Los estudios del futuro sobre transformaciones sociales y tecnologías volverán sobre 2020 como un año bisagra. Las plataformas, protagonistas de los cambios presentes, nunca antes fueron tan cuestionadas, ni se acumuló tanta evidencia sobre los defectos de las reglas de juego de un sistema que tiene intereses variados y antagónicos: desde EEUU, China, Facebook, Google, la Unión Europea, Amazon, Apple, Rusia, Microsoft, los medios de comunicación grandes y pequeños, los anunciantes e intermediarios publicitarios o los operadores de telecomunicaciones, hasta los sindicatos de trabajadores y asociaciones de consumidores.
La evidencia más reciente y documentada de las zonas erróneas y corporativas del capitalismo de plataformas, reunida por la Autoridad de la Competencia del Reino Unido, se centra en el desempeño de Google y Facebook y, al constatar que la competencia no está funcionando, lo que provoca daños sustanciales a la sociedad en su conjunto, promueve nuevas regulaciones del sector, en consonancia con una tendencia que se expande en Europa y en América del Norte. El desfile de los multimillonarios de las big tech por las audiencias antimonopolio del Congreso estadounidense adorna una escena impensada hace un lustro.
Los tiempos venideros determinarán si -como aspira el informe de la autoridad antimonopolio británica- se pueden modificar las reglas de juego gatopardistamente, es decir, sin alterar con ello el ADN mismo del sistema; cambiar algo para que lo esencial no cambie o si habrá una metamorfosis radical de los entornos digitales. Todavía faltan cinco meses para que este pandémico 2020 arroje nuevas sorpresas.
Ya hay, sin embargo, varias certezas. El poder de las principales plataformas digitales para regular de facto con sus leyes corporativas un mercado global que sentencia con impiedad el deceso de numerosas actividades, entronizando así negocios propios, será recortado. Los heridos de esa regulación de facto, profusa y opaca al escrutinio público, son legión. Abarcan desde áreas enteras de la industria y del comercio hasta la política electoral y la agremiación del trabajo. Sobresalen entre las víctimas los medios tradicionales, que en los países centrales ceden sus espacios a la ola de críticas a los gigantes tecnológicos, procesando así su despecho por la pérdida de la renta publicitaria de la que gozaron durante décadas y que hoy capturan Google y Facebook mientras, simultáneamente, ruegan -sobre todo en el Sur- por ser patrocinados con los programas de mecenazgo con los que las plataformas atenúan cuestionamientos. Eneamigos, como dice Bob Esponja.
La regulación de la economía digital dejará de ser primordialmente privada. Señales de ello son las normas sobre protección de datos personales, derechos de usuarios y consumidores, tributación e impuestos, organización del trabajo, contenidos nacionales, subsidios a medios locales, libertad de expresión, discurso de odio y pluralismo que adoptan países en todas las latitudes, desde marcos de referencia tan diversos que impiden una caracterización unánime. Así, hay normas respetuosas de los estándares internacionales de derechos humanos y definidas tras amplia discusión pública por instancias democráticas y hay otras en el extremo opuesto, que atentan contra libertades y derechos y que son usadas como pretexto metonímico por parte de los abogados de las plataformas para clausurar toda iniciativa que recorte su poder bajo el mantra de que someter a debate reglas de juego nocivas desemboca en autoritarismo.
Cuando es enunciado y discutido, el atributo hegemónico de todo poder comienza a erosionarse. Es lo que ocurre ahora con las big tech: la acumulación de cuestionamientos al poder de las plataformas por parte de políticos conservadores y progresistas en los países centrales (sólo en EEUU, desde el presidente Donald Trump, quien con su decreto del 28 de mayo ordenó revisar la inmunidad de las plataformas digitales, consagrada por la Sección 230 de la Communications Decency Act, de 1996, hasta Alexandria Ocasio-Cortez, cuyo planteo incomodó a Mark Zuckerberg en una de sus frecuentes audiencias en el Congreso) ya es parte de un paisaje cotidiano que representa la evidencia reunida en informes oficiales de distintos estados y de organizaciones de la sociedad civil, trabajos académicos, autoridades de defensa de la competencia y grandes anunciantes que organizaron por primera vez un boicot contra Facebook a raíz de su posicionamiento corporativo editorial sobre contenidos de odio o racistas.
Los fallos judiciales acompañan y alientan nuevas causas contra abusos de poder dominante en el capitalismo de plataformas: en junio, el Tribunal Federal de Justicia de Alemania respaldó la denuncia del regulador antimonopolio contra Facebook por abusar de los datos de sus usuarios y por imponer cláusulas contractuales ilegales a sus usuarios, a la vez que ordena a la compañía que deje de recopilar sin consentimiento específico los datos personales.
Evidencia contra el mercado salvaje
El más reciente informe oficial que examina el poder dominante de las grandes plataformas digitales fue difundido a principios de julio por la Autoridad de la Competencia del Reino Unido (CMA: Competition and Markets Authority). Se trata de un estudio profundo y documentado, sus datos son actuales, sus propuestas son claras y sus conclusiones son categóricas. Quien busque un buen diagnóstico del entorno digital hoy no puede soslayar la lectura de sus 437 páginas, pues es una meticulosa demostración de las barreras a las competencia que Google y Facebook edificaron durante su existencia, particularmente en la última década.
El trabajo toma datos del Reino Unido pero válidos en todo Occidente; muestra que Google genera más del 90% del tráfico de búsquedas (search) y absorbe más del 90% de los ingresos publicitarios de ese segmento. Sus precios para el mercado publicitario son entre un 30 y 40 por ciento más altos que los de Bing (de Microsoft) al comparar términos de búsqueda similares. A su vez, Facebook (incluyendo Instagram, que compró en 2012) generó más de la mitad de los ingresos publicitarios en redes sociales. A modo de comparación, su mayor competidor, YouTube (de Google) ganó “sólo” entre el 5 y el 10 por ciento.
La autoridad antimonopolio británica propone crear un organismo especializado en la economía digital que aplique un código de conducta a las plataformas con poder significativo de mercado. ¿Una nueva institución pública? Sí, exactamente: la corrección de las conductas anticompetitivas no se resuelve con autorregulación, como se constata al observar la historia reciente y el comportamiento actual de las plataformas. El código propuesto permitiría suspender, bloquear y reservar decisiones de las grandes compañías del sector, por ejemplo la expansión dentro de sus actividades o en sectores convergentes. Asimismo, se proyecta una batería de intervenciones innovadoras para corregir las distorsiones que aquejan un vector clave de la economía contemporánea.
Para los predicadores del mercado salvaje, cuyas consignas tienen gran difusión en medios de América Latina, el informe es una dura evidencia, pues no sólo vincula las consecuencias de la concentración excesiva en mercados de información con la falta de competencia, el estorbo a la innovación, el aumento de precios al consumo y el daño a la economía, sino además con la falta de pluralismo, con la retracción de medios y noticias y de diversidad de matices y puntos de vista. Por ello, el órgano regulador a crearse, según el reporte, deberá realizar intervenciones ex ante en los mercados digitales, asumiendo que el esquema vigente de actuaciones ex post (defendido a capa y espada por la ortodoxia económica) es ineficaz y sus eventuales sanciones carecen de efectos correctivos.
Propuestas
Tras evaluar en detalle el flujo de datos e información en las redes, el informe promueve un giro en las políticas de control de los usuarios sobre sus datos y sobre las opciones "por defecto" de las plataformas (feed de Facebook, por ejemplo), cuyas configuraciones son poco flexibles, lo que es paradójico en relación al orden crecientemente personalizado de la red. Además, la autoridad antimonopolio británica impulsa la interoperabilidad entre plataformas para atenuar los efectos de red de la economía digital, que consisten en que las redes con mayor cantidad de usuarios reúnen condiciones y recursos (como los datos de los usuarios, sus cruces y su procesamiento a gran escala) inaccesibles para otros actores, siendo una barrera para la competencia. El ganador se queda con todo, como cantaba el cuarteto Abba. Los efectos de red cohiben la deserción de los usuarios aún si el servicio es malo o si atenta contra sus derechos e intereses. En algunos mercados simplemente no hay alternativa a la dominante. Por cierto, la interoperabilidad es parte de la lógica de funcionamiento de las telecomunicaciones, cuyas lecciones en la materia bien podrían inspirar nuevas políticas en las redes digitales.
La CMA propone habilitar el acceso de terceros a los datos almacenados por las plataformas digitales con poder significativo (Google y Facebook) para superar las barreras de entrada al mercado. A Google, en particular, le indica que facilite el ingreso de buscadores competidores (Bing) a su data para mejorar sus algoritmos de búsqueda. El reporte plantea que la organización de los datos debería hacerse en “silos” separados. De este modo, por ejemplo, Facebook debería organizar separadamente los datos de usuarios y movimientos en sus distintos servicios y aplicaciones (Facebook, Instagram, WhatsApp, entre ellos). De hecho, este era un compromiso de Facebook cuando compró WhatsApp en 2014, pero no lo cumplió.
Vista la ineficacia de las medidas que tuvieron por objetivo corregir las prácticas anticompetitivas largamente documentadas en el reporte, éste recomienda al gobierno que evalúe si es preciso ordenar la desagregación vertical parcial o total de las plataformas dominantes, dada su capacidad de establecer reglas de juego en cada eslabón de la cadena productiva que integran. La autoridad antitrust británica se une así a un coro amplio con voces como la de la senadora demócrata estadounidense Elizabeth Warren o la del ex socio de Zuckerberg, Chris Hughes. Nuevamente, la industria de las telecomunicaciones tiene un acervo en las que el regulador ordena la desagregación de las redes para mitigar las barreras de entrada al mercado.
De otro modo, anunciantes, compradores, industrias culturales, medios de comunicación, trabajadores y usuarios son compelidos a un pacto fáustico con las plataformas: para continuar sobreviviendo en la glaciación digital, tienen que aceptar condiciones que alteran sus objetivos y funcionamiento y ajustar sus pretensiones a los dictados de las grandes plataformas.
Demoliendo mitos
Junto con consignas del tipo “grande es bueno”, otro de los mitos construidos contra los argumentos para contener la concentración inherente a las comunicaciones es que sólo los más poderosos pueden beneficiar a los consumidores. El informe demuele el mito y, además, puntualiza los daños directos e indirectos que sufren ciudadanos y consumidores cuando el sector infocomunicacional está fuertemente concentrado, como muestra el siguiente gráfico:
Fuente: CMA (2020)
Aunque el buscador de Google o el uso de redes sociales se presumen gratuitos (al igual que la tv abierta, la radio o muchos medios online), son servicios que la sociedad paga indirectamente a través de la publicidad. Y los costos de la publicidad se reflejan en los precios de los bienes y servicios en toda la economía. Despojada de toda candidez y en un ejercicio elemental de economía política de la información, la CMA indica que los costos (de la publicidad) en mercados altamente concentrados como los de las plataformas digitales son más altos de lo que serían si hubiese más competencia (menos concentración), y ello se siente en los precios que los consumidores pagan por productos del supermercado, hoteles, bienes electrónicos, libros, seguros, viajes y muchos otros que hacen un uso intensivo de la publicidad.
El reporte conecta dos esferas habitualmente separadas en el diseño de políticas públicas: la competencia (y su anatema: las barreras de entrada por concentración excesiva), la calidad de vida y el acceso a información diversa. Los efectos negativos de la alta concentración carcomen una de las precondiciones de la información pública y de la deliberación democrática: el acceso a contenidos y noticias de calidad, lo que obviamente exige inversiones costosas. Pero cuando el costo resulta demasiado alto (por ejemplo, porque la concentración de los eslabones de financiamiento impide a muchos actores sostenerse económicamente) por la colectora del sector condenado a la precarización aumenta la circulación de operaciones de desinformación, noticias falsas, rumores y otras especies.
Las grandes plataformas -consultadas por quienes redactaron el estudio- procurarán dilatar la concreción de las propuestas y recomendaciones del informe de la CMA, aunque las pruebas de que la economía digital obtura la competencia y, por ello, afecta derechos relativos a la economía, a los contenidos y noticias y a los datos personales, se multiplican a diario. La reacción de Zuckerberg, consultado por el boicot de las grandes marcas publicitarias, cuando pronosticó que “volverán a la plataforma lo suficientemente rápido” no es sino una suerte de lapsus, una confesión de posición dominante. El dueño de Facebook aludía a cómo sostendrán los anunciantes sus productos sin exhibirlos en la única red social que concentra más de 2300 millones de usuarios en el mundo. Confesión de parte y sinceridad brutal que refleja una etapa de internet que está a punto de cambiar.