Octubre de 2015. Faltan pocos días para las elecciones presidenciales. En un spot publicitario el candidato Sergio Massa propone involucrar a las Fuerzas Armadas en la “guerra al narcotráfico”. “Quiero una Ley de Seguridad ampliada, para que las Fuerzas Armadas, Ejército, Fuerza Aérea y Marina, puedan atacar y bloquear la frontera”, dice. Y agrega: “pero también, ayudar y entrar en los barrios más humildes, que es el lugar donde los narcos infectan a los más jóvenes. No vamos a ser pasivos como este gobierno, no. Le declaramos la guerra al narcotráfico”.
El spot de Sergio Massa pone en el centro de la agenda electoral la cuestión de la participación de las Fuerzas Armadas en seguridad interior, en este caso, en la lucha contra el narcotráfico. El debate público sobre la militarización o no militarización de la seguridad interior se dispara. ¿Se trata de un tema nuevo en la agenda pública argentina? ¿El spot de Massa es sólo un acto de demagogia electoral? ¿O constituye el síntoma de algo más amplio y profundo?
La historia de un simple spot de campaña puede comenzar 32 años atrás. Más concretamente, un sábado 10 de diciembre de 1983, en el Congreso de la Nación Argentina. Allí, Raúl Alfonsín y Víctor Martínez, ambos de saco azul y corbata gris, juran como presidente y vicepresidente de la Nación electos, luego de los devastadores años de la dictadura más feroz de la historia argentina. En su primer mensaje ante una colmada Asamblea, Alfonsín advierte sobre la necesidad de definir un nuevo rol militar. Es imperioso, afirma, dotar a las Fuerzas Armadas “de una clara doctrina de Defensa Nacional, eliminando definitivamente la llamada doctrina de la seguridad nacional”, que les ha fijado objetivos “políticos o ideológicos” no aceptables en una “comunidad democrática”.
Las palabras de Alfonsín invocan interrogantes de difícil respuesta ¿Qué hacer con las Fuerzas Armadas? ¿Cómo incorporarlas a la legalidad democrática, luego de haber sido ejecutoras de la política represiva más atroz? Someterlas al imperio de la justicia es una respuesta necesaria, pero no suficiente. ¿Cómo apartarlas del control y represión de las amenazas a la seguridad interior, tras décadas de instrucción en la Doctrina de Seguridad Nacional y en la Guerra contrarrevolucionaria, sobre los métodos más eficientes para masacrar conciudadanos?
La definición de un nuevo rol para las Fuerzas Armadas fue una de las tareas más dificultosas que debió enfrentar la democracia argentina. A pesar de los reclamos urgentes de Alfonsín, la Ley Nº23554 de Defensa Nacional fue sancionada en 1988, a cinco años de iniciado el gobierno radical. Debimos esperar al año 1991 para que fuera aprobada la Ley Nº24059 de Seguridad Interior, durante la presidencia de Carlos Menem. Más aún, la primera fue reglamentada recién en 2006, durante la presidencia de Néstor Kirchner.
Ambas leyes expresan un consenso mínimo, construido y defendido trabajosamente durante tres décadas. Este consenso mínimo define una decidida separación entre el ámbito de la defensa nacional, espacio específico de las Fuerzas Armadas, y el de la seguridad interior, propio de las fuerzas de seguridad. Establece que la misión de las Fuerzas Armadas es defender a la Nación de amenazas externas convencionales, provenientes de Fuerzas Armadas de otros países, y que su participación en el control de amenazas dentro del ámbito de la seguridad interior es, lisa y llanamente, ilegal. Este consenso mínimo también ha sido insistentemente cuestionado. Desde hace más de tres décadas, sus partidarios han debido enfrentarse con vastos y variados sectores que han militado activamente por la militarización de la seguridad interior, aun cuando esto implicara la violación de las leyes que lo impiden.
Las fronteras que separan a los partidarios del consenso mínimo y los partidarios de la militarización han sido difusas y cambiantes. No responden ni a la clásica distinción entre civiles y militares, ni a pertenencias o preferencias partidarias o ideológicas, tal como podrá apreciar el lector tras un recorrido sobre las siguientes escenas.
Jueves 7 de abril de 1988. En la Cámara de Senadores de la Nación se debate la Ley de Defensa Nacional reclamada por Alfonsín, trámite acelerado por la tangible amenaza carapintada. El senador peronista Horacio Bravo Herrera afirma que “puede ser necesario que las Fuerzas Armadas intervengan en cuestiones internas”, y aclara: “en situaciones normales, cualquier militar prefiere estar ocupado en cuestiones específicamente militares”, pero “en los Estados Unidos se está aceptando cada vez más la actuación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la droga”. Su colega radical Antonio Berhongaray le responde: “¿es razonable pensar en dotar a nuestras Fuerzas Armadas, primera línea de fuego contra la agresión exterior, de elementos logísticos vinculados a la represión o a la seguridad interior? ¿Qué dirían nuestros hombres de armas si en vez de blindados les diéramos tanques hidrantes, si en vez de munición de guerra les diéramos balas de goma, si en vez de fusiles les diéramos machetes?”. Y finaliza: “no queremos que nos sigan exportando desde los países desarrollados, ideologías que ellos no practican, pero que nos quieren transferir.”
Jueves 6 de septiembre de 1990. En la Cámara de Diputados se debate la Ley de Seguridad Interior, anunciada años antes como un complemento fundamental de la Ley de Defensa, aunque su tratamiento fue concretado por la preocupación del gobierno de Carlos Menem ante la conflictividad social derivada de los episodios hiperinflacionarios. El diputado Luis Zamora, de Izquierda Unida, denuncia al gobierno menemista por sancionar una Ley de Seguridad con el único objetivo de “dotar de los elementos jurídicos que autoricen a utilizar las fuerzas armadas y de seguridad contra el pueblo, y poder imponer el plan económico acordado con el Fondo Monetario Internacional”.
Martes 16 de diciembre de 1997. En el Colegio Militar de la Nación se celebra el egreso de 160 subtenientes del Ejército, guardiamarinas de la Armada y alféreces de la Fuerza Aérea. Frente al general Martín Balza, Jefe del Ejército, y al Ministro de Defensa Jorge Domínguez, el presidente Menem, en el marco del decidido alineamiento de su política exterior con los Estados Unidos, llama a los militares a “estar listos para combatir al narcotráfico”. Las Fuerzas Armadas, afirma, deben estar “preparadas para enfrentar a las nuevas agresiones que sufre el mundo actual como los fundamentalismos, la depredación de los recursos naturales, el narcotráfico y el terrorismo internacional”.
Diciembre de 2001. El gobierno de Fernando De la Rúa se desploma en un contexto de creciente protesta social, olas de saqueos y manifestaciones en todo el país. Ante los reclamos de represión de los más variados sectores, un alto funcionario del gobierno dijo: “si el Ejército sale a la calle es para tirar y si el Ejército tira, mata. La situación actual no da para usar el último recurso del Estado”. Un general advierte sobre la peligrosidad de convocar a las Fuerzas Armadas para reprimir la conflictividad interna, por ser “una respuesta desproporcionada”: “el Ejército no tiene balas de goma, ni escudos, ni palos, ni chalecos antibalas. Si nosotros nos ponemos delante de una turba que nos ataca con piedras, ¿qué hacemos, tiramos con el FAL?”.
¿Por qué los enfrentamientos entre estos bandos que proponen o rechazan la militarización de la seguridad interior, han permanecido irresueltos durante más de treinta años? ¿Por qué han sido una y otra vez agitados por la aparición de las más diversas amenazas internas, como levantamientos militares, hiperinflaciones, saqueos, narcotráfico, protesta social o atentados terroristas? Porque el consenso mínimo construido durante treinta años ha sido, precisamente, mínimo. Porque en torno al mismo se juegan las ambiciones políticas y presupuestarias más variadas, fortalecidas por irresponsabilidades y demagogias, intereses sectoriales y corporativos, presiones internacionales. Y porque estos temas revelan las concepciones “duras” y simplistas sobre la seguridad que permean a gran parte de nuestra dirigencia y de nuestra opinión pública. Las que postulan que la única respuesta eficiente frente a la inseguridad y la violencia es recurrir a “todo el poder del Estado”; en otros términos, a la mayor violencia estatal posible. Aquélla que sólo pueden ejercer las Fuerzas Armadas.
Las propuestas de la militarización de la seguridad interior que irrumpen en la actual campaña electoral no sólo deben ser comprendidas como una muestra de la exorbitante ambición electoral de un candidato. Son el síntoma de algo más profundo y arraigado en nuestra sociedad. Son el resultado de un largo y complejo camino de avances y retrocesos, en la definición de un rol democrático para las Fuerzas Armadas.
En los inicios de la campaña electoral, durante los primeros meses de 2014, las posiciones de los candidatos fueron ambiguas. Daniel Scioli propuso rediscutir el rol de las Fuerzas Armadas porque la lucha contra el narcotráfico "es un tema de seguridad interior". Mauricio Macri coincidió, destacando “los niveles de violencia que propone la problemática”.
Hoy, a pocos días de la elección, Sergio Massa, candidato a Presidente por el Frente Renovador, quedó solo con su propuesta de militarización. El repudio generalizado que desató, y que incluyó a los más variados protagonistas del espectro político, funcionarios gubernamentales, periodistas, especialistas en defensa y seguridad, intelectuales, académicos, llevó a sus contendientes electorales a ser más enfáticos. Todos reafirmaron que la intervención de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico encubre considerables peligros. “Es demasiado”, han dicho algunos, “el Ejército no está preparado para entrar en los barrios”. “¿Combatir al narcotráfico? Más cerebro que músculos”, es el slogan de otros. “No se combate al narcotráfico con oportunismo, sino con decisión y una estrategia seria”, han afirmado los más consistentes. Pocos, además, han cuestionado una parte central de la irresponsable propuesta de Massa: la que identifica a los “barrios más humildes” como aquel ámbito específico donde “los narcos infectan a los más jóvenes”, y, por lo tanto, donde la violencia debería ser aplicada.
Massa se ha quedado solo en su propuesta de militarizar los barrios vulnerables para combatir a los “narcos”. Porque, tal como sostenía aquel funcionario de la Alianza durante la crisis de 2001, “si el Ejército tira, mata”. En efecto: nuestras Fuerzas Armadas no han sido capacitadas para cumplir con las tareas que cumplen las fuerzas de seguridad. Los elementos de combate de los militares argentinos están entrenados para el empleo de la violencia en su grado más extremo, y en un contexto de guerra, y no están instruidas para actuar bajo órdenes de fiscales y jueces, ni para aportar pruebas para procesos penales, ni para realizar inteligencia criminal, ni para investigar la comisión de delitos.
Massa se ha quedado solo porque “si el Ejército tira, mata”. Una prueba concreta es la experiencia de otros países latinoamericanos, muy especialmente la de México y su saldo de desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, tortura, inseguridad ciudadana, impunidad y violencia. La intervención militar en seguridad interna trae consigo graves riesgos, para la seguridad de los ciudadanos, para los mismos militares y para la democracia. Entre otros, que las Fuerzas Armadas realicen tareas de inteligencia sobre sus propios conciudadanos, que se vean involucradas en la comisión de graves delitos, y que se aparten del cumplimiento de su misión profesional principal, tan trabajosamente definida durante tres décadas: la defensa nacional.
Por hoy, y porque “si el Ejército tira, mata”, Massa se ha quedado solo. Por hoy.