Fecha de publicación del ensayo: 04/02/2021
Harto de encierros y limitaciones, preocupado por mi salud y la de mis seres queridos, como todos y todas, cada día calculo cuánto falta para que llegue el pinchazo. En estos meses asistimos a una proeza científica sin precedentes: en tiempo récord varios equipos desarrollaron no una sino varias vacunas efectivas contra un virus nuevo del que nada se sabía. Ya llegan, traídas por un operativo logístico complicadísimo –negociaciones, aprobación de órganos reguladores, aviones de Aerolíneas atravesando hemisferios, freezers, camiones a los cuatro puntos cardinales, cadena de frío, vacunatorios– gestionado por el Estado. ¿Cuánto falta para el pinchazo?
La vacuna ya está. Pero los obstáculos persisten.
Geopolítica
Nada más demostrativo de las injusticias que estructuran la sociedad en la que vivimos que el mapa del reparto de vacunas. Los países más ricos compraron por adelantado la producción futura de los principales laboratorios. Los más pobres deberán esperar uno o dos años más para acceder a las suyas (salvo sus ciudadanos que pueden viajar a Miami a aplicárselas). Y a pesar de que los fondos para desarrollarlas fueron aportados casi en su totalidad por los Estados (la participación de capital privado fue cercana a lo irrelevante), laboratorios privados se reservan patentes que impedirán que otros las produzcan más rápido y a menor costo. Capitalismo en todo su esplendor.
La irracionalidad es tal, que países como Estados Unidos, Australia o Gran Bretaña ya llevan comprados un número de dosis mucho mayor que el de su población. Al tope de la lista, Canadá adquirió casi diez veces más dosis que lo que suman sus habitantes. Los países poderosos se disputan contratos y entregas a codazos. Para los demás, las migajas. Los laboratorios especulan y algunos imponen condiciones draconianas. Estados Unidos, uno de los países que peor gestionó la crisis, y que venía además de desmantelar sus equipos de monitoreo de epidemias, salta adelante en la lista y se ubica como el de mayores avances. Ni previsión, ni mérito, ni merecimiento de ninguna clase. Poder y dinero.
Al final, después de décadas de cháchara sobre la globalización, el fin de las ideologías, el mundo abierto a los emprendedores y otras supersticiones, la pandemia nos devuelve con un guiño sarcástico viejas imágenes de las teorías del imperialismo y de la dependencia que se había decretado caducas. Haga el lector la prueba: mire este mapa del avance mundial previsto de la vacunación y compárelo con las regiones de centro, periferia y semiperiferia que propuso hace años Immanuel Wallerstein para explicar el funcionamiento del sistema-mundo capitalista. Aunque previsible, la coincidencia es llamativa. La realidad material es la realidad material.
Si la Argentina se salvó de estar pintada en el mapa de la vacunación del mismo color que Bolivia o Marruecos es, antes que nada, porque cuenta con los recursos económicos, científicos y técnicos de un país semiperiférico. Cualesquiera sean los méritos de la gestión actual, poco y nada podrían haber hecho sin esa base. Si el país consigue evitar las complicaciones que tuvieron otros con AstraZeneca, es porque tuvo las capacidades como para firmar un acuerdo temprano para producir la vacuna localmente.
Cierto que debe reconocérsele al gobierno de Alberto Fernández la disposición de negociar contratos con todos los proveedores, incluyendo los que, como Rusia, compiten contra el bloque que forma el famoso “mundo occidental” (otra vieja reaparición que hoy regresa de tiempos de la Guerra Fría). Uno podría agregar que esa capacidad de relativa independencia en política exterior es típica de los países semiperiféricos. Pero, sin desmedro de ello, corresponde reconocerle al gobierno el haber negociado con la Federación Rusa antes que ningún otro país fuera de su órbita de influencia inmediata, garantizándose así una provisión prioritaria. Y corresponde también valorar la alta capacidad científica de la Argentina y la robustez de órganos como la ANMAT, que estuvo en condiciones de evaluar la vacuna rusa antes de que los datos de las pruebas se hicieran de conocimiento público. Hace días Lucas Llach, ex funcionario del gobierno de Macri, se preguntaba indignado cuál es la necesidad de contar con una ANMAT propia, por qué el “tupé” (sic) de pretender soberanía en ese rubro, siendo que podíamos simplemente descansar en las certificaciones que diera su equivalente estadounidense. Por suerte la realidad le dio la respuesta y la Argentina pudo comenzar la campaña de vacunación antes que ningún otro país de la región y garantizarse millones de dosis que otros no tendrán. Qué tupé.
Necropolítica
Las vacunas están comenzando a llegar a la Argentina, pero incluso así los obstáculos persistirán. Y no sólo los externos. Una parte de la población desconfía y decidió no presentar su hombro a la jeringa, lo que va a prolongar los riesgos sanitarios para todos. Una persona mayor de mi familia me anunció hace poco que no piensa vacunarse y escuché muchas historias similares por todas partes. No confían. ¿Cuándo llegará el pinchazo salvador? Ya no depende sólo de la geopolítica, sino de las subjetividades locales.
Las dudas pueden ser legítimas, pero lamentablemente no vienen solo de los razonamientos privados de las personas, sino de la verdadera campaña de descrédito que hubo en referencia a las vacunas, en especial hacia la rusa. Como todo en los últimos tiempos, el tema se entrelazó con ese proceso de estupidización colectiva que hemos dado en llamar “la grieta”. Habría que hacer un archivo de la decadencia del debate público que puso en evidencia. La nota más sonora, como siempre, la dio Elisa Carrió, con su denuncia de un plan de “envenenamiento” tras la fachada de esquema de vacunación. ¿Cuántas denuncias estrafalarias más van a aceptar los tribunales y los sets de TV antes de dejar de darle aire cada vez que lo requiere? La prensa aportó lo suyo de varias formas, dando la noticia falsa de que la Sputnik no era apta para mayores o elucubrando historias fantasiosas sobre tachaduras y borrones. Y siguen las firmas: Patricia Bullrich, Fernando Iglesias, Graciela Ocaña y otros varios ex funcionarios PRO politizando la cuestión, una aspirante a las listas de diputados de las próximas elecciones poniendo su credencial de científica al servicio de la campaña, un cumbiero macrista con una canción, un operador internacional instalando la idea de una “vacuna trucha” y la infaltable caterva de tuiteros desbocados.
Hace apenas horas, el aval definitivo a las pruebas de la vacuna rusa vino con la publicación de los estudios en The Lancet, la prestigiosa revista británica. Fin de la discusión: los datos que analizó la ANMAT para recomendar la aprobación, ahora validados por la comunidad científica internacional y a la vista de todos. Y resulta que la Sputnik resultó posiblemente la mejor opción entre las vacunas que se están aplicando en el mundo.
Para cualquier sociedad medianamente sana, debería haber sido una excelente noticia. Como para confirmar que lo hecho estuvo bien, que los científicos de la ANMAT siguen a la altura del prestigio que tiene el organismo, que los vacunados pueden estar tranquilos y los que faltan vacunar, expectantes. Y sin embargo, para muchos pareció haber caído exactamente al revés. Recibieron la noticia con decepción y contrariedad. Como si hubiesen deseado la confirmación de sus sospechas, de que nos gobiernan envenenadores, que los órganos del Estado son inservibles y tienen el tupé de existir aunque todos sabemos que no sirven para nada. Como si la buena noticia les complicase el deseo íntimo de autodenigración. Por la alquimia de “la grieta”, lo que pudo haber sido un logro colectivo a festejar –haber conseguido acceso a una vacuna antes que nadie, poder sentir que vamos saliendo de la pandemia– se volvió un peligroso pergamino “K” que había que incendiar de inmediato, como sea. Porque lo que importa en el mundo-grieta no es que todos conservemos la vida y la salud, sino que no capitalice nada el enemigo. Mejor morirnos todos que ver triunfar al otro. Porque además, ¿qué es “todos” sino una abstracción, en un país como la Argentina, que no puede pensarse como un “nosotros”?