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Miramos programas de televisión para reírnos de conductores e invitados, retuiteamos gente que odiamos para burlarnos de ellos, seguimos la última pelea mediática entre dos figuras que nos caen mal para confirmar que ninguna tiene razón. Los consumimos, pero no en serio, ojo, de manera irónica.
El consumo irónico no es un fenómeno nuevo: en la década del 80, Ien Ang analizó cómo algunos espectadores de la serie dramática Dallas la seguían como si fuera una comedia, para reírse de los argumentos inverosímiles y la mala actuación de los protagonistas. “La actitud irónica le permite al espectador, de alguna manera, superar a Dallas, estar por encima de la serie,” al mismo tiempo que la disfrutan, escribió Ang. En la misma época, Abrevaya, Becerra, Castelo, Guinzburg y Repetto “pasaban revista” en la Noticia Rebelde, burlándose de las fotos y los títulos de tapa, haciendo cómplice al espectador.
Así como la ironía como figura retórica implica distancia entre el significado literal y el significado real de lo que decimos, no hay consumo irónico sin distancia entre el consumidor y el objeto simbólico que elige ridiculizar. Esta distancia ayuda a sortear la contradicción entre prestarle atención a algo que consideramos malo y disfrutarlo al mismo tiempo. El consumo irónico también sirve para subrayar el capital cultural del espectador: mira Contrafuego, la serie policial producida y protagonizada por Baby Etchecopar, pero sabe que es mala, se mofa de los actores, los guiones y la fotografía. Los consumidores irónicos pueden sentirse por encima del producto consumido, pero también, de quienes lo disfrutan de manera genuina.
En un estudio sobre motivos para mirar televisión “basura”, McCoy y Scarborough encuentran que para disfrutar reality shows como The Bachelorette o Jersey Shore, los espectadores comentan de manera constante el programa. Concluyen que “la ‘mala’ televisión es consumida en grupo y parte de la diversión viene de hablar sobre el programa mientras está ocurriendo”. ¿Si estás riéndote de Animales Sueltos, y nadie escucha tus filosos comentarios, lo estás mirando irónicamente? A ver, explicale a la señora que está en su casa planchando: ¿cuál sería la gracia de mirar la tele hablando sola?
El consumo irónico requiere entonces una comunidad interpretativa: no basta con reírnos de la canción o película que nos parece tan mala que es buena, necesitamos hacerlo con nuestros pares, que entienden por qué les prestamos atención, y no se toman en serio nuestra afición. Hasta hace pocos años esa comunidad interpretativa se reunía solo en algunas ocasiones, por ejemplo, para ir al cine a ver Plan 9 del Espacio Exterior, de Ed Wood, o The Room, de Tommy Wiseau. En cambio, ahora tenemos la comunidad interpretativa siempre a tiro de posteo. Podemos señalar nuestro consumo irónico en Twitter de manera pública o en un grupo de WhatsApp para algunos elegidos. Nuestras fotos al pie de los lobos marinos de Mar del Plata o sosteniendo la réplica de la piedra movediza de Tandil, con filtros que emulan los colores de la década del 70, encuentran el público ideal en Instagram.
Conforme se amplía nuestra comunidad interpretativa, aumentan las oportunidades para el consumo irónico. Celular en mano, comentamos en las redes una graduación, un casamiento, un discurso político. Marcamos nuestra distinción. Consumimos irónicamente los eventos y personajes que aparecen en las noticias: Gisella Barreto, Agustín Laje, Javier Milei. No solo los consumimos, sino que reproducimos su discurso. Si aparece un acusado de violación, como Rodrigo Eguillor, que por su ropa o su acento nos parece ridículo, compartimos sus videos en redes sociales, y lo convertimos en tendencia. Nos reímos de su misoginia, su racismo y su clasismo. Nuestro consumo irónico queda registrado, accesible más allá del momento puntual de la burla. Sin embargo, nuestra comunidad interpretativa no es infinita. Cuando una famosa conductora de noticiero lo presenta como “el influencer de los últimos días en redes sociales”, nos enojamos. Pero nosotros lo hicimos trending topic y lo ayudamos a sumar miles de seguidores a su cuenta de Instagram. Tal vez no quedaba tan claro que lo hacíamos de manera irónica.
Un estudio de Warren y Mohr sobre recepción de consumo irónico encuentra en varios experimentos que la detección de ironía es baja en general, reservada a aquellos que se identifican con la comunidad interpretativa que inicia la parodia. Este es el riesgo de la reproducción irónica de posturas extremas o socialmente indeseables. Como observó “Nathan Poe” participante de un foro creacionista en 2005, “Sin un emoticón que guiñe un ojo o alguna otra muestra clara de humor es completamente imposible parodiar a un creacionista de tal manera que alguien no pueda confundir la parodia con uno de verdad”. ¿Es posible repetir lo que dice, por ejemplo, Alfredo Olmedo, y asegurarnos de que todos nuestros interlocutores entienden el chiste? ¿Habrá brasileños arrepentidos de haber retuiteado irónicamente a Jair Bolsonaro?
Conviviremos con este riesgo. El consumo irónico es parte de la sensibilidad postmoderna, propone Thompson: antes que denunciar o rechazar el mal gusto de la sociedad de consumo, decidimos unirnos a ella, porque igual no la podemos vencer. Pero por más irónicos que sean nuestros retuits o los minutos de destinados a un programa de televisión, cuentan. Los indicadores de engagement que manejan las empresas y los puntos de rating no le ponen adjetivos a qué hacemos con el bien más escaso que tenemos: nuestra atención. La reproducción irónica sigue difundiendo mensajes opuestos a todo lo que pensamos. Lo hacemos porque nos resulta gracioso. ¿Qué más divertido que reírse en grupo de un programa de tele, un tipo de música o una postura política que nos resultan ridículos? El consumo irónico recrea y mantiene los límites simbólicos de nuestra comunidad.