Ensayo

Cuadernos y arrepentidos


Tan verosímil y tan difícil de creer

La distancia entre lo que escribió el chofer y lo que declararon los empresarios, la figura del “arrepentido", el proceder y los intereses del fiscal y el juez de la causa, el momento político en el que todo ocurre. Fernando Rosso disecciona “los cuadernos de la corrupción” y establece diferencias y riesgos comparables con el Mani Pulite y el Lava Jato. La primera nota de una serie en la que periodistas y juristas analizan un caso de consecuencias aún insospechadas.

La conmovedora fábula relata que la acción transcurrió en un país oprimido y tenaz: en enero de 2018, un periodista accedió a una caja con extraños documentos. Allí había ocho cuadernos, un anotador, unas cuantas facturas y varios videos. Los elementos pertenecían a Oscar Centeno, un ignoto chofer que trabajó para Roberto Baratta, el número dos del exministro de Planificación Federal, Julio De Vido, durante la administración kirchnerista. Un entrañable e inocente amigo de Centeno, Jorge Bacigalupo, fue quien entregó las pruebas que revelarían un inconmensurable entramado de corrupción, quizá el más importante de toda la historia argentina. Centeno registró obsesivamente los trayectos que realizó durante diez años junto a su jefe, a bordo de un Toyota Corolla: días, horarios, direcciones y montos figuraban en cada uno de los cuadernos y certificaban entregas de dinero negro por parte de las empresas dedicadas a la obra pública a funcionarios del área. El periodista optó por frizar la primicia a cambio de ceder todo el material a dos funcionarios judiciales ejemplares: el juez Claudio Bonadío y el fiscal Carlos Stornelli. Como corresponde a los hombres de bien, los dos integrantes del incuestionable Poder Judicial de la Nación analizaron las puntillosas anotaciones y comprobaron su veracidad en jornadas agotadoras de trabajo, hasta que decidieron que había llegado la hora de avanzar en el cumplimiento del deber. Una noche fría de principios de agosto, ordenaron 34 allanamientos, 12 detenciones y 18 citaciones a indagatoria a empresarios y funcionarios de la administración kirchnerista. El robo del siglo había encontrado el riguroso escarmiento de la Justicia con mayúscula.

Pero la realidad, que nunca pierde la costumbre de dinamitar hasta las más nobles ficciones -e incluso superarlas- fue develando que Centeno era un oscuro personaje, exsuboficial del Ejército, dado de baja de la fuerza por arrojar una granada a un camarada que cometía la imprudencia de torturarlo mediante el bullying; el anciano justiciero Bacigalupo, un exsargento de la Policía Federal, admirador del comisario Alberto Villar -en su momento, jefe de la temida Triple A- y simpatizante entusiasta del genocidio; Bonadío, un juez nombrado a dedo por la runfla menemista en los años de servilletas, pizza y champagne; Stornelli, un íntimo del presidente Mauricio Macri, exjefe de Seguridad del club Boca Juniors, puesto allí por el actual jefe de Estado y Diego Cabot (quien tuvo en sus manos el material), un periodista que  hasta llegó a brindar una conferencia en una unidad básica pampeana del oficialista partido de gobierno. Para cerrar el combo, el expediente aterrizó en el juzgado de Bonadío a través del selectivo método conocido como forum shopping (elegir juzgado a la carta).

Los originales de los cuadernos nunca aparecieron. El chofer anotador pasó de Funes el memorioso a un sospechoso amnésico que había extraviado en las profundidades de su frágil memoria el lugar donde guardó los cuadernos (que Cabot había devuelto a Bacigalupo luego de fotocopiarlos y Bacigalupo a Centeno), hasta que se hizo la luz y recordó que los había incinerado a la parrilla como a tantas otras cosas que perdimos en el fuego.

La cosa y la causa

 

Pero el desfile desordenado de arrepentidos que comenzaron a canjear su libertad condicional por declaraciones logradas bajo coerción -por amenaza o detención efectiva- dejó en un segundo plano la extraña desaparición de los cuadernos de la gloria.

Los primeros empresarios que confesaron bajo la figura de “imputado colaborador”, de acuerdo a la llamada Ley del Arrepentido, y quedaron en libertad (como Ángelo Calcaterra, exdueño de Iecsa; Javier Sánchez Caballero, exCeo de la misma empresa o Juan De Goycoechea, extitular de Isolux), aseguraron que habían hecho aportes ilegales, pero no en concepto de sobornos, sino para el financiamiento de campañas electorales del Frente Para la Victoria y fueron por montos mucho menores a los que Centeno detallaba en las anotaciones. Según la declaración de estos primeros arrepentidos, los aportes se realizaron bajo extorsión o por miedo a represalias gubernamentales.

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La confesión colaborativa de Luis Betnaza, hombre muy importante en la estructura de la multinacional Techint, tuvo un carácter diferente: aseguró que entregó dinero a funcionarios kirchneristas para que el Gobierno intercediera ante la administración de Hugo Chávez en 2008, cuando la gestión bolivariana expropió la siderúrgica Sidor, perteneciente a ese grupo empresario y Paolo Rocca aspiraba a una indemnización mayor. Objetivo que logró con creces gracias a la intermediación del gobierno. Técnicamente, la gestión se llama lobby.

Una tercera versión, sensiblemente distinta, fue la de Claudio Uberti, el primer funcionario del Gobierno kirchnerista que se presentó como “imputado colaborador”. El extitular del Órgano de Control de Concesiones Viales (Occovi), que estaba bajo la órbita de Planificación, confesó -siempre según la selectiva filtración que hacen desde el juzgado a medios afines, en el marco de un peculiar secreto de sumario- que existía el esquema de coimas y que incluía a las concesiones viales que él controló hasta 2007. Uberti dijo que el dinero lo manejaba De Vido, que existieron aviones que volaron hacia Santa Cruz con efectivo, que Néstor Kirchner y Cristina Fernández estaban al tanto, que supo de bóvedas, valijas y bolsos en el domicilio de ambos y que Techint no pagó sólo gestiones para un lobby, sino que también efectivizó sobornos.

El dueño de Metrovías, Aldo Roggio, uno de los últimos en atravesar el confesionario de Stornelli en Comodoro Py para declaró que pagó retornos que provenían de los subsidios que recibía para sus empresas de transporte. Justificó el cohecho con una frase de antología: “No tuvimos oportunidad de negarnos a esta exigencia”.

El empresario Gabriel Romero, de Emepa, confesó haber pagado coimas por 600.000 dólares para que el gobierno de Cristina Kirchner le renovara por decreto la concesión de la explotación de la Hidrovía , el tramo del río Paraná-Paraguay que permite conectar el Atlántico y Asunción para el comercio internacional.

Pero la confesión más densa fue realizada por el arrepentido Carlos Wagner, titular de la constructora Esuco y expresidente de la Cámara Argentina de la Construcción, quien luego de pasar unas noches alojado en la Superintendencia de Drogas Peligrosas de la Policía Federal, respirando el olor a tumba, decidió voluntariamente dar su versión de cómo fueron los hechos. Para variar, no coinciden con ninguna de las anteriores.

Sinfonía en mi mayor de Wagner

 

Wagner aseveró que el mecanismo de los sobornos funcionaba de la siguiente manera: El “club de la obra pública”, integrado por empresarios y funcionarios kirchneristas determinaba cuáles empresas participaban de las licitaciones, fijaba los precios de las ofertas y decidía a dedo quién se alzaría con la contratación. La ganadora debía abonar el retorno a los funcionarios. Las coimas provenían de los adelantos de obra que pagaba el Estado, cuyos montos oscilaban entre el 10% y el 20% del total. Todos estos mecanismos habrían sido tramados en 2004 con la intervención de las empresas Perales Aguiar, Vial Agro, Losi, Biancalani, Marcalba, Iecsa, Chediack, Coarco y otras. Para esa fecha Iecsa pertenecía a Franco y Mauricio Macri, por lo tanto, ambos habrían participado de la maniobra tramposa.

Todo el proceso judicial tiene ribetes contradictorios: la principal prueba nunca apareció (los originales de los cuadernos jamás pudieron ser peritados); las declaraciones de los arrepentidos son contradictorias o diferentes entre sí: Wagner involucró a Franco y Mauricio Macri y a Calcaterra, pero no fueron ni siquiera citados a indagatoria. Mientras en los casos de empresarios menores y cercanos a la administración anterior, la detención o la citación a declarar por parte de Bonadío fue inmediata. Calcaterra, por su parte, negó haber pagado sobornos, aseguró que sólo realizó aportes a la campaña electoral y que fue por obediencia debida. Miente Wagner o miente Calcaterra, por lo cual debería caerse el estatus de imputado colaborador de quien esté faltando a la verdad. El juez y el fiscal no se preocuparon por comprobar quien juega para los malos.

Betnaza de Techint declaró que pagó por lobby en la negociación de la indemnización con Venezuela, pero Uberti aseveró que Techint pagó coimas con todas las letras. Hubo empresarios, como el mismo Calcaterra, Marcelo Mindlin (Pampa Energía, nuevo dueño de Iecsa), Paolo Rocca de Techint o Aldo Roggio (Metrovías y otras) que figuraban en los cuadernos y no aparecieron en las primeras planas ni de la acción judicial ni de la cobertura mediática inicial. Algunos ni siquiera fueron llamados a declarar: se presentaron por propia voluntad. Los cuadernos (o sus copias) estaban en manos del juez y el fiscal desde hacía tres meses.

Todo el expediente se basó en las fotocopias de las anotaciones no peritadas, en confesiones arrancadas mediante la coerción (o hechas por conveniencia). Ninguna aporta pruebas, ni tampoco confirman lo que sentencian los cuadernos porque en algunos casos se confiesan aportes mucho menores (donaciones de campaña) y en otros los cálculos certifican que los montos serían muy superiores (sobornos millonarios). Hay detenciones preventivas y arbitrarias en algunos casos y se  aceptan de inmediato las colaboraciones en otros (con el beneficio de la libertad) de acuerdo al contenido de las declaraciones. Otros denunciados resonantes no son ni siquiera invitados a tomar un café al quinto piso de Comodoro Py.

El problema con este método estrafalario, además de violar mínimas garantías procesales, es que impide certificar si, ante la posibilidad quedar detenido, el empresario que declare dirá la verdad o construirá su relato en función de aquello que le permita eludir el calabozo.

Con todas estas contradicciones a cuestas, la espectacular causa tiene una piedra basal poderosa: los relatos son verosímiles, por la simple razón de que la corrupción acompaña como la sombra al cuerpo al sistema y así sucedió también durante los años kirchneristas, como quedó demostrado en casos resonantes como el de José López o Ricardo Jaime y sus generosos subsidios a las empresas de transporte. Casos de corrupción que, en muchas oportunidades, terminan en tragedias evitables como masacre de la estación Once en el ferrocarril Sarmiento.

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Sin embargo, esto no implica que, por el momento político en el que irrumpió la denuncia (con un gobierno en crisis y en retroceso en todos los frentes), los métodos con las que se lleva adelante, las burdas irregularidades procesales y los agentes que están a su frente, no contenga todos los condimentos de una operación del Poder Judicial, los servicios de inteligencia y el aparato mediático, sin descartar actores internacionales, que tiene como objetivo condicionar el escenario político.

Moros en la costa

 

Los antecedentes de operaciones de estas características, con similares métodos y análogos objetivos remiten a dos experiencias: Italia y Brasil.

El 17 de febrero de 1992, Italia despertó sacudida por un tsunami político. La operación encabezada por un fiscal de Milán, Antonio Di Pietro, fue conocida como Mani Pulite (Manos Limpias) y la mecánica desbaratada fue bautizada como Tangentopoli (por “tangente”, soborno en italiano). El encarcelamiento del empresario y dirigente del Partido Socialista Italiano (PSI) Mario Chiesa, pescado con las manos en la masa cuando recibía una coima en sus oficinas de parte del empresario Luca Magni fue sólo el comienzo. Desde el norte el escándalo se extendió a toda la península.

Cayeron Bettino Craxi, líder del PSI y el proceso de conjunto produjo más 2.900 prisiones y 6.059 investigados por corrupción, extorsión, financiamiento ilegal de los partidos políticos y balances empresariales falsos. Poco después, un magnate de los medios, Silvio Berlusconi fue consagrado primer ministro y gobernó Italia con métodos iguales o peores a los de sus predecesores, incluso en alianza con la mafia. Siete años más tarde, en el año 2000, de todas las personas condenadas por aquel megaoperativo, sólo quedaban cuatro detenidas. Las consecuencias económico-políticas fueron devastadoras: el país sufrió una década de recesión, la descomposición de los partidos políticos tradicionales y la hegemonía decadente del berlusconismo. Hoy derivó en el gobierno de una coalición de dos organizaciones de ultraderecha: la Liga del Norte y el Movimiento 5 Estrellas. El método del arrepentimiento o la delación premiada fue clave en el desenvolvimiento del Mani Pulite.

El juez que en Brasil encabeza desde el 2014 la operación “Lava Jato” es un admirador de aquel proceso que implosionó al sistema político italiano. Este abogado de 46 años, graduado en 1995 en la Universidad Estadual de Maringá -interior del estado de Paraná- se perfeccionó en el Departamento de Estado de los Estados Unidos y tiene vínculos estrechos con aquel país. En 2004 escribió un elogioso artículo académico titulado “Consideraciones sobre la operación Mani Pulite” en el que sacaba lecciones de aquella experiencia y de lo que

para él fueron sus exitosos métodos. El trabajo justifica hasta “teóricamente” las detenciones pre-juzgamiento, el complemento de la propaganda mediática producida con esa información y, por supuesto, las delaciones premiadas.

Sobre esa santa alianza entre métodos de coacción, filtraciones mediáticas direccionadas y poder judicial, Moro sentencia que “las prisiones [preventivas], las confesiones [premiadas] y la publicidad [periodística] conferida a las informaciones obtenidas generaron un círculo virtuoso, consistiendo en la única explicación posible de la magnitud de los resultados obtenidos por la operación mani pulite”.

Con esos “principios”, el actual juez de Curitiba llevó adelante junto a otros fiscales y jueces el proceso en Brasil con la doble finalidad de tratar de imponer un gobierno más directamente afín a los intereses del establishment y debilitar la posición de los gigantes empresarios brasileños beneficiados de la relación con el poder político del país vecino. El resultado hasta hoy: petroleras multinacionales se quedaron con el grueso del negocio del “presal” -explotación de los yacimientos petroleros de aguas profundas- en detrimento de Petrobras. La destituida Dilma Rousseff -a quien no pudo probarse la recepción de coima alguna- y Luíz Inácio “Lula” da Silva recibieron un tratamiento muy diferente a Michel Temer u otros políticos de la oposición al Partido de Trabajadores que recibieron retornos de los grupos empresarios. Mientras Lula está preso por una condena colmada de arbitrariedades, con una fuerte amenaza de proscripción en las próximas elecciones, Geraldo Alckim, el candidato respaldado por el PSDB y otros siete partidos, está libre, pese a que Marcelo Odebrecht (extitular de la gran constructora brasileña, uno de los grandes delatores premiados del “Lava Jato”) confesó que le dio dinero no declarado a través de un pariente. Se hizo famosa una frase del procurador Deltan Dallagnol cuando presentó un Power Point con las conexiones de la operación y afirmó: “No tenemos pruebas, pero tenemos convicciones”.

Si en Italia emergió Berlusconi y luego engendros como la Liga Norte y el Movimiento 5 Estrellas, en Brasil irrumpió con cierto respaldo social Jair Bolsonaro, un troglodita semifascista que pasó por nueve partidos y se presenta como quien va a salvar a la patria armando a los terratenientes para que asesinen a los campesinos sin tierra, persiguiendo a los homosexuales, expulsando a los negros de las instituciones públicas e instaurando la pena de muerte, entre otras bellezas.

Corrupción y partido judicial

 

El “Lava Jato” que encabeza Sergio Moro es una versión al uso nostro del “Mani Pulite” y estuvo orquestado desde el principio para sacar del escenario a un sector de la oposición y elegir a dedo el candidato presidencial entre los preferidos por los dueños del país y las potencias imperiales.

En el proceso en curso en la Argentina, aunque no se puede descartar el efecto “caja de pandora” (y que también termine afectando duramente al macrismo que comanda un país en grave crisis económica), hasta ahora aparece una copia empeorada del brasileño, con detenciones y arrepentidos a la carta, cárcel para empresarios y funcionarios de un sólo bando e impunidad y liberaciones exprés para los relacionados con el gobierno actual.

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Los tres procesos comparten llamativamente los métodos: prisiones preventivas arbitrarias y selectivas, violaciones de los derechos elementales de defensa, delaciones premiadas y confesiones extraídas y dirigidas mediante la extorsión, intervención de los servicios de inteligencia y una alianza burda y explícita con los medios hegemónicos para formar el “círculo virtuoso” que tanto fascina a Sergio Moro.

El relativo empate de fuerzas sociales que atraviesa al subcontinente con la crisis de los procesos llamados “posneoliberales” (el festival de corrupción es uno de los emergentes de esa crisis), pero con una derecha que no logró asentarse, abre el escenario para la intervención de los “partidos judiciales” que intentan cumplir mutatis mutandis el rol de árbitros que históricamente cumplieron los “partidos militares”. Lo último que se puede esperar de estos jueces y fiscales es Justicia. No hay que perder de vista que la transformación de ciertos casos de corrupción en un “problema público” fue un tema central de las políticas neoliberales con la imposición del supuesto que las empresas públicas eran un factor corruptor al entrometerse en negocios que debían estar en mano privadas. No es casual que se coloquen en el centro de la discusión en tiempos de ajuste y de un vuelco de EEUU a defender sus intereses en la región. Cuando estos personajes más potentemente agitan las banderas del honestismo para manipular los justos cuestionamientos a la corrupción por parte de la población, con más fuerza hay que agarrarse los bolsillos.

Los escritos de la fábula del misterioso chofer Centeno son más que verosímiles; los intereses non sanctos de los hombres providenciales del partido judicial, también.