Religión y política en el Conurbano


Tengo una misión con Dios y el barrio

Los pastores evangélicos trabajan más allá de la esfera religiosa: reclaman y peticionan por mejores condiciones de vida, consiguen recursos y colaboran en sostener el tejido social en tiempos de crisis. Demuestran continuidad y permanencia en los territorios a partir de un doble saber: manejan el lenguaje de la trascendencia, pero también la jerga política. ¿Qué efectos tiene su penetración en el día a día de los barrios? ¿Son los nuevos punteros? ¿Qué relación mantienen con los intendentes en tiempos electorales? Escribe Marcos Carbonelli

Domingo en Villa La Cava, Lomas de Zamora. Sobre una de las calles de tierra, una fila de hombres y mujeres espera paciente frente a una casa. A pocos metros, con el sol de la tarde todavía alto, unos nenes improvisan un fulbito con una pelota de plástico. Gambetean a los rivales y a los cascotes colocados para paliar el barrial de la última lluvia. Los vecinos esperan los alimentos que cada quince días se entregan en la sede de la organización Sal de la Tierra. La fisonomía de la construcción se confunde con la de todo el barrio: precaria, de techo de chapa y paredes de ladrillos sin revestimiento. Sobre una de las paredes externas cuelga un cartel con el lema “Organización Sal de la Tierra. Catorce años orando y trabajando por la ciudad”. En uno de los muros del patio hay un dibujo grande con los rostros de Perón y Evita y, en el medio, Néstor Kirchner.

La fila avanza a medida que los reciben los voluntarios de la organización. Los vecinos muestran su documento, completan una planilla y reciben un bolsón con alimentos de primera necesidad provisto por el Ministerio de Desarrollo Social. Leonardo Álvarez, máximo dirigente y responsable de Sal de la Tierra y pastor pentecostal, sigue atento el proceso. Además de mercadería, el referente y la gente de su barrio intercambian información, consultas, favores, actualizaciones personales.

-Hace mucho que no te veo. ¿Qué te pasó? - le pregunta el pastor a una madre jovencísima con su hijo a upa.

-Es que con mi marido estuvimos cirujeando varios días. No teníamos nada.

Leo la mira, se mete adentro de la casita y sale con un pack de leche extra. Minutos más tarde, una pareja de ancianos se le acerca:

-Pastor, fuimos al Hospital pero no nos dieron los medicamentos ¿sabe dónde podemos ir? Mi mujer no puede esperar más. 

El pastor les aconseja que vayan a uno en Capital, que ahí la atención médica es mejor que en provincia. No puede ofrecerles contactos, pero se compromete a ayudarlos con la carga de la SUBE para que puedan viajar las veces que haga falta. Cuando intenta retomar el control de la entrega de alimentos, le hacen una tercera consulta:

-Leo, ¿tenés novedades de las cooperativas?

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Cuando desde las ciencias sociales o desde el periodismo se analiza la pobreza estructural y las estrategias o políticas para abordarla, aparecen tópicos recurrentes: la inevitable y debatida trama clientelar, la pureza ascética del voluntariado, la gimnasia de los movimientos sociales- entre el pragmatismo y la ideología-, y el trabajo de Cáritas, que legitima la voz de la Iglesia Católica para dar números aceptados públicamente. A estos debates, urge sumar la injerencia del liderazgo territorial de pastores evangélicos en la cotidianeidad de los más pobres.

¿Cuándo sucedió esto? ¿Cómo fue que los templos evangélicos improvisados en garajes se transformaron también en dadores de recursos trascendentales y materiales? Las condiciones de posibilidad y funcionamiento de ese fenómeno remiten a la intersección de dos tramas, una religiosa y otra política. Si bien la presencia evangélica en Argentina se remonta a los tiempos de la independencia, en las últimas décadas las pequeñas comunidades pentecostales cobraron mayor visibilidad urbana: se organizaron en torno a un pastor- que comparte el cotidiano con sus vecinos- y se multiplicaron en los barrios. Más que una formación teológica escolástica, en esta modalidad religiosa gravita la idea del carisma: el encuentro con Cristo cambia la vida y llama a cambiar la vida de los demás. A las manifestaciones milagrosas como la sanación de problemas de salud, familiares o amorosos, se anuda la búsqueda de una restauración material.

En el caso de pastores como Leo, este cruce se potencia con su pertenencia barrial. La Cava es una de las zonas más pobres de Lomas de Zamora. En un radio de apenas ocho cuadras residen casi cuatro mil familias que, expulsadas de otros espacios, poblaron el barrio desde la década del setenta. Las viviendas de material escasean y predominan las construidas con maderas o chapas, donde conviven familias compuestas por hasta diez niños. Todo el barrio está emplazado sobre una antigua laguna rellenada con basura, lo que provoca la contaminación permanente del suelo y de las napas de agua, un factor de altísimo riesgo agravado por la ausencia de red cloacal. La proximidad de La Cava con el Riachuelo (el curso hídrico más contaminado de la Argentina y uno de los más contaminados del mundo) cierra el círculo de vulnerabilidad constante: trabajo informal precarizado, condiciones de vivienda inadecuadas, servicios públicos mínimos ausentes, riesgo permanente de contraer enfermedades graves.

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La Cava nunca representó una tierra de oportunidades. En los 80’, las juventudes experimentaron en carne propia la marginación social: sus padres fueron expulsados del mercado laboral y la escuela pública, las sociedades de fomento y los clubes, instituciones que otrora daban sentido a las esperanzas y solidaridades populares, entraron en crisis. Huérfanos de estos marcos protectores, la generación de Leo presenció también la emergencia del mundo de las drogas. El pastor atravesó su adolescencia viendo cómo sus amigos se sumergían en el consumo y, paralelamente, en el incipiente flagelo del VIH. El propio Leo confesó haberse tentado. Dos factores decisivos truncaron esta posibilidad: la muerte temprana de sus amigos- víctimas de sobredosis, represión policial o VIH- y el mundo evangélico. La vida ejemplar de un vecino “cristiano” lo conmovió e inició el camino de la conversión. Se hizo pastor, colaboró con varias comunidades y después de unos años volvió a su barrio de origen. Entendió que, si Dios había salvado su vida, él debía salvar la vida de su barrio. La Cava dejaba de ser un gueto para constituirse en un territorio de salvación individual y colectiva.

Durante la crisis del 2001, Leo organizó merenderos y ollas populares, y cortó el Camino Negro con sus vecinos para reclamar por empleo digno. Sus actividades llamaron la atención de funcionarios y dirigentes políticos peronistas, que vieron con buenos ojos incluirlo en la malla de contención social. Aquí talla la segunda trama, la política.

En términos culturales, la mediación religiosa de la política asistencial cuenta con amplio respaldo. Por historia, la Iglesia Católica aventaja en este terreno, pero la novedad de los últimos años es la legitimación “desde abajo” del trabajo pastoral. Los vecinos de los barrios más pobres del Conurbano desde hace tiempo incluyen a “los evangelistas” en sus estrategias de reproducción de la materialidad de sus vidas, alcanzadas intermitentemente por la sombra del Estado. Lo que hacen los políticos profesionales no es otra cosa que incorporar este dato a la administración de la urgencia cotidiana.

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Promedia la tarde en Monte Chingolo y el pastor Cristian Rosales camina por el Ceibo, barrio popular del partido de Lanús. En el recorrido, enseña orgulloso la panadería construida para que los jóvenes que se recuperan del consumo de drogas aprendan un oficio y se ganen el sustento cotidiano. Todas las mañanas una parte de la comunidad se levanta muy temprano para cocinar galletitas, budines y rosquitas. El otro grupo lo secunda en la venta por colectivos y trenes, provisto de canastas de mimbres y de un discurso poderoso que otra vez hablará de infiernos adolescentes, redenciones divinas y cambios de hábitos radicales.

-Una noche, muy tarde, me sonó el celular. Llamaban del juzgado, sabían mi teléfono por la municipalidad. Tenían a dos pibes que habían encontrado en la calle, sin familia que los recibiera. Me preguntaron si los podía tener un tiempo en mi comunidad. Les dije que sí- dice el pastor Cristian.

Aun por fuera de los canales formales y los procedimientos burocráticos, el día a día pastoral devela la incorporación naturalizada de su trabajo a la gestión de las urgencias, modus vivendi de la política social de la Argentina contemporánea.  

El trabajo pastoral de Cristian se centra en los jóvenes y sus vulnerabilidades, pero su figura se extiende más allá de la esfera religiosa: su condición de nacido y criado en Monte Chingolo y el pasado peronista de su papá forjaron sus condiciones como líder barrial.

-Cristian, ¿sabés cuándo la municipalidad va a darle solución a esto?- le pregunta un hombre que aún tiene su mameluco de obrero puesto, mientras señala con preocupación las aguas servidas que serpentean entre los pasillos de tierra.

-Quédate tranquilo, ya fui a hablar y me dijeron que la semana que viene aparecen los caños- responde el pastor, haciendo gala de un anudamiento sutil entre las ansiedades y urgencias barriales y los siempre dilatados tiempos de la gestión pública.

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En su trabajo regular, en la gestión de las cuestiones indispensables que sostienen la frágil vida asociativa de los barrios, Leo y Cristian (como tantos otros) ejercen una representación bifronte. Por un lado, encarnan el costado visible, eficaz, el que importa del Estado. Frente al laberinto kafkiano de trámites y procesos, el trabajo social de los pastores permite atajos, rutas cortas y seguras para alcanzar recursos materiales y simbólicos. Por otro, representan al barrio cuando en su nombre exigen que la empresa Edesur restablezca el suministro de energía, que el comisario responda a una demanda de seguridad o cuando solicitan la inclusión de La Cava en la planificación de tareas de la Autoridad de la Cuenca Matanza Riachuelo (ACUMAR). Esta doble función ubica a los pastores como figuras anfibias: religiosas y políticas al mismo tiempo. Manejan el lenguaje de la trascendencia, pero también la jerga política. Por momentos son el Estado en acción, por otros, los barrios peticionando.

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El contacto entre el pastor Cristian y el municipio de Lanús se forjó cuando el líder religioso recibió en su comunidad al entonces candidato Díaz Pérez para escuchar su propuesta y, al mismo tiempo, presentarle las urgencias del barrio. El encuentro se produjo en agosto de 2007, en medio de una interna peronista inédita: Manuel Quindimil, el “caudillo”, eterno titular del poder municipal fue desafiado por un rival bendecido por el kirchnerismo, deseoso de borrar del tablero los vestigios del duhaldismo. La interna se desarrolló bajo un clima tenso, tanto en términos mediáticos como territoriales. Cristian todavía recuerda las piedras que caían sobre el tinglado de la Iglesia mientras llevaba a cabo la reunión con Pérez y los vecinos del Ceibo, en las vísperas de las elecciones. Ni los cascotes ni las amenazas telefónicas debilitaron su vínculo con Díaz Pérez. Una vez que ganó, Cristian se transformó en el nexo directo entre el poder municipal y la situación barrial.

Quienes se dedican diariamente a la política barrial reconocen que las prácticas violentas están lejos de ser una excepción o el residuo de épocas pasadas. El acceso a recursos que “bajan” desde las alturas del Estado o el ascenso en la carrera partidaria local se resuelven no pocas veces mediante aprietes.

Leonardo también fue víctima de intimidaciones. Cuando denunció que un colaborador vendía bidones de agua que debían repartirse gratuitamente, un grupo de matones irrumpió en la sede de Sal de la Tierra y amenazó a punta de pistola al pastor.

-Me hicieron arrodillar y me gatillaron varias veces en la cabeza delante de mi familia. Después me golpearon y dijeron que iban a volver si no la cortaba. Mi mujer, que vio todo, casi perdió su embarazo. Pero yo les dije que no iba abandonar el barrio: no voy a dejar de trabajar acá. Tengo una misión con Dios y la voy a cumplir. No importa. Yo ya estoy jugado.

La justificación religiosa de esta resistencia distingue una cualidad que potencia el liderazgo territorial, al mismo tiempo que remite a una regla implícita en el campo político popular: para ganarse un lugar y el respeto de otros (competidores, potenciales aliados y benefactores) hay que demostrar continuidad, permanencia. Resistir al apriete y beber el trago amargo de los vaivenes del trabajo político se capitaliza más tarde en reconocimiento, prestigio y credibilidad.

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Sobre el trabajo pastoral existen dos grandes prejuicios, empapados por una lógica instrumentalista. El primero dice que los pastores hacen trabajo social en pos del proselitismo religioso: los recursos materiales distribuidos serían la prenda por la cual se garantiza la feligresía en la iglesia. El segundo no distingue entre la figura del pastor y la del puntero y deja entrever que el intercambio de recursos e informaciones sostiene el desembarco de los evangélicos en la política partidaria. En otras palabras, el advenimiento del pastor como intendente, gobernador o inclusive presidente.

Ambas tesis resultan endebles por razones similares: presuponen una traducción inmediata de las adhesiones y competencias religiosas en políticas y viceversa. Que las personas del barrio incorporen a las iglesias evangélicas en su repertorio de estrategias para resolver su materialidad cotidiana no los convierten en creyentes fervorosos perse, de la misma manera que la elección de un colegio parroquial no implica la catolicidad a rajatabla de padres y alumnos concurrentes. Por otro lado, pensar en un voto evangélico construido territorialmente supondría la conversión sin más de los ayudados en votantes, a quienes la caridad en la emergencia sustraería de todo tipo de pertenencia partidaria previa y capacidad de acción y decisión.

Las conversiones en el campo popular y la penetración de la pastoral evangélica en la cotidianeidad barrial, su influencia en el mantenimiento de vínculos locales y su capacidad para reemplazar al Estado pueden llevar a inducir la presencia de un capital político con impacto electoral decisivo. Esta sensación se agiganta si se tiene como espejo la experiencia brasileña y se considera la afinidad de estos actores con el peronismo. Pero los exámenes de la historia piden mesura. Desde que los evangélicos superaron la barrera del estigma en la década del noventa, ensayaron una y otra vez incursiones en el mundo partidario a partir de diferentes formatos: partidos confesionales, agrupaciones dentro de estructuras políticas “tradicionales”, armados de espacios que apelan a una identidad cristiana inter-confesional. Los fracasos que acompañaron cada intento se explican por dos razones. En primer lugar, sus intereses partidarios -sobre todos aquellos surgidos de la gravitación en escenarios locales- se toparon, más tarde que temprano, con la maquina política del peronismo, que les enseñó una y otra vez la gravitación de la expertise profesional a la hora de cerrar listas, armar campañas y conseguir votos. Los pastores impactan con su conocimiento del terreno, con su escucha atenta a las demandas sociales y con su poder de convocatoria, pero poco pueden hacer contra el timming y el savoir faire de los consagrados full time a los quehaceres partidarios.

En segundo porque, al menos en el caso argentino, las creencias no se transmutan sin más en adhesiones políticas: aun en la tierra del Papa Francisco, las identidades religiosas no ingresan puras al cuarto oscuro. Se mezclan previamente con otras cosmovisiones, percepciones y simpatías. En otras palabras, si en nuestra historia ni el catolicismo pudo constituirse como preferencia electoral, ¿podrá serlo una identidad religiosa de legitimación reciente como la evangélica?

Más interesante es poner la lupa en los modos en que estas agencias religiosas resuelven los problemas cotidianos de los sectores populares. Sin desmerecer otras intersecciones con la política (como la intervención de estos mismos actores en debates sobre la extensión de derechos sexuales y reproductivos, por ejemplo), estas injerencias asoman como la potencia política evangélica por excelencia. De manera específica (aunque invisible aun para los grandes medios de comunicación y la opinión pública), los evangélicos colaboran en sostener cierta normalidad en tiempos de pauperización de la calidad de vida de los sectores populares. La respuesta a los interrogantes en torno al mantenimiento milagroso del tejido social, a la ausencia del estallido también hay que buscarla (parcialmente) en la agencia microscópica de estos auténticos disyuntores sociales, que día a día miden la tensión social y evitan el cortocircuito.

A su tiempo, trabajos sociales-políticos y religiosos como los del pastor Leonardo y Cristian incitan una serie de preguntas en torno a la performatividad de sus mediaciones. ¿Qué efectos tiene que terceros- en este caso, religiosos- instrumenten políticas sociales? ¿Qué imágenes, representaciones y sentires con respecto al Estado, los derechos y la ciudadanía se van forjando en esta cadena de interlocutores y correas de transmisión?

La resolución de estas preguntas remite al largo plazo, pero anticipamos que la sutura religiosa de la distancia entre el laboratorio decisional y el territorio fortifica la legitimidad de estos actores en la discusión de los problemas públicos. Así como la extensa y profusa acción asistencial de Cáritas en la historia redundó en la legitimidad indiscutida de la UCA para medir la pobreza, denunciar responsabilidades y arriesgar recetas, resulta esperable que la acción evangélica que pacifica pabellones carcelarios, contiene mujeres atacadas y recompone juventudes astilladas encuentre su lugar y su voz en los debates venideros sobre la despenalización del consumo de drogas, por citar un ejemplo. Más allá de la controversia normativa y el voluntarismo por un Estado laico, estas dinámicas más o menos subrepticias dan forma a nuestra discusión actual sobre políticas sociales y extensión de derechos y, fundamentalmente, a la pregunta en torno a quiénes pueden intervenir en estos debates y con qué autoridad.