Foto de portada: Julieta De Marziani
Fotos interior: Facundo Nívolo y Pablo Capraruolo
“No porque seas un pibe de barrio vas a ser un mataconcha o un violín”, dice Carolina Pedelacq, después de llegar, junto a otras militantes feministas, a una casa de la “zona cheta de José León Suárez”, como la llaman con sorna. Hasta estas mujeres se acercó un vecino que había visto a Araceli Fulles en la plaza de Lanzone antes de que se fuera con el presunto femicida. A ellas recurrió la mujer que encontró el cuerpo de Melina Romero, asesinada en 2014 cuando tenía 17 años. Después fueron a la Justicia a declarar de manera espontánea. Algo más que el territorio une ambos casos: una nueva ética del cuidado popular.
Algunas vienen de Carcova, de barrio Libertador y Villa Maipú. Una es docente en Ciencias Naturales del secundario de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), otra, referente del movimiento Evita, estudia Educación y trabaja para el Programa de Acceso Comunitario a la Justicia. Otra en la dirección de Hábitat del Municipio. La quinta es trabajadora de la economía popular en casas particulares. Tres de esas mujeres fueron madres a los 15 años, dejaron de estudiar y se las rebuscan como pueden. Hoy sus hijas tienen entre 18 y 19.
Cuando el grupo habla de “mataconchas” se refiere a la manera en que el lenguaje tumbero llama a los femicidas, pero a pesar del dolor, aclaran que no todos son así, para despegarse de los prejuicios que también caen sobre los pibes pobres. Así, los protegen del estigma. Porque la nueva ética del cuidado popular incluye a los varones.
A través de la reconstrucción y el seguimiento del caso Araceli, las militantes intentan desnudar las complicidades entre varones, los silencios, la inacción policial frente a la desaparición de una joven, que podría ser alguna de sus hijas. Las cinco conocen la lógica del territorio y las trampas de la policía. Intercambian datos e interpretaciones sobre el caso Araceli y parece la serie The Killing pero en el conurbano. Seattle y San Martín tienen en común la lluvia, la chica muerta y las mujeres como heroínas al frente de las investigaciones. Solo que Sarah Linden, protagonista de la ficción estadounidense, es una policía entrenada. Acá las detectives son pibas de los barrios. En esta versión del conurbano, el feminismo popular investiga. El grupo hilvana los datos de la noche fatal del 1 de abril en la que Araceli se fue de gira, una de esas noches en las que rige el deseo y se alterna entre boliches, sexo y merca. El grupo piensa estrategias. En un grupo de WhatsApp barrial, por ejemplo, circula una foto de aquella noche, se la ve a Araceli con tres hombres. Ellas saben que la hacen circular otros varones y piden a sus vecinos que no las reenvíen.
Las mujeres detallan horarios, personajes y las escenas del crimen: la plaza, la cementera y la casa de Darío Badaracco, donde encontraron los restos. Despejan las pistas falsas que fue sembrando la Bonaerense durante los días que estuvo desaparecida: anunciaban mega operativos y rastrillajes en las zonas más lejanas al último lugar donde la habían visto, su propio barrio. La causa se instruyó como “averiguación de paradero” en la fiscalía 2 a cargo de Graciela López Pereyra. La primera hipótesis fue que Araceli ya iba a volver. Cada vez que Mónica, la madre, llegaba a la Comisaría 5 de Billinghurst los policías le preguntaban: “Señora, ¿trajo alguna novedad?”.
“Todo el barrio sabía que había estado con estos pibes y lo más probable era que estuviera muerta porque sabían cómo se movían ellos”, dice Carolina para contrastar la investigación popular con la judicial. Para los otros varones del barrio, esos pibes eran unos “gedientos”: unos molestos vinculados a los transas del lugar.
Solo frente a la insistencia del hermano de Araceli, la policía llevó a los perros a la plaza. Salieron corriendo como una flecha a la casa de Badaracco. Cuando pasa mucho tiempo, los cuerpos de las chicas ya no pueden explicar qué pasó. A Araceli la mataron y la policía lo supo en el momento y lo cubrió. Es una práctica sistemática. No es casual que la policía tarde un mes en encontrar un cuerpo. “Que ella aparezca en un encofrado de cal tampoco es casual”, dice Ornella Tinnirello, referente del movimiento Evita, con el conocimiento que le dio la investigación popular. La hipótesis tiene correlato en el hilo judicial del caso: tres policías fueron separados de sus cargos tras el hallazgo del cuerpo. Hernán Humbert, titular de la comisaría octava y el oficial principal de la quinta seccional de José Gabriel Herlein, por encabezar los rastrillajes que no dieron con el cuerpo de la joven. El tercero es Elián Ávalos, oficial de la comisaría 5 de Tres de Febrero y hermano de dos detenidos por el femicidio.
La organización permanente
Así como a los femicidas ahora se los llama “mataconchas”, a las pibas que salen de noche, disfrutan de su cuerpo, se muestran, prueban drogas, toman alcohol y tienen relaciones con quienes quieren, le dicen “cachivaches”. Y ser un cachivache es ser un desastre, dicen las chicas y cuestionan el término.
El grupo denuncia las complicidades masculinas, desde la de vecinos al hablar hasta la policial por no accionar. Así, buscan respuestas concretas a las búsquedas, participan en los rastrillajes, organizan talleres de género http://stage.revistaanfibia.com/cronica/cuerpo-a-cuerpo-contra-la-violencia/ y saben que buena parte de la tarea se inscribe en la posibilidad de torcer los discursos hegemónicos que las colocan en un lugar “usable, descartable, desechable”, en palabras de la antropóloga feminista Marcela Lagarde.
Las chicas encuentran nuevos modos para cuidarse unas a las otras, y de sostener la vida de las jóvenes sin que las paralice el miedo, sin que se replieguen para desandar las libertades conquistadas. ¿Acaso no es ese el disciplinamiento que se persigue con cada femicidio?
El doble estándar se mantiene a la hora de juzgar comportamientos tanto femeninos como masculinos. Para ellas, desarmar parte de esa trama es indispensable para empoderar a las chicas del barrio en un contexto en el cual las mujeres parecen haber cambiado mucho más de lo que cambió la mayoría de los varones. Ornella Tinnirellodice que los tipos quieren encuadrar estos femicidios bajo la idea de “enfiestarse”.
— Nosotras decimos que hay que discutir el tema del consentimiento. Si vos te enfiestas, es que querés tener sexo con varias personas a la vez. Lo otro no es enfiestarse, es violencia sexual.
Ni todos son “mataconchas” ni la fiesta justifica el crimen. Cuidar a las chicas implica observar la construcción social sobre la chica “fácil” “fiestera” y, sin dejarse tentar por el juicio moralizante, territorio fértil para la culpabilización de las víctimas. La hipótesis que circula entre las mujeres del barrio es que a Araceli la mataron cuando se negó a hacer algo que se le estaba imponiendo. La misma trama subyace en el femicidio de Melina Romero, según lo que se pudo reconstruir con el testimonio de su amiga, alias Melody, sobreviviente de esa gira y hoy acusada por falso testimonio.
Lo que está en tensión es la capacidad de una mujer, joven y popular de tomar decisiones sobre su cuerpo, frente a la objetivación que de ella realizan desde afuera. La autonomía femenina sólo se celebra cuando sus deseos coinciden con el de los hombres con quienes se encuentran. En el momento en que esto deja de suceder, algunos grupos de hombres se consideran habilitados para imponer su fuerza y su poder. Es en ese borde entre el deseo sexual y la decisión personal, que incluye el derecho a decir “no”, en donde se juega la vida de una joven audaz. Sus muertes ofrecen el testimonio más brutal de la escena y revelan el machismo recalcitrante en los que todavía se mueven estas jóvenes.
Si el lugar más peligroso para las mujeres es su propio hogar, para las jóvenes parece ser distinto. El espacio público del barrio, la calle y sus lógicas teñidas de jerarquías masculinas representan los riesgos más críticos. Sin embargo, hay un patrón sistemático: en todo el mundo, la mayoría de los hombres pierden la vida en manos de desconocidos, pero las mujeres son asesinadas por personas con quienes compartieron la intimidad
Melina y Araceli se plantaban. “Rompían con el perfil de sumisión y subordinación que tienen que cumplir las pibas en los barrios: te tenés que callar, buscar un marido, quedarte en tu casa, ponerte un jean largo y ya está. Quedate a cuidar a los pibes. Ese es el futuro que la sociedad espera para nuestras compañeras, y para las más pobres más”, dice Ornella. Según ella, Melody sobrevivió porque entre los atacantes de Melina estaba su primo. Los pactos entre varones no son solo para encubrir sino para proteger a algunas mujeres. “No te podés meter con la piba de un pesado. Es un análisis de hace 500 años. Vos sos de alguien, de una ranchada. Puede ser tu primo, tu hermano, tu tío”, dice. Otra chica del grupo cuenta que cuando ella empezó a probar drogas a los 14 años, siempre rodeada de varones, uno de ellos la cuidaba del resto. La llamaban por el apellido de sus parientes que estaban presos. Cree que eso la salvó.
Entender esas lógicas resulta central. Y no se trata de un ejercicio intelectual ni abstracto. Es parte del cuidado que el contexto demanda. Si les preguntan a las cinco activistas qué emoción despierta su experiencia de investigación, haber visto los cuerpos destrozados de jóvenes vecinas, aparece el temor por las propias hijas y la certeza de que cada piba con vida puede ser una próxima Araceli. La tarea es enorme. Por eso están un viernes a la noche juntas rearmando un caso que todavía no tiene resolución.
Larga tradición
Las mujeres populares tienen una larga historia de organización en América Latina. Sus luchas se transformaron y diversificaron a medida que los contextos variaron. Como señala Maristella Svampa, muchas mujeres participan de estas luchas sin tener una inscripción previa con el feminismo. Devienen feministas populares en el transcurso de la acción. Este análisis es acertado para aquellas mujeres motorizadas por las tierras, la búsqueda de empleo, la economía popular, y los movimientos ambientales. En el caso de las pibas del Frente de Mujeres de San Martín, la militancia partidaria no parece alejada de su inscripción como feministas populares. Son mujeres cuyo liderazgo se construye a partir de un tramado de interdependencias: con agentes estatales, con profesoras de la universidad, con otras organizaciones barriales, con sus vecinos y vecinas.
Ese entramado nuevo se teje en San Martín y también en el Bajo Flores. La desaparición de, al menos, 15 chicas de entre 11 y 16 años en 10 meses del 2016 empujó la necesidad de una respuesta colectiva contra las redes de trata y narcotráfico. La mayoría eran raptadas a la entrada o salida de sus escuelas. La Red de Docentes, Organizaciones y Familias del Bajo Flores identificó el problema y presentó un pedido al Consejo Nacional de las Mujeres para encontrar una solución conjunta. Pero ante el silencio del organismo, la organización comunitaria emergió como la única alternativa. A partir de este año los y las jóvenes del barrio viajan de sus casas a las escuelas, ida y vuelta, en el Colectivo Domitila Chungara. Un transporte escolar popular y seguro conducido por una mujer con carnet profesional y madre de uno de los chicos que asisten a las escuelas secundarias de la zona. La Domitila tiene capacidad para cuarenta personas, transporta a diario y en forma gratuita a alumnas de alrededor de seis escuelas. Surgió al calor de asambleas y reuniones comunitarias desde el Movimiento Popular la Dignidad (MPD) y la Corriente Villera Independiente (CVI). Las organizaciones pusieron a punto el micro naranja y blanco, costean los gastos de combustible y sostienen el transporte en el turno mañana y tarde.
Mientras se inventan estrategias de sostén de las mujeres cuyas libertades son jaqueadas por el machismo y por la ineficacia estatal, se desarrolla una nueva ética del cuidado popular. Según Joan Tronto, la ética del cuidado requiere de individuos que experimenten cuidar a los otros y ser cuidados por los otros. Se conforman así saberes y prácticas acordes a los contextos que se transitan. Las definiciones esencialistas, que asocian los cuidados a “las mujeres” resultan tan ficcionales como la pretensión de una ética universalmente aceptada.
En los movimientos populares, esta ética no se limita a relaciones individuales, y no se restringe al ámbito de la familia. Más bien, se construye de manera colectiva, atraviesa el espacio público, a sabiendas de que “lo personal es político”. En el caso de las activistas de San Martín, este ejercicio demanda nuevas competencias, como la investigación popular, el dictado de talleres, la consejería en salud sexual y reproductiva, el seguimiento de las causas. “Estamos aprendiendo sobre la marcha, pero tenemos una lógica respecto al conocimiento popular”, describe Ornella cada vez que le preguntan sobre su intervención en los casos de Melina y Araceli.
Por eso cada vez que se movilizan frente a los Tribunales de San Martín para exigir Justicia las militantes cantan: “Y dale alegría, alegría, a mi corazón. La sangre de las caídas se rebeló. Ya van a ver. Las pibas que no cuidaste, van a volver”. Las mujeres que el Estado no protegió vuelven en forma de empoderamiento de otras, las sobrevivientes. La ética del cuidado popular es una ética feminista.