruel de la guerra entre el gobierno de Uribe y las FARC, dijo que deseaba vivir en una sociedad donde la paranoia fuera solo una enfermedad.
Políticas de destrucción selectiva como las mencionadas ya aparecieron, antes del COVID19, en los bombardeos estadounidenses a poblaciones civiles, el abandono a náufragos en el Mediterráneo y a barcos que los rescatan, los incendios intencionales en selvas amazónicas, los campamentos de refugiados en Estados Unidos y Europa, la eliminación masiva de empleos al trasladar fábricas a zonas económicas donde se explota la fuerza de trabajo, sin derechos laborales ni condiciones mínimas de salubridad.
Pasamos en las últimas décadas de un capitalismo de la precariedad, que abulta sus ganancias agravando la injusticia y la inseguridad social, a un capitalismo de la prescindibilidad. Saskia Sassen documentó en su libro Expulsiones que los desempleados, después de unos años, dejan de aparecer en las estadísticas. En Brasil, México y casi toda América latina, los jóvenes exaltados como emprendedores, líderes de una nueva economía creativa (artistas, diseñadores, editores independientes de libros y músicas) se ven distinto: donde los economistas hallaban mayor libertad gracias al autoempleo, los antropólogos percibimos la ansiosa autoexplotación de trabajadores que no saben cuánto va a durar lo que hoy hacen y cuál va a ser su próxima ocupación; donde los empresarios y gobernantes encontraban emoción e intensidad en el uso del tiempo de los trabajadores independientes, su vida diaria revela pérdida de derechos laborales, nuevas discriminaciones de género y étnicas.
Los estudios del Banco Mundial en 2016 y de investigadores como Rossana Reguillo, Maritza Urteaga y José Manuel Valenzuela demuestran con estadísticas y estudios de caso que en las regiones donde abundan los mal llamados ninis, se multiplican los homicidios y muchos derivan hacia organizaciones mafiosas ante la imposibilidad de emplearse en la economía formal. ¿Es esta la “nueva normalidad” a la que se anuncia un próximo regreso?
En poquísimos países (Alemania, Argentina, Francia) se crean fondos de emergencia para evitar despidos y apoyar, durante la cuarentena, a teatros independientes, librerías o grupos de artistas. En la mayoría se corta la mitad o más del presupuesto, eliminan instituciones, bajan drásticamente los salarios. La política cultural es, a menudo, una política de extinción.
Antes que las vacunas que protejan a los trabajadores están llegando los dispositivos para rastrear contactos en las empresas. Antes que los protocolos para una nueva convivencia, los controles que aseguran el distanciamiento social. La pregunta de partida sigue siendo cómo se originó la epidemia. Pero el interrogante estratégico es si se va a seguir usando el pánico, la distancia entre personas y grupos para impedir que nos aliemos como ciudadanos y eludir transformaciones democráticas. En el regreso a las escuelas y las fábricas importan más los brazaletes electrónicos que alertan a la policía, como en China, que las nuevas formas de conectividad entre los vecinos de la cuadra, artistas, editores y museos que raras veces se habían aliado.
Muchos estamos recibiendo en nuestras casas, para evitar aglomeraciones en el súper o los mercados, ofertas de huertas orgánicas, atendidas por granjeros populares. Se enlazan con los consumidores urbanos gracias a emprendedores jóvenes que tuvieron que cerrar sus restaurantes y mantienen así a su personal. Una parte de ellos, apoyados por donadores, cocina para llevar miles de comidas al personal médico de la Ciudad de México y elementos de limpieza para hospitales. Otras relaciones entre naturaleza, trabajadores, redes y consumos.
Pero también están los jóvenes sin más recursos que emplearse en Uber Eats o Rappi, con más riesgos que cuidados. Los maestros y niños apurados a volver a la escuela para que los padres puedan trabajar. El único problema no es cuántos alumnos caben por metro cuadrado, pero también tenemos ése en miles de escuelas latinoamericanas donde no solo falta que lleguen computadoras y Wifi: la luz, la calefacción, la reparación de los techos.
Importan preguntas replanteadas antes de la pandemia, como la relación entre lo presencial y lo virtual en la escuela y en el resto de las comunicaciones. Pero cuando nos enteramos, según DPL News, que de los 120 mil sitios virtuales nuevos relacionados con los términos covid y corona el 81 por ciento busca robar información, lo que se nos oculta de la pandemia y de la infodemia hace dudar de nuestros derechos básicos. Es pregunta para Zoom y los demás administradores algorítmicos de nuestra información. También para los Estados y los organismos internacionales indiferentes a la necesidad de regular a las corporaciones (no solo las electrónicas), para los partidos y movimientos sociales que podemos ser significativos si logramos que la solidaridad barrial y en redes cambie las instituciones.
Es posible ver estos saltos entre modos de globalizarnos como ensayos para afrontar un virus desconocido y el cansancio. Pero la cuarentena no solo es transgredida por el aburrimiento. Salen a las calles masivas protestas afro, feministas, indígenas, de jóvenes decepcionados por las burocracias estatales, partidarias y empresariales. También los que no confiamos que la solución sea dejar las instituciones y entregarnos a las aplicaciones. Hace años que los jóvenes, en muchos países, dicen que “la política no pasa por los partidos”. Algunos experimentan que pase por lo local. Pero abundan centros culturales y artísticos que se arraigan en el barrio, ofrecen wifi, guías para el streaming intercultural, alianzas con instituciones de varios países, bailamos músicas que no se mezclaban en la “normalidad” anterior.