La quiniela y la suerte


Tengo un pálpito

“Jugarse un numerito” al pasar por una agencia de quiniela es un ritual diario que cada tanto se vuelve una posibilidad ante “la pegada” de un conocido. Un sueño, el aniversario de la muerte de Evita o el natalicio del papa Francisco puede ser la señal esperada. El especialista Pablo Figueiro decodifica una práctica que funciona como un operador de la esperanza en la vida cotidiana, otorgando un espacio donde jugar y salir ganador, sin los requerimientos de méritos, capitales ni conocimientos especializados que la vida social exige.

“Cuando cobran el plan social, laburamos un montón. Y hay gente que se la gasta toda, los 150, 200, se la gastan en quiniela. Esperan cobrarlo para jugárselo a la quiniela”, cuenta Sandra, una agenciera con más de 20 años en el rubro de los juegos de azar en la zona norte del conurbano bonaerense.

Pero la sospecha no es nueva. Estuvo en los inicios mismos de la Lotería Nacional, a fines del siglo XIX. Entonces se debatía en el Congreso si la legalización del juego de lotería podía considerarse como un módico “impuesto voluntario”, a través del cual se financiarían obras de beneficencia para las “clases indigentes” a las que, se alegaba, pertenecían los mismos jugadores. Las imágenes de disolución de la economía nacional, de los valores vinculados al trabajo y a la honestidad, y de una masa afiebrada por la posibilidad de ganancias espectaculares, eran los temores que presentaban quienes se oponían a dicha legalización. El debate mismo evidenciaba la sospecha moral que aún hoy recae sobre los juegos de apuestas y la necesidad de conjurar su carácter “impuro” y disoluto. De hecho, quienes promovían el proyecto, no defendían al juego en sí mismo, sino a la posibilidad de convertir un vicio privado en un bien público. Es justamente sobre el beneficio social que conlleva en términos de redistribución de fondos, pero también de generación de empleos, que las entidades estatales encargadas de regular el juego han construido la justificación de su propia razón de ser.

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En tanto se los ha definido por oposición al trabajo, al mérito y al ahorro, los juegos de azar y el dinero que involucran requieren ciertas condiciones morales de posibilidad. “Entretenimiento para vos, beneficios todos” o “La plata que juega la gente, vuelve a la gente”, son algunos de los lemas utilizados por Lotería Nacional S.E. (LN) y por el Instituto Provincial de Lotería y Casinos de la provincia de Buenos Aires (IPLC) en los que se cristalizan dicha exigencia. Más concretamente, se trata de que el dinero recaudado sólo puede ser destinado a obras de bien público. Es como si debiera ser lavado de su origen impuro y antieconómico, a través de usos más loables. Salud, educación, desarrollo social, seguridad, son algunos de los rubros a los que se destina el dinero  por las entidades estatales que tienen bajo su control la explotación del juego. Sólo con lo obtenido en el mes de marzo pasado, el IPLC transfirió a distintos organismos públicos un total de 702,7 millones de pesos. Sin embargo, el grueso de las ganancias quedan en manos privadas, en los concesionarios de bingos y casinos.    

¿Pero es el juego, como señalan numerosas investigaciones, un impuesto regresivo que graba a los sectores populares manteniendo un discurso de bien público? Una rápida mirada sobre los consumidores/jugadores, sobre la localización de los bingos y salas de juego y la extensión de la red de agencias legales e ilegales indicaría que sí. Pero esto no alcanza para explicar el fenómeno, porque aún nos quedaría la pregunta de por qué la gente juega, si estamos convencidos de que no es un simple engaño.

Sin desconocer el rol que tiene el Estado y las empresas concesionarias privadas en la oferta de juegos, si no queremos dejar en un lugar de mera pasividad a los jugadores, todavía deberíamos preguntarnos qué hay en el juego que hace que merezca ser jugado. Desde ya que cada juego tiene sus particularidades y sus públicos y no pretendemos abarcar una explicación general de ellos, pero quisiéramos apenas concentrarnos en algunas particularidades de la quiniela, el juego más popular en nuestro país.

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Hacia finales de los años 20 y principio de los 30, Roberto Arlt coloreaba en sus Aguafuertes porteñas la vida en los barrios de Buenos Aires. Entre sus diversos temas y personajes, dedicó varias líneas al juego de la quiniela, al que caracterizó como “sirenas fantásticas y dominadoras que duermen en el fondo del juego legalizado. Por un billete de lotería que se vende, hay diez anotados para una quiniela. Y se explica. La quiniela es barata. Para jugar no se necesitan más que diez centavos a cada jugada, ¿quién es el que no puede malgastarlos?” En efecto, este juego siempre tuvo la virtud de ofrecer, aún a los más pobres trabajadores, la posibilidad de esa actividad de excedente que es el juego. Unos pocos centavos eran suficientes para acceder a la dispensa de “jugarse un numerito”, como aún hoy se escucha entre sus adeptos. La lógica propia del juego se granjeaba así –y aún hoy lo hace– el favor de los sectores populares y de su modesta economía.

A pesar de su larga trayectoria en la clandestinidad, no fue hasta 1959 que la quiniela fue legalizada por primera vez. Fue en la provincia de Tucumán –cada una tiene la potestad sobre los juegos de azar dentro de su territorio–, seguida por Formosa en 1966. La mayor parte de las provincias hicieron lo propio durante la década de 1970, hasta que dicho juego alcanzó su legalidad en todo el territorio argentino en 1986. Sin embargo, esto no significó un retroceso del juego ilegal, sino que, contrariamente, le permitió tener cada vez mayor cantidad de sorteos legales sobre los cuales poder ofrecer sus “servicios”. Hoy en día, por ejemplo, entre los sorteos del IPLC y los que se ofrecen en convenio con otras jurisdicciones (Lotería Nacional, loterías de Montevideo, Santa Fé, Córdoba, Mendoza, Santiago del Estero), en la provincia de Buenos Aires es posible jugar a un mínimo de 14 sorteos diarios, distribuidos en cuatro horarios a lo largo de cada jornada. Lo mismo sucede en la Ciudad de Buenos Aires a través de la Lotería Nacional.  Aún si no hay datos fidedignos que registren la extensión del juego ilegal, cada trabajo sociológico o antropológico que incursiona en algún aspecto de la vida en los barrios populares, se topa invariablemente con la existencia de levantadores de quiniela. Esto no significa que dichos barrios se caractericen por la ilegalidad. Lo que señalamos, más bien, es la presencia de un juego en lugares donde no llega la red oficial. Pero incluso allí donde llega, también se da esta particularidad. Yo mismo he dado con agentes oficiales que, paralelamente, levantaban jugadas clandestinas. 

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Pero no nos interesa aquí la ilegalidad de este hecho, sino lo que nos indica en tanto práctica social extendida. La quiniela ha logrado ser uno de los juegos más populares, por extensión y por cotidianeidad, en un universo en el que cada vez existen más variantes de juegos. Si bien las máquinas tragamonedas (o slots) son el rubro con mayor recaudación, la extensión horaria y geográfica de la quiniela ha permitido que pueda jugarse sin necesidad de interrumpir más que momentáneamente las labores diarias. Así, el ama de casa que se dirige a hacer las compras, el chofer de taxi que realiza una pausa, el trabajador que va hacia la parada del colectivo o sale por su almuerzo, el policía que realiza su ronda o el comerciante que deja por algunos minutos su puesto, pueden acceder en las grietas de su trabajo a ese “placer sobrehumano”, como lo definió Baudelaire, que es el juego. En la quiniela clandestina, el mítico “biromero” que recorre las calles de su barrio en bicicleta, anotando las jugadas de sus clientes, es la imagen misma de la comodidad de poder jugar en el transcurso del día, sin mayores interrupciones y por unos pocos pesos.

Las personas entran y salen de las agencias, varias veces al día. Tienen un “pálpito”, vieron una pelea, una caída, soñaron con un familiar fallecido, ganó su equipo de fútbol, saben que es el aniversario de la muerte de Evita o el natalicio del papa Francisco. Los números están por doquier, en la calle, en la casa, en la televisión, e incluso en folletos especializados dentro de las agencias y en secciones de diarios. El significado de los sueños es el elemento básico a través del cual se traducen cada uno de los sucesos cotidianos en números. El 33 (el cristo), el 32 (el dinero), el 48 (el muerto que habla), el 22 (el loco), son algunos de los más famosos, pero más allá de los mismos, los jugadores se las ingenian para que cualquier evento del transcurrir diario tenga su correlato en una cifra que los representará en el universo mágico de la suerte al momento del sorteo.

Pero junto a esta vertiente, diríamos esotérica, los mismos jugadores también saben que hay un número “atrasado”, que hace tres semanas, un mes que no sale ganador y que “está por salir”, aún cuando todo el mundo sepa también que “a los números los ponen”. Sí, “los ponen”. Cualquier jugador lo sabe. Para referirse al número ganador de un sorteo, preguntan: “¿cuál pusieron?”; y afirman: “pusieron tal”. De juego de azar pasa a ser uno en el que también se debe competir contra “la Lotería”, no importa cual. Los sistemas de apuesta en tiempo real vía online, a través de las terminales que hay en cada agencia oficial, mandan los datos directamente a las Loterías. Este hecho sería la prueba de que los organizadores saben qué números apuesta la gente y “ponen” los ganadores en función de eso. Pero uno puede vincular esta certeza no con la desconfianza generalizada que se aduce hacia las instituciones, sino con el elemento competitivo que agrega. Hay que saber cuándo van “a poner” el número que uno espera y anticiparse.

En cualquier caso, esta relación con los números es una decodificación inagotable de hechos mundanos. Desde los piojos que pueden tener los hijos hasta la caída de las torres gemelas, todo, absolutamente todo es, desde la óptica de los jugadores, traducible en uno o en varios números. Esto da algo en que pensar y que esperar a lo largo del día. Muchas veces sin nada por qué competir en la vida social, encuentran allí un lugar en el que encuentran probabilidades realistas de, al menos, ganar esporádicamente, incluso cuando las pérdidas siempre sean mayores. Si no salió en “La primera” (el primer sorteo de la mañana, a las 11:30 hs.), quizás salga en “La matutina”. Y siempre quedan “La vespertina” y “La nocturna” si no hay caso.

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La extensión geográfica y horaria, sumado a la cotidianeidad que se establece a partir de los números, son una de sus características más importantes del juego. Pero junto al hecho de que, en principio, no requiere una gran inversión y cuyos premios, por más de que nunca alcancen a cubrir los montos apostados por el jugador habitual, siempre llegan. A diferencia de las loterías tradicionales, en las que se puede estar toda una vida jugando sin ganar nunca, la quiniela, por mera probabilidad, tarde o temprano ofrece un premio, lo cual otorga una satisfacción concreta al apostador, lo convierte en algo palpable, del orden de lo posible y de lo razonable. En otros términos, la esperanza que otorga el juego se vuelve más realista.

Pero habría que marcar una paradoja. Si las posibilidades de acierto no son descabelladas, los premios siempre son magros. La reciente ganancia de $ 670.000 de José Ottavis en la quiniela, es una anomalía propia de quien no es jugador. En la práctica, nadie apuesta mil pesos a un número de la quiniela. Pero Ottavis no jugó mal, simplemente se trata de alguien que jugó ocasionalmente impulsado por un pálpito y que se retira con su premio. Los jugadores cotidianos, en cambio, juegan apenas algunos pesos por número, lo que hace que las posibles ganancias sean mucho más discretas, aunque siempre atractivas para sus economías. Por cada peso jugado a un número de dos cifras, que son los más apostados, los ganadores reciben 70 de premio. Para el caso de las tres cifras, las ganancias son 600 veces la apuesta, y de 3.500 en el caso de las cuatro cifras. Sin embargo, deben pasar muchas pérdidas para alguna vez obtener un premio “cuantioso”, con todo lo relativo que esto puede ser.

No obstante, coexiste en la práctica la idea de cierta “salvación”. Cualquiera que haya jugado a la quiniela sabe que es imposible “salvarse” económicamente con ese juego, si entendemos por ello liberarse de la necesidad de trabajar para subsistir. Los jugadores mismos lo saben y lo explicitan, y sin embargo utilizan el término. Si bien puede parece una extrapolación de otros juegos en los que sí existiría la posibilidad de “no trabajar nunca más”, puede pensarse que incluso en la quiniela tiene asidero su utilización.

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En un sentido económico restringido, el salvarse puede entenderse como una salvación en pequeña escala, para determinadas cosas puntuales. Así, pueden salvarse las vacaciones, el pago de una cuota, una salida o la compra de un electrodoméstico. Este sea quizás la dimensión más palpable, material, de la salvación. Pero hay otra dimensión, acaso mayor, que es simbólica. Ganar, implica dotar de sentido momentáneamente a la vida, ofrecer un “estado de gracia”, un momento epifánico particularmente rico para quienes la participación en el mundo social no tiene perspectivas de cambio. Ganar es justamente romper con la rutina, salirse de la función de madre, padre, empleado, ama de casa y obtener una recompensa por todo aquellos que los jugadores consideran impago, que la vida les debe. Jugar no es solo un pasatiempo, sino que lleva implícito una noción de justicia desde que devela que alguien ha sido tocado por la suerte. Si la quiniela merece ser jugada, es porque otorga la posibilidad de ser ganador, de ser recompensado, lo cual requiere dejar de ser mera función: Allí el dinero no es lo que sirve para comprar, para ahorrar o para invertir, sino que sirve para jugar, para dilapidar. Los números tampoco sirven para contabilizar, sino para traducir, para indicar la gracia.

Si la quiniela es tan popular, entonces, no es solamente porque puede jugarse a partir de montos relativamente pequeños (que siempre se abultan en el transcurso de las apuestas) y obtener ocasionalmente un financiamiento rápido de dinero, sino fundamentalmente porque permite, a partir del propio transcurso de la vida diaria, participar con cierto realismo del momento mágico de ganar. Los jugadores habituales no apuestan para hacer un regalo o pagar una cuota. Muchas veces usan los premios para eso, pero no debe verse allí el motivo de la apuesta, que seguirá estando independientemente de dichos usos. La quiniela funciona así como un operador de la esperanza en la vida cotidiana, otorgando un espacio donde jugar y salir ganador, sin los requerimientos de méritos, capitales ni conocimientos especializados que la vida social exige.