La crisis política brasileña


Terra em Transe

Aceptado el pedido de juicio político a la presidenta Dilma Rousseff, el escenario político brasileño está cada vez más tenso. En este ensayo, el Doctor en Ciencias Sociales Amilcar Salas Oroño explica por qué la posibilidad de un regreso a un Brasil de la fragmentación, dominado por las elites (algo que el Partido dos Trabalhadores había logrado revertir), es algo concreto y tangible.

Fotos: Agência Brasil - EBC

Aceptado el pedido de juicio político a Dilma Rousseff por parte del Presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, el escenario político brasileño –cada vez más tenso– pareciera haberse focalizado a lo que suceda, en primer lugar, en la comisión especial de diputados que debe analizar el pedido de impeachment y, luego, eventualmente, en la votación del plenario: para rechazarlo deben juntarse por lo menos 172 votos (de un total de 513), un número que en principio estaría asegurado. Sin embargo, siendo que cualquier cosa puede esperarse de este Congreso (por su composición, la actual legislatura es una de las más fragmentadas en términos de bancadas, partidos e intereses representados desde la vuelta de la democracia en 1985) la definición de lo que irá a ocurrir con el mandato de Dilma es todavía una incógnita.

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Pasado y presente de un sistema político híbrido

El reconocido crítico literario brasileño Antonio Cándido, ha insistido en varias oportunidades que Raízes do Brasil, el fundamental ensayo de 1936 de Sergio Buarque de Holanda, no puede leerse sin tener a mano el Facundo de Sarmiento, sin comprender, eventualmente, la importancia del paisaje de los contrarios. Como todo texto clásico, Raízes do Brasil – de inagotables ediciones y traducido a una decena de idiomas – coloca sobre la mesa un aspecto clave: en contextos periféricos, los desequilibrios sistémicos heredados de la colonia se manifiestan como oposiciones. La diferencia estaría, respecto del caso argentino, en que la dialéctica brasileña de los contrarios no se edificaría sobre dos puntos de partida sino sobre varios, sobre varios aspectos a la vez, con un veredicto evolutivo casi inclasificable: anomalía Brasil, anomalía de sus raíces.

En particular, de sus raíces políticas: en un continente organizado desde la corporeidad presidencialista, el esqueleto brasileño ha caminado las últimas décadas como si tuviera un diseño de parlamentarismo. Con coaliciones de gobierno armadas desde el intercambio con las fuerzas del Congreso, en ese ida y vuelta de préstamos de poder: entre las reglas de la Constitución de 1988 y el multipartidismo inmanente de un país tan heterogéneo, no hay forma de escaparle al “presidencialismo de coalición”. El detalle histórico es que este diseño híbrido, en 2015, perdió su punto de equilibrio: no estaba en los cálculos (por lo menos no para el primer año de mandato de la reelección de Dilma) que una parte numerosa de aliados se salieran del compromiso y se convirtieran en un obstáculo. Con un efecto sistémico suplementario: la pérdida de autoridad y legitimidad presidencial de la presidenta durante 2015 fue proporcional a la transferencia del poder de iniciativa política hacia el Parlamento. Si bien es cierto que, por lo menos hasta mediados de año, las propuestas del Ejecutivo fueron aprobadas en su mayoría (entre ellas, precisamente, las que formaron parte del “ajuste fiscal” promovido por Joaquim Levy) el ritmo y el calor legislativo estuvieron marcados por las pautas que los propios miembros del Parlamento dispusieron.

Es difícil imaginar que esta parlamentarización exacerbada y el desequilibrio del “presidencialismo de coalición” fuera posible sin la mediación de una figura como la de Eduardo Cunha, un economista carioca que viene desde los años `80 ocupando cargos públicos (siempre con la justicia persiguiendo sus actos), cambiando hábilmente de padrinos políticos según la ocasión lo requiera y, desde el 2002, articulando los votos de un grupo nada despreciable de diputados; sin su maníaca disposición desde febrero del año pasado (cuando asumió la Presidencia de la Cámara) a juntar en su gabinete adhesiones de todo tipo, internas y externas, en un desfile claramente destituyente, quizás la situación sería otra. Maniobras progresivas, cada vez más descaradas, cada vez más opositoras, de Cunha y los casi cien diputados que lo acompañan – vaya uno a saber a partir de qué tipo de incentivos – que se fueron moviendo en bloque a favor y en contra, en contra y a favor, de lo que estuviera en el orden del día y así lograr, cuándo no, condicionar un poco más a la Presidenta. Promovido el desorden en los trópicos, el escenario institucional se fue preparando para que el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), el que negocia con todos – y lo ha venido haciendo desde diferentes voces durante 2015 – se vaya ubicando en el lugar del reemplazo posible si prospera el impeachment; el contrapeso y la fuerza de la Presidenta estará en su capacidad para movilizar otras adhesiones, de otra naturaleza.

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Sistema mediático y sociedad en movimiento

La incertidumbre de qué ecuación resultará de la combinación entre calles y votaciones parlamentarias se mantendrá seguramente por un tiempo. El drama se ha estirado tanto, también, porque el sistema político, al margen de la exacerbación de su idiosincrática singularidad, presenta un problema adicional: se trata de una incertidumbre que va más allá de la incapacidad de Dilma – o Lula o el partido – de poder resolverlo y tiene que ver con un dilema más profundo de representación, de identificación entre los diferentes órdenes de una sociedad que ha cambiado vertiginosamente en estos años de Partido dos Trabalhadores en el gobierno. Hay una sociedad mucho más compleja a representar, y eso lo padecen las estructuras institucionales y los lenguajes políticos: burguesías cada vez más diversificadas; nuevas capas medias, de ingresos similares pero consumos distintos; trabajadores sin sindicalizaciones a la vista; modernizadas subculturas reaccionarias; nuevas militancias; nuevos odios; etc. No es casualidad que en la Cámara de Diputados coexistan 28 partidos diferentes, reorganizados más que por proyectos políticos por intereses puntuales: los diputados del agronegocio, de la seguridad, de los frigoríficos, de las diferentes interpretaciones religiosas, los portavoces de las constructoras, etc.; todos, fidelizados en su voz y voto a un interés particular y, sólo de manera secundaria y en los papeles, representantes de lo común.

Como factor constituyente de esta pulverización social, los medios de comunicación. Si bien es cierto que desde el 2009, cuando el periodista crítico Paulo Henrique Amorim comenzó a martillar con la noción de los PIG`s (Partidos de la Prensa Golpista), una porción de su reputación quedó en entredicho: el “o povo não é bobo, abaixo a Rede Globo” (“el pueblo no es tonto, abajo la red O Globo”) se convirtió en un clásico de las marchas, grafitis y escraches; incluso fue cantado en algunas tribunas de futbol, reemplazando a los tradicionales carteles interactivos con la emisora. Sin embargo, el poder coral – porque no siempre dicen exactamente lo mismo - de los Civita (propietarios de la inefable y consumida Revista VEJA), los Frías (dueños del principal periódico brasileño de alcance nacional, Folha de São Paulo), los Mesquita (del tradicional diario Estado de São Paulo) y los Marinhos (dueños del multimedio O`Globo) sigue siendo profundamente corrosivo: apuntando al Partido dos Trabalhadores le han estado apuntando al único proyecto estrictamente político – como instrumento de poder, con una visión global de la dinámica social- que queda en pie en el sistema, al margen de que éste se encuentre hoy en día en una fase muy descaracterizada como tal. En ese sentido, los medios han apostado a este tipo de desideologización y de a-politicidad que genere las condiciones para que, en un futuro no muy lejano - y el juicio político es ese camino abreviado- se consolide un gobierno de los intereses privados, sectoriales, específicos  - como lo sugería Marina Silva en la última campaña electoral, y como lo sugiere hoy de forma abiertamente pública el Vicepresidente Michel Temer –; un gobierno de las partes, donde cada uno pueda imponerse según su peso relativo.

Allí radica el drama actual brasileño, su trance; sin una mediación universal que componga las circunstancias particulares, la dialéctica de los contrarios – al decir de Buarque de Holanda – queda desprovista de un sentido histórico general que la determine y organice. La posibilidad de un regreso, como imagen firme, a ese paisaje (estructuralmente) inorgánico de las mil partes del Brasil, cada una subsistiendo por su cuenta, atrapadas por del poder de las elites; algo que durante estos años del Partido dos Trabalhadores se había logrado revertir. Por eso mismo: lo que está en juego no es sólo el mandato presidencial de Dilma Rousseff. Hay muchas otras cosas.