Ensayo

Adelanto


Saer: disciplina de la extrañeza

La doctora en letras Florencia Abbate analizó los textos de Juan José Saer. En este ensayo, demuestra que el tratamiento de la temporalidad novelesca constituye la principal innovación formal en la obra del autor y que ello redunda en su originalidad para tratar los hechos históricos. Adelanto de “El espesor del presente”, publicado por la editorial Eduvim.

Uno de los aspectos más distintivos de la obra de Saer en el campo de novela argentina es que el tratamiento que le da a los materiales histórico-políticos está subordinado a la procesualidad del trabajo formal, a la construcción y el despliegue de esas formas que son siempre el horizonte de su tarea creativa. En tal sentido, resulta evidente que su poética se inscribe en una tradición que responde a la pregunta que se había hecho Hegel acerca de la “especificidad” del arte literario, remitiéndose a un criterio puramente formal. Un criterio que se remonta al Romanticismo de Jena, que luego tuvo entre sus grandes representantes a Baudelaire, Mallarmé y Valery, y que fue asumido más tarde por el formalismo ruso, que supo sintetizarlo en la noción de “lenguaje poético”, que sería distinto del lenguaje prosaico u ordinario por características vinculadas al uso de la lengua, ya no tratada como un medio de comunicación transparente, sino como un material sensible, autónomo y no intercambiable. La siguiente síntesis teórica de esa tradición sería el concepto de “función poética”, definida por Jakobson como la insistencia de un texto en su forma verbal y en cierto modo intransitiva. Ese criterio es caracterizado por Genette como el origen de lo que él denomina “poéticas poeticistas”. Según Genette, esta tradición tiene el problema de que no puede dar cuenta de numerosos textos que también podrían considerarse (o ser considerados) “literarios”, pero no se propone resolver el problema; más bien, a todo aquello que no puede anexar a esa definición simplemente lo arroja al amorfo limbo de una prosa “vulgar, sin imposiciones formales”1. Las poéticas poeticistas, entonces, como la de Saer, son poéticas “cerradas”: para ellas, no pertenecen a la literatura sino aquellos textos marcados por el sello de la poeticidad.

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Lo interesante es que Saer “aplica” esa concepción de la literatura justamente en un género que, más que por su riesgo formal, se ha caracterizado por su fuerte tradición comunicativa, popular y realista: la novela. Saer ha escrito numerosos ensayos destinados a expresar su desprecio por la forma más tradicional de concebir la novela (de hecho, ha llegado a afirmar que prefiere el término “narración” a “novela”). En consonancia, ha escrito también varios ensayos orientados a manifestar su alta valoración de la poesía; y ha defendido la creencia de que la poesía encararía de algún modo lo más irreductible de la literatura: el modelo a seguir. Lo más irreductible, en Saer, es inseparable de la noción de “autonomía estética”. La poesía sería, entre todos los géneros literarios, la más intensa expresión de la autonomía estética. En su ensayo “La cuestión de la prosa[i] sugiere que la poesía condensa todas las virtudes de las cuales, a su juicio, adolece la novela. Una de esas virtudes sería la despreocupación por los criterios de mercado y sus presiones sobre la literatura: la poesía moderna se ha liberado, afirma, “sacrificando a casi todos sus lectores (según los que juzgan la pertinencia de un texto por la superioridad numérica de sus compradores) a esa servidumbre ideológica[ii]. La poesía sería lo que más paradigmáticamente encarna el impulso formal de la literatura: su poeticidad.

Esa “servidumbre ideológica” a la cual se refiere estaría ligada no sólo al mercado sino también a los imperativos propios de la prosa. En ese ensayo, Saer caracteriza a la prosa de las siguientes formas: “instrumento del Estado”, “modo de expresión de lo racional”, “reino de lo comunicable”, “instrumento de la novela”. Los rasgos característicos de la prosa serían la “claridad”, el “orden” y la “utilidad”, todos ellos asociados a la noción de “pragmatismo”. Desde su perspectiva, la novela sería la forma literaria más condicionada por el pragmatismo propio de la prosa, de modo que la única empresa legítima sería, a su juicio, escribir novelas que intenten arrancarla de eso, tomando inspiración de la poesía[iii]. Recordemos que la sintaxis de la prosa encarna, además, la función fundamental que las relaciones causales y la lógica temporal desempeñan en los procesos del pensamiento corriente. El modelado natural de la prosa es lineal; ella mide, registra y prevé todas las necesidades de la vida práctica. En contraste, en virtud de la elisión, la condensación, el ritmo y su capacidad para la polisemia, la poesía proporciona una imagen de la vida humana mucho más densa y compleja, y conlleva además esa necesaria “indeterminación de sentido” que Saer siempre le ha exigido a la literatura. Las imágenes, metáforas y tropos del verso cargan a la poesía de sentidos simultáneos y dispares, y la música puede trasmitir en el mismo momento energías contrastantes. La sintaxis del verso se libera de la causalidad y del tiempo cronológico. Así, se podría sugerir que la escritura en las novelas de Saer recupera algo de este impulso propio de la poesía, y que por eso hay lo que podríamos pensar en términos de un “tratamiento poético del material histórico”.

En otro ensayo, “Sobre la poesía”,[iv]Saer afirma que “la conducta poética [v]quiere replantear el lugar de la naturaleza en el interior de la historia”. La poesía implicaría, según Saer, una conducta que tiende a borrar la historicidad del lenguaje “para revelar que la Naturaleza está todavía en la Historia y la sustenta”.[vi]Allí define a la poesía como “una disciplina de la extrañeza” que sumerge al mundo en la oscuridad y lo rescata “lavado y nítido para una historicidad más alta”. Y sostiene “La historia no coexiste con la naturaleza: la suplanta de un modo abusivo. La poesía, al regresar continuamente a la naturaleza, distinguiéndose por su a-historicidad peculiar, no quiere negar la historia, sino confirmar la realidad de esa suplantación y verificar sus fundamento[vii]. No meinteresa reflexionar aquí sobre el valor teórico (improbable) que puedan tener estas concepciones de Saer, sino leerlas en relación a sus novelas. Por eso, quisiera destacar que en las novelas aparecen dos figuraciones del tiempo que podrían asociarse a la poesía.

La primera es aquella que llamaré “presente epifánico”. Remitiría al breve lapso temporal durante el cual se produce una agudización de la conciencia perceptiva. Esa figuración se puede apreciar en fragmentos de la mayoría de las novelas –en La grande abundan más que en ninguna–, donde los personajes, súbitamente, parecen acceder a una visión más “nítida” del mundo, que se asocia una experiencia de plenitud. Por ejemplo, en este pasaje de Glosa: “Leto empieza a ver el conjunto, con el Matemático incluido, no como autos, ni árboles, ni casas, ni cielo, ni seres humanos, sino como un sistema de relaciones, todo en proporción perfecta y casual sin duda, de modo tal que, viviéndolo, o sintiéndolo, o como deba llamarse a su estado, pero sin pensarlo, Leto experimenta una alegría súbita, franca, de la que no sabe que es alegría y que acompaña, agudizándolas, sus percepciones (…) el Matemático, al cruzar la calle, se ha transformado en un objeto bello, de una belleza abstracta y no relativa, que no tiene nada que ver con sus atributos preexistentes sino más bien con una coincidencia cósmica que reúne, durante unos pocos segundos, muchos elementos heterogéneos en una composición inestable y que, cuando el Matemático llega a la vereda y los dos autos se alejan un poco en dirección contraria, misteriosa y habiendo existido únicamente para Leto, se disuelve…[viii]

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Esa agudización perceptiva, súbita y fugaz, indica un presente donde el tiempo interior se reconcilia con el tiempo externo, y esa experiencia aparece asociada, como se ve en el párrafo citado, a una percepción estética del mundo. Esta figuración remite a una tradición que, ya en el siglo xx, fue retomada por Joyce, quien utiliza el concepto de “epifanía” como metáfora de la experiencia estética. Su más célebre plasmación narrativa es la niña-pájaro que se le revela en la orilla del río, hacia el atardecer, a Stephen Dedalus. Joyce recuperó ese concepto de la tradición crítica inglesa, en particular de Walter Pater, quien definió a la epifanía como una “revelación instantánea”, el momento en que el objeto más común aparece radiante “ante los ojos del alma”, colocando al sujeto en una dimensión que trasciende lo histórico. Cuatro son los rasgos que suelen asociarse a esa experiencia: La realidad se presenta más ligera. El gozo es agudo y breve. Se altera la vivencia del tiempo. Supone un cierto desprendimiento del yo. Por otra parte, lo que caracteriza a la epifanía es que el detalle, la cosa observada desde cierto ángulo, se revela como parte de una “totalidad”. A través de la epifanía se expresa la mutua dependencia entre el fragmento y el Todo.[ix] De este modo aparece en La grande, a la orilla del río, como en Joyce:

“Una felicidad tenue, a la que no son ajenos el sol tibio de abril, el día claro, la proximidad del agua, la asalta, y como se ha olvidado por el momento de que tiene razones personales para sentirse contenta, podría decirse que es ella ahora la que encarna, a través de ese estremecimiento gozoso, el Todo que está fuera de ella y que al mismo tiempo, hospitalario, la contiene…” [x]

Sin dudas, en sus novelas esta es la figuración del tiempo más ligada a la idea de un presente pleno para la subjetividad. Neutralizando el desencanto y el dolor que siempre los atraviesa, Saer logra salvar para sus personajes una dicha instantánea, que suele atribuirle a un azar, o a una gracia del cosmos, a un instante de armonía en el ciego y conflictivo devenir del universo.Si quisiéramos precisar los orígenes de esa concepción habría que remontarse a Kant y a Schiller, quienes les han atribuido a la experiencia estética una cierta capacidad de restablecer la totalidad de sentido perdida con la modernidad.

La otra figuración que aparece con insistencia –a veces mezclada con la anterior, remite a la idea de un “tiempo cosmológico”, de la Naturaleza, de un tiempo que se “eleva” por encima de la Historia. Una presencia que remite al orden cósmico, un tiempo a menudo asociado a lo cíclico, como puede comprobarse al reflexionar sobre la gravitación de la Naturaleza en novelas como El entenado, El limonero real, Las nubes o Nadie nada nunca, entre otras. La presencia de un tiempo de la Naturaleza en todas esas novelas parece recordar que el tiempo histórico no es una evidencia objetiva o un dato que se desprende de legalidades físicas inexorables, como el paso de las estaciones, sino que pertenece al orden de las construccioneshistóricas, en las cuales las sucesivas transformaciones de la pregunta instituyente están ellas mismas informadas por unas estrategias –conscientes o no– de dominio y de producción de hegemonía, que deben operar sobre la configuración heterónoma de la experiencia de los sujetos.

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Conviene entonces recordar que el concepto de Historia, como “colectivo singular en el que se reúne el conjunto de las historias particulares”, señala una experiencia propiamente moderna: la conquista de la mayor separación posible entre la Historia una y la multiplicidad ilimitada de las memorias individuales[xi][xii]. En el siglo XVIII, lo que se declara moderno por excelencia es el carácter omnitemporal de la historia. La historia deviene su propio sujeto, tal como sugiere Koselleck cuando habla de la “liberación de un tiempo por naturaleza histórico en el concepto de historia”, o cuando dice que la apertura del “horizonte de espera” designado por el término “progreso” es condición previa “de los tiempos modernos como nuevos”, como novedad 13. La historia, al producirse, articula y despliega su propia representación y su propio discurso (la historiografía) y se reviste de una significación antropológica nueva: ahora es la historia de la humanidad, historia mundial, universal[xiii]. La experiencia novedosa sería la autodesignación de un nuevo sujeto de asignación llamado Historia. De esa reflexividad deriva el concepto específico de “tiempo histórico”, y su carácter lineal prevalece definitivamente con la noción de progreso. En La memoria, la historia, el olvido, Ricoeur señala que la consolidación de la nociones de Historia y tiempo histórico habrían implicado una doble exclusión: la de la experiencia viva de la memoria personal, individual; y la de las antiguas especulaciones multimilenarias sobre el orden del tiempo, que eran [xiv]cronosofías fundadas en la idea de circularidad que se desprende de la Naturaleza. Esas dos dimensiones (la experiencia viva de la memoria y las antiguas concepciones ligadas al cosmos) son las que Saer de alguna manera prioriza en sus novelas.

Siguiendo esta línea de lectura, es posible relacionar las figuraciones del tiempo en sus novelas con el ensayo programático donde afirma: “Para que su trabajo no se ponga al servicio del Estado, el narrador debe entonces organizar su estrategia, que consiste ya sea en prescindir de la prosa, ya sea en modificar su función[xv]. En Filosofía política, Eric Weil definió en términos formales al Estado moderno de esta manera: “El Estado es la organización de una comunidad histórica”.[xvi] En tanto centro de diversas formas de racionalización de la dominación, el Estado moderno asumió la función de crear una unidad de sentido, proporcionar un sentido que no existe en la temporalidad abstracta y homogénea, derivando de ese tipo de temporalidad un sentido humano. El “tiempo humano universal” quedaría aparentemente restaurado en el Estado bajo la forma de ritual y espectáculo: elecciones cíclicas, renovación, restauración, progreso. En síntesis, la forma Estado siempre habría implicado una maquinaria fundamental de reificación del tiempo y de su representación. El sometimiento de la naturaleza externa, como entendieron Adorno y Horkheimer, sería exitoso tan sólo en la medida en que se conquistara la naturaleza interna, la subjetividad. El despliegue de las fuerzas de producción de la era moderna dependía de la victoria del tiempo histórico como colonizador del tiempo subjetivo. El surgimiento del capitalismo habría estado así acompañado por la producción de una temporalidad uniforme y continua. La figura del reloj, como invención moderna, reflejaría el movimiento de esa temporalidad como una suerte de tiempo-máquina (y en las visiones más críticas, como una máquina que se alimenta del jugo de la vida por la vía de la transformación de la multiplicidad de la actividad humana en cantidades despojadas de toda cualidad).

Sus novelas parecen expresar constantemente una tensión entre el tiempo subjetivo y el tiempo externo, que busca imponerse. A menudo, la estructura de la novela está diseñada en función del tiempo cronológico (por ejemplo, los meses en Cicatrices y las cuadras caminadas en Glosa, utilizados en ambos casos como títulos de las partes de la novela). Sin embargo, la escritura despliega una temporalidad radicalmente subjetiva. Es una escritura centrada en la descripción del presente fenomenológico, o bien en el trabajo de la memoria personal en torno al pasado. Una escritura que insiste en recursos como la pausa reflexiva, la repetición y las anacronías temporales, yendo y viniendo hacia atrás, con un estilo que se caracteriza por el amplio período durativo de las frases, su ritmo y su musicalidad. Ese tiempo subjetivo tiene poco que ver con el carácter homogéneo y lineal del tiempo cronológico, con el cual no puede convivir sino en tensión. La estructura de las novelas corresponde al tiempo cronológico y tiene una duración corta (por ejemplo, Nadie Nada Nunca dura sólo 3 días, y Glosa dura 50 minutos). Pero el discurso de los narradores corresponde a un tiempo subjetivo y tiene una duración larga, capaz de desplegar 10 minutos durante páginas y páginas. González y Azzollini denominan las dos principales distorsiones temporales del tiempo subjetivo como dilataciones y contracciones. En las primeras, el tiempo subjetivo se “estira” sobre el tiempo objetivo; la estimación del tiempo parece transcurrir más lentamente que el tiempo cronológico. Esta es la distorsión que predomina en las novelas de Saer, por eso se imponen lo que antes he llamado, siguiendo el libro de Darío Villanueva, “estructuras de tiempo reducido”. La reducción del tiempo cronológico en sus novelas –una forma de condensación del tiempo en la estructura– contribuye a resaltar que el presente, como dimensión fundante del tiempo subjetivo, constituye un universo denso, complejo, constituido por una multiplicidad de hechos psíquicos, dimensiones y momentos microscópicos. Mientras el tiempo externo se contrae, el presente subjetivo se dilata.

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Por otro lado, a través de los análisis de las relaciones transtextuales he mostrado que la obra de Saerrefleja un constante y deliberado movimiento de recuperación, reelaboración y trasgresión de modelos formales y géneros de la tradición de la novela. Desde la novela picaresca, la novela de barroca de aventuras y la novela de aprendizaje, pasando por la novela realista e histórica, la novela policial, la novela filosófica, la novela modernista o la novela objetivista.

Todos los textos del corpus pueden ser leídos como una “deformación regulada del paradigma”, ya que en cada uno de ellos se retoman modelos narrativos codificados que proporciona la tradición y se los transgrede. El trabajo de la escritura busca producir una deformación y un forzamiento en la lógica de los modelos que retoma, y de esa manera innovar y construir formas originales. Como es sabido, la función de las convenciones de género consiste en establecer un contrato entre el texto y el lector para hacer que determinadas expectativas funcionen y permitir así, tanto la admisión de los modos aceptados de inteligibilidad, como la desviación con respecto a ellos.

En otro orden de cosas, cabe concluir que se trata de una poética que, como la de Borges, está basada en una concepción decididamente universalista de la literatura. Los modelos de Saer son, predominantemente, europeos y norteamericanos. A diferencia de Borges, sin embargo, Saer no dialoga con la tradición occidental a través de escritores laterales; no elige a Chesterton o a De Quincey sino a los autores más canónicos de la tradición, y específicamente de la tradición de la novela: Cervantes, Balzac, Flaubert, Proust, Faulkner, Woolf, Joyce, entre otros grandes nombres.[xvii] Pese a esa concepción occidentalista y canónica, se trata de una obra que asume claramente su íntimo lazo con Argentina a partir de la elección de una zona de la provincia de Santa Fe y del Litoral como lugar donde transcurren todas sus historias, así como también a partir de su afán de reelaboración de materiales históricos, temas y tópicos culturales y políticos “representativamente” locales. Por otra parte, si bien Saer ha realizado inéditas combinatorias de los modelos de estructura y de procedimientos formales legados por la tradición de la novela en sus distintas y sucesivas “etapas”, hay un elemento novelesco con el cual no se ha dedicado a experimentar: el personaje. El uso de ese procedimiento balzaciano que es la “reaparición de personajes” refuerza el énfasis realista y faulkneriano que tiene la construcción de personajes en su obra. A través de las novelas y de las biografías de sus personajes se podría reconstruir la historia de un lugar, habitado por varias generaciones de personas vinculadas entre sí, una comunidad local[xviii]. Al mismo tiempo, ha dejado en pie un bastión fundamental de la tradición de la novela: el “nombre propio” como aquello que le permite al personaje existir más allá de sus rasgos semánticos, y que a la vez le permite al lector postular su existencia. Aun en aquellas novelas que parecen orientadas a disolver cualquier certeza, como Nadie nada nunca, el nombre propio sigue manteniendo su función tradicional, como una especie de refugio, como una garantía de que las cualidades y la biografía de cada personaje, recogidas de las obras, pueden relacionarse unas con otras y siempre formarán un todo que será mayor a la suma de sus partes.

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Volviendo a los fundamentos formalistas de esta poética de la novela, quisiera precisar que, paradójicamente, de allí parece surgir el valor político de la obra. Sostiene Saer:

Preservar la capacidad iluminadora de la experiencia poética, su especificidad como instrumento de conocimiento antropológico, éste es, me parece, el trabajo que todo escritor riguroso debe proponerse. Esta posición, que puede parecer estetizante o individualista, es por el contrario eminentemente política. En nuestra época de reducción ideológica, de planificación represiva, la experiencia estética, que es una de nuestras últimas libertades, es constantemente amenazada. La función principal del artista es entonces la de salvaguardar su especificidad…[xix]

La defensa de la autonomía estética tendría que ver con afirmar esta posibilidad de indagar la realidad histórica y social desde otra perspectiva. Desde esta perspectiva, el arte es político pero no porque expresa una identidad preestablecida desde la esfera de la política, sino justamente porque suspende esas significaciones ya establecidas para abrir otros sentidos, otros interrogantes; es político porque intentar proponer una nueva distribución de los elementos que conforman el mundo sensible, otra “configuración de lo real”, otro reparto de la experiencia sensible, como diría Ranciere. Así, el arte sería político más bien cuando introduce una ruptura en las estructuras de sentido que han sido institucionalizadas y que dan forma a determinados modos de orden social y maneras de representarlo y experimentarlo. La experiencia estética ejercería una fuerza subversiva al proyectarse sobre los discursos no estéticos (de la historiografía, la política, la sociología, los medios de comunicación, etc.) y hacerlos perder de ese modo su apariencia fantasmagórica de verdad esencial o totalidad de sentido.

Como dije, los fundamentos de la poética de Saer remiten al concepto de autonomía del arte. Los románticos de Jena fundan el arte moderno con su teoría del arte como “teoría de la forma”. Para ellos, como ha mostrado Walter Benjamin, la forma es la “expresión objetiva de la reflexión de la obra” [xx]. Dado que sería la propia “potencia formativa” de la reflexión la que define la forma de la obra y en tanto ésta no constituye un medio para la exposición de un contenido el arte, como había dicho Kant, no requiere ninguna justificación por fuera de sí mismo. De acuerdo con la teoría romántica, toda forma constituye “una modificación particular de la autolimitación”. Toda forma, en calidad de tal, surgiría como efecto de la autolimitación en el proceso creativo. Según Schlegel, la autolimitación es para el artista lo más necesario y lo más elevado. ¿Cómo se autolimita el artista? Según esta concepción, se autolimita a través de sus técnicas: se entrega al trabajo formal, con tal rigor que hace posible que la síntesis de los materiales ocurra en un proceso inmanente a la creación de la obra, que así genera su propia reflexión. Señala Benjamin: “La forma es, por consiguiente, la expresión objetiva de la reflexión propia de la obra, que constituye su esencia”[xxi]. Retomando esta tradición estética esencialista, Theodor Adorno ha planteado, en lo que refiere a los impactos prácticos del arte, que éstos emergen del juego reflexivo de una experiencia estética que, antes que nada, se entrega a su propia procesualidad.

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Esta perspectiva formalista, en Saer se implica con un modo de trabajo que redunda en una manera específica de indagar y elaborar los materiales históricos, sociales, políticos. Es una búsqueda en la cual el sentido debe emerger del proceso creativo y donde lo político no es propiamente una manifestación de la puesta en marcha de lo ideológico a través del arte sino, por el contrario, una condición inherente al arte mismo en su experimentación.

Afirma Saer en otro ensayo:

(…) el narrador no posee más que una teoría negativa. Lo que ya sido formulado no le es de ninguna utilidad. La narración es una praxis que, al desarrollarse, segrega su propia teoría. Antes de escribir uno no sabe lo que se debe hacer…[xxii]

Estas ideas nos conducen hacia el modelo de artista cuya expresión más radical se encuentra en Paul Valéry, quien sostuvo:“No es que el material de su obra lo confunda, lo que sucede es que el artista va y viene de la materia a la idea, de su espíritu a su modelo, y cambia a cada instante lo que quiere por lo que puede y lo que puede por lo que obtiene”.[xxiii] En “El artista como lugarteniente”, Adorno llevó hasta el extremo esa imagen del artista sometido a su técnica y a las necesidades internas de la obra (una hipóstasis de la especialización pero en el ámbito “artesanal” del arte). No me interesa aquí criticar la tesis central del ensayo[xxiv]-por cierto discutible- sino resaltar la imagen de artista que construye para poder dar cuenta de la tradición en la cual se inscribe la poética de Saer. Lo interesante es que ese “credo en la forma” –que surge con el romanticismo, llega a su apogeo con Baudelaire, Mallarme, Valéry y Flaubert, y es retomado por autores como Adorno desde la Filosofía– supone la postulación de una contradicción irreconciliable entre el trabajo artístico y las condiciones sociales de producción dominantes. Decía Valéry, “A veces se me ocurre que el trabajo del artista es un trabajo de naturaleza arcaica[xxv] Allí aparece esbozada la figura del escritor-artesano, que Adorno y Benjamin recuperaron para darle un valor ideológico a la naturaleza artesanal del trabajo literario y artístico en contraposición a la lógica industrial del capitalismo[xxvi]. La permanencia en el nivel de producción artesanal en el seno de una sociedad dominada cada vez más por la división del trabajo y la consiguiente separación de los trabajadores respecto de sus medios de producción fue, históricamente, la condición previa efectiva para que el arte fuera concebido como una práctica “singular”, digna de considerarse como una esfera autónoma.

Siguiendo la historia de esta tradición estética podemos advertir que la poética de Saer no sólo reivindica la autonomía del arte como aquel valor que, entre otros efectos, provocó una libertad inusitada en las distintas ramas de la actividad creativa –y fue el valor en el cual se basó la innovación literaria en los siglos XIX y XX–, sino también porque es aquel valor que habría contribuido a la instauración de un ethosespecífico de la literatura. Afirma Saer:

“La cultura, como sistema de valores, tiende a exigir de la literatura una representatividad que sería totalmente paralizante si fuese seguida al pie de la letra ya que, por principio en la época moderna, a partir tal vez del romanticismo, la literatura es una forma de rebelión contra esos valores…”[xxvii]

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La literatura estaría ligada íntimamente a un ethos de la rebelión contra los valores dominantes (e incluso, como dice en otro ensayo, a una “moral del fracaso”). De este modo, en su obra encontramos, a la par que el impulso hacia la renovación, un gesto que podríamos llamar “arcaizante”, ya que va en el sentido de restaurar algunas de las creencias más viejas de la literatura moderna; entre ellas, la definición del trabajo literario como trabajo artesanal, la defensa del “desinterés estético” y la idea, ya comentada, de que en la experiencia estética –a través de un tipo de conocimiento intuitivo, no conceptual– los exponentes contradictorios de libertad y necesidad se reconcilian –una idea que ha ido desde Kant y Schelling hasta Adorno o Gadamer. (Es curioso, de modo coherente con esa reivindicación de aquello que ya se considera obsoletou anacrónico, Saer es un “autor-artesano” también en cuanto a que ha escrito todas sus novelas a mano. [xxviii]

Las reflexiones que pueden suscitar las novelas de Saer leídas en relación con la historia argentina son una buena prueba de la productividad del concepto de autonomía artística como regente de una indagación que busca abrir nuevos espacios de percepción e interpretación, experiencia y sentido. En cada novela, el discurso literariose constituye como aquello que introduce una incertidumbre en relación a las formas ordinarias de la experiencia sensible, y produce sentidos que parecen haber estado ocluido por los modos hegemónicos de construir la realidad. Por eso, siguiendo a Ranciere, se podría afirmar que la “ideología estética” se caracteriza ante todo por definir a las cosas del arte en función de su pertenencia a un sensoriumdiferente al de la dominación. Las figuraciones saerianas del tiempo pertenecen también a una tradición donde la literatura ha encarnado la voz de la subjetividad (memoria, imaginación) frente a los discursos “objetivos”; y parecen ser afines a ese anticuerpo de anarquía y pesimismo trágico con que el arte modelo a menudo ha expresado su repudio a la opresión y a la violencia de los sistemas dominantes.Si algo ha tenido el concepto de autonomía es, precisamente, un valor político específico del arte. Saer jamás quiso abandonar esaapuesta por el poder crítico, emancipador y hasta subversivo que la literatura moderna se asignó como política propia, específica.

[i]Saer, J., “La cuestión de la prosa”, La narración-objeto, op. cit.

[ii] Ibídem, pág. 61.

[iii] En los ensayos “La novela” y “La cuestión de la prosa”, Saer se refiere a Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y Lautréamont como aquellos que, a través de la forma del poema en prosa, borraron y confundieron los límites entre prosa y poesía con la intención de transgredir “los viejos prejuicios de orden, claridad, coherencia lógica y pragmatismo que constituyen, desde siempre, los atributos de la prosa”.

[iv]Saer, J., “Sobre la poesía”, El concepto de ficción, op. cit.

[v] Ibídem.

[vi] Ibídem.

[vii] Ibídem, pág. 229.

[viii]Saer, J., Glosa, op. cit., pág. 64-65.

[ix]EnStephen Hero, primer borrador del Retrato del artistaadolescente, Joyce deine a la epifaníacomo: “a sudden spiritual manifestation, whether in the vulgarity of speech or of gesture or in a memorable phase of the mind itself.”.Según la lectura de Klaus Reichert, la de Joyce: “Is a theory of fragmentation: a significant moment or a detail, a thing seen at some specific angle, can contain the totality of the meaning -he calls it “essence”-- of this life or thing. Note that there is a direct relationship between fragment and totality: they are mutually dependant: the one conditions the other: the fragment points to the totality of which it is a part, and the totality it is that gives meaning to that fragment. (Reichert, K., “Fragment and Totality”, enKime, S. (ed.), New Alliances in Joyce Studies, Newark: University of Newark, 1988, pág. 86).

[x]Saer, J., La grande, op. cit., pág. 197.

[xi]Ricoeur, P., La memoria, la historia el olvido, op. cit., pág. 392.

[xii]Koselleck, R., Futuro Pasado: Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993.

[xiii] Según Ricoeur, La razón en la historia de Hegel sería la coronación de toda esta epopeya conceptual, ya que en dicha obra, bajo la égida de la dialéctica del espíritu objetivo, se sella el pacto entre la historia, lo racional y lo real, del que se dice que expresa la idea más alta de la filosofía. Afirma Ricoeur: “Si Koselleck puede hablar de experiencia de la historia, es también porque el concepto de historia puede aspirar a llenar el espacio ocupado antes por la religión” (Ricoeur, P., La memoria, la historia el olvido, op. cit., pág. 394.)

[xiv]Ricoeur, P., La memoria, la historia el olvido, op. cit., pág. 208

[xv]Saer, J. , “La función de la prosa”, op. cit., pág. 58

[xvi] Weil, E., PhilosophiePolitique, París, LibrairiePhilosophique J. Vrin, 1989.

[xvii] Entre sus referencias a escritores argentinos y latinoamericanos se destacan Juan L. Ortiz, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández y Antonio Di Benedetto. Entre sus preferencias “canónicas” estarían el propio Borges, Arlt, Rulfo y, sobre todo, Onetti.

[xviii] Por ejemplo, Pichón y el Gato son descendientes del Garay López de La ocasión. Los hermanos pertenecen a una de las familias de la oligarquía de la provincia; recordemos, haciendo el paralelismo con la historia, que Juan de Garay fue el fundador de la primera ciudad de Santa Fe, y que el tío gobernador de Garay López dice: “Nosotros llegamos aquí casi con Cristóbal Colón”. Pero, en el siglo xx, la fortuna de la familia ya no es tal; los mellizos pertenecen a una clase “venida a menos”, y a través de La pesquisa, el lector podrá saber que la “casa de fin de semana de los Garay”, de donde fue secuestrado el Gato, es “una de las dos últimas propiedades de la familia”.

[xix]Saer, J., El concepto de ficción, op. cit., pág. 292.

[xx]Benjamin, W., El concepto de Crítica de Arte en el Romanticismo Alemán, op. cit.

[xxi] Ibídem.

[xxii]Saer, J., El concepto de ficción, op. cit., pág. 270.

[xxiii] Adorno, T., “El artista como lugarteniente”, Crítica Cultural y Sociedad, Madrid, Sarpe, 1984.

[xxiv] Me refiero al planteo de que a través de eso que sería claramente una hipóstasis de la especialización pero en el ámbito “artesanal” del arte, el artista supera, dialécticamente, la alieneación producida por la división del trabajo en la sociedad moderna y se vuelve “lugarteniente del sujeto total”.

[xxv] Adorno, T., “El artista como lugarteniente”, op. cit.

[xxvi]Benjamin había señalado que “en lo que respecta a su aspecto sensible, el narrar no es de ninguna manera obra exclusiva de la voz. En el auténtico narrar, la mano, con sus gestos aprendidos en el trabajo, influye mucho más, apoyando de múltiples formas lo pronunciado”. Esa vieja coordinación de alma, ojo y mano que emerge de las palabras de Valéry, es para Benjamin la coordinación artesanal que requiere el arte de narrar. Y dice incluso: “Podemos ir más lejos y preguntamos si la relación del narrador con su material, la vida humana, no es de por sí una relación artesanal. Si su tarea no consiste, precisamente, en elaborar las materias primas de la experiencia” (Benjamin, W., “El narrador”, Para una crítica de la violencia y Otros ensayos, Madrid, Taurus, 1999.).

[xxvii]Saer, J., El concepto de ficción, op. cit., pág 113.

[xxviii] Dice Saer: “Escribo a mano. Cuando uso la máquina de escribir tengo la impresión de escribir desde afuera; de allí la utilidad de la máquina para pasar en limpio un borrador. Pero para el primer flujo la escritura a mano es, en mi caso, esencial (…) El cuerpo es un paradigma del mundo y, por así decir, lo contiene (…) Escribir es así una especie de traslado en que lo vivido pasa, a través del tiempo, de un cuerpo a otro” (Ibídem, pág. 298)