¿Por qué la desintegración del comunismo en Europa del Este fascinó tanto a Occidente? La respuesta parece obvia: lo que fascinó la mirada occidental fue la reinvención de la democracia. Es como si se estuviera redescubriendo en Europa del Este la democracia (que en Occidente cada vez muestra más señales de decadencia y crisis, y se pierde en la rutina burocrática y las campañas electorales de tipo publicitario) con toda su frescura y como novedad. La función de esta fascinación es, pues, puramente ideológica: lo que Occidente busca en Europa del Este son sus propios orígenes perdidos, su experiencia original perdida de la “invención democrática”. En otras palabras, Europa del Este funciona para Occidente como su Ideal del Yo (Ich-Ideal): el punto a partir del cual Occidente se ve a sí mismo en forma agradable e idealizada, como digno de amor. Entonces, el verdadero objeto de la fascinación para Occidente es la mirada, específicamente la supuesta mirada ingenua con que Europa del Este mira a Occidente, fascinada por su democracia. Es como si la mirada de Oriente aún pudiera percibir en las sociedades occidentales su propio agalma, el tesoro que genera su entusiasmo democrático, que en Occidente se perdió hace mucho.
Sin embargo, la realidad que está surgiendo ahora en Europa del Este es una inquietante distorsión de esta imagen idílica de las dos miradas fascinadas mutuamente: el abandono gradual de la tendencia liberal-democrática frente al crecimiento de un populismo nacional corporativo que incluye todos los elementos habituales, desde la xenofobia hasta el antisemitismo. Para explicar este giro inesperado, debemos volver a pensar las nociones más básicas respecto de la identificación nacional, y para ello puede servirnos el psicoanálisis.
El "robo del goce"
El elemento que mantiene unida a una comunidad determinada no puede reducirse al punto de la identificación simbólica: el vínculo entre sus miembros siempre implica una relación común respecto de una Cosa, respecto del Goce encarnado [1]. Esta relación con la Cosa, estructurada mediante fantasías, es lo que está en juego cuando hablamos de una amenaza a nuestra “forma de vida” representada por el Otro: es lo que se ve amenazado cuando, por ejemplo, un inglés blanco entra en pánico por la creciente presencia de “extranjeros”. Lo que quiere defender a cualquier precio no puede reducirse al llamado conjunto de valores que sostienen la identidad nacional. La identificación nacional, por definición, se basa en una relación con la Nación en cuanto Cosa. Esta Cosa-Nación se determina mediante una serie de propiedades contradictorias. Para nosotros parece ser “nuestra Cosa” (tal vez podríamos decir “cosa nostra”), como algo accesible solo para nosotros, como algo que “ellos”, los otros, no pueden comprender. Sin embargo, es algo que “ellos” amenazan constantemente. Parece ser lo que da plenitud y vivacidad a nuestra vida, y aun así la única manera en que podemos determinarlo es recurriendo a diferentes versiones de la misma tautología vacía. En última instancia, todo lo que podemos decir de ella es que la Cosa es “ella misma”, “la Cosa real”, “aquello de lo que realmente se trata”, etc. Si nos preguntaran cómo podemos reconocer su presencia, la única respuesta coherente sería que la Cosa está presente en esa elusiva entidad que llamamos “nuestra forma de vida”. Lo único que podemos hacer es enumerar fragmentos inconexos de la forma en que nuestra comunidad organiza sus fiestas, sus rituales de apareamiento, sus ceremonias de iniciación, en resumen, todos los detalles mediante los cuales se ve la manera única en que una comunidad organiza su goce.
Aunque, por así decirlo, la primera asociación automática que viene a la mente aquí sin duda es el sentimiento reaccionario Blut und Boden, no debemos olvidar que esta referencia a la “forma de vida” también puede tener una connotación “izquierdista”. Consideremos los ensayos de George Orwell de los años de guerra, donde intentó definir los contornos de un patriotismo inglés, en oposición a la versión imperialista oficial y sosa. Sus puntos de referencia eran precisamente esos detalles que caracterizan la “forma de vida” de la clase obrera (las reuniones nocturnas en un bar local, etc.) [2].
Pero sería un error reducir simplemente la Cosa nacional a las características que componen una “forma de vida” específica. La Cosa no es un conjunto directo de estos rasgos; hay “algo más”, algo que está presente en estas características, que manifiesta a través de ellas. Los miembros de una comunidad que participan en una determinada “forma de vida” creen en su Cosa, donde esta creencia tiene una estructura reflexiva propia del espacio intersubjetivo: “Creo en la Cosa (nacional)” es lo mismo que “Creo que otros (miembros de mi comunidad) creen en la Cosa”. El carácter tautológico de la Cosa (su vacío semántico que limita lo que podemos decir sobre la Cosa a “Es la Cosa verdadera”, etc.) se basa precisamente en esta estructura reflexiva paradójica. La Cosa nacional existe siempre que los miembros de la comunidad crean en ella; literalmente, es un efecto de esta creencia. Aquí, la estructura es la misma que la del Espíritu Santo en el cristianismo. El Espíritu Santo es la comunidad de creyentes en que Cristo vive después de su muerte: creer en Él es lo mismo que creer en la creencia misma.
Es decir, creer que no estoy solo, que pertenezco a la comunidad de creyentes. No necesito ninguna prueba o confirmación externa de la verdad de mis creencias: por la simple existencia de mi creencia en la creencia de los demás, el Espíritu Santo está aquí. En otras palabras, todo el significado de la Cosa depende de que “signifique algo” para las personas.
Esta paradójica existencia de una entidad que “es” solo en la medida en que los sujetos crean (en la creencia del otro) en su existencia es el modo de ser propio de las causas ideológicas: el orden “normal” de la causalidad está invertida aquí, ya que es la Causa misma la que surge de sus efectos (las prácticas ideológicas que la motivan). Cabe destacar que es precisamente en este punto que surge con más fuerza la diferencia entre Lacan y el “idealismo discursivo”: Lacan no reduce la Causa (nacional, etc.) a un efecto performativo de las prácticas discursivas a las que se refiere. (…) [3]
Una nación existe solo en la medida en que su goce específico siga materializándose en un conjunto de prácticas sociales y transmitiéndose a través de los mitos nacionales que las estructuran. (…) [4]
Por lo tanto, el nacionalismo representa un dominio privilegiado de la irrupción del goce en el campo social. En última instancia, la Causa nacional no es más que la forma en que los sujetos de una determinada comunidad étnica organizan su goce a través de los mitos nacionales. Entonces, lo que está en juego en las tensiones étnicas es siempre la posesión de la Cosa nacional. Siempre atribuimos al “otro” un goce excesivo: quiere robarse nuestro goce (y arruinar nuestra forma de vida) y/o tiene acceso a algún goce perverso y secreto. En resumen, lo que realmente nos molesta del “otro” es el modo peculiar en que organiza su goce, precisamente el excedente, el “exceso” característico de esta forma: el olor de “su” comida, “sus” canciones y bailes ruidosos, “sus” extrañas costumbres, “su” actitud respecto del trabajo.
Para los racistas, el “otro” es un adicto al trabajo que se roba nuestro trabajo o un vago que vive de nuestros esfuerzos, y es bastante divertido ver la premura con que pasamos de acusarlo de rehusarse a trabajar a reprocharle que se roba nuestro trabajo. La paradoja básica es que concebimos nuestra Cosa como algo inaccesible al otro y al mismo tiempo amenazado por él. De acuerdo con Freud, la misma paradoja define la experiencia de la castración, que, dentro de la economía psíquica del sujeto, aparece como algo que “realmente no puede ocurrir”, pero aun así nos horroriza. El fundamento de la incompatibilidad entre las diferentes posiciones de los sujetos étnicos, pues, no es exclusivamente el de las diferentes estructuras de sus identificaciones simbólicas. Antes bien, lo que se resiste a la universalización de manera categórica es la estructura particular de su relación con el goce:
¿Por qué el Otro sigue siendo Otro? ¿Por qué lo odiamos, odiamos su ser? Se trata del odio del goce del Otro. Esta sería la fórmula más general del racismo moderno que estamos presenciando en la actualidad: el odio de la manera particular en que el Otro goza […]. La cuestión de la tolerancia y la intolerancia nada tiene que ver con el sujeto de la ciencia y sus derechos humanos. Se encuentra en el nivel de la tolerancia o la intolerancia respecto del goce del Otro, siendo el Otro quien esencialmente se roba mi propio goce. Por supuesto, sabemos que el estado fundamental del objeto es ser siempre ya arrebatado por el Otro. Es precisamente este robo del goce lo que escribimos en clave como menos Phi, el matema de la castración. Aparentemente, el problema es irresoluble porque el Otro es el Otro en mi interior. Por lo tanto, el origen del racismo es el odio de mi propio goce. No existe otro goce más que el mío. Si el Otro está en mi interior, ocupando el lugar de extimidad, entonces el odio también es mío propio [5].
Lo que ocultamos al atribuir al Otro el robo de nuestro goce es el hecho traumático de que nunca tuvimos lo que supuestamente nos robó: la falta (“castración”) es originaria; el goce se constituye a sí mismo como “robado” o, para citar las precisas palabras de Hegel en Ciencia de la lógica, “solo se concreta al ser dejado atrás” [6]. La ex Yugoslavia ofrece un estudio de caso de esta paradoja, en el que observamos una detallada red de “decantaciones” y “robos” del goce. Cada nacionalidad ha construido su propia mitología narrando cómo otras naciones la privan de esa parte vital del goce, cuya posesión les permitiría vivir plenamente. Si leemos todas estas mitologías juntas, obtenemos la conocida paradoja visual de Escher de un acueducto donde, siguiendo el principio del móvil perpetuo, una cascada pone en movimiento una rueda de molino, el agua fluye hacia abajo por un canal entre dos torres, lentamente y en zigzag, hasta llegar de nuevo al punto en el que comienza la cascada; si seguimos la forma en que el agua cae, volvemos al punto de partida. Los eslovenos están siendo privados de su goce por los “sureños” (los serbios, los bosnios, etc.) a causa de su pereza proverbial, la corrupción balcánica, su goce sucio y ruidoso, y porque exigen un apoyo económico ilimitado, robando a los eslovenos sus riquezas acumuladas con las cuales Eslovenia ya debería haberse puesto a la altura de Europa occidental.
Por otro lado, los eslovenos mismos supuestamente roban a los serbios con su diligencia antinatural, su rigidez y sus cálculos egoístas. En lugar de ceder ante los placeres simples de la vida, los eslovenos disfrutan con perversión buscar constantemente formas de privar a los serbios de los resultados de su arduo trabajo mediante la especulación comercial, mediante la reventa de lo que compraron barato en Serbia. Los eslovenos temen que los serbios los “inunden” y así los hagan perder su identidad nacional. A la vez, los serbios critican a los eslovenos por su “separatismo”, que simplemente significa que los eslovenos se niegan a reconocerse como una subespecie de los serbios. Para marcar la diferencia entre los eslovenos y los “sureños”, la reciente historiografía popular eslovena insiste en demostrar que los eslovenos no son en realidad eslavos, sino que su origen es etrusco. Por su parte, los serbios brillan al demostrar cómo Serbia fue víctima de una “conspiración entre el Vaticano y la Komintern”: su idée fixe es que existe un plan secreto entre los católicos y los comunistas para destruir el estado serbio. La premisa básica, tanto de los serbios como de los eslovenos, sin duda es: “No queremos nada ajeno; ¡solo queremos lo que nos corresponde legítimamente!”, un claro indicador de racismo, ya que intenta traza una clara línea divisoria donde no la hay. En ambos casos, estas fantasías claramente se originan en el odio del goce propio. Los eslovenos, por ejemplo, reprimen su propio goce con una actividad obsesiva, y es este mismo goce el que regresa a lo real, en la figura del “sureño” sucio y despreocupado [7].
Pero esta lógica está muy lejos de limitarse a las condiciones balcánicas “retrógradas”. La forma en que el “robo del goce” (o, para usar un término técnico lacaniano, la castración imaginaria) funciona como una herramienta de gran utilidad para analizar los procesos ideológicos de hoy puede ilustrarse aun más con una característica de la ideología estadounidense de los años ochenta: la idea obsesiva de que aún puede haber algunos prisioneros de guerra estadounidenses con vida en Vietnam, sufriendo una vida miserable, olvidados por su propio país. Esta obsesión se ve articulada en una serie de aventuras chovinistas en que un héroe emprende una solitaria misión de rescate (Rambo II, Desaparecido en acción). El escenario de fantasía subyacente es mucho más interesante. Es como si allá lejos, en medio de la selva vietnamita, Estados Unidos hubiese perdido una parte preciada de sí mismo, como si hubiera sido privado de una parte esencial de su sustancia vital, la esencia de su poder; y dado que esta pérdida se convirtió en la causa última de la decadencia y la impotencia de Estados Unidos en los años del gobierno de Carter posteriores a Vietnam, recuperar esta parte robada y olvidada se volvió un elemento de la reafirmación reaganeana de un país poderoso [8].
El capitalismo sin capitalismo
Sin duda, lo que desencadena esta lógica del “robo del goce” no es la realidad social inmediata (la realidad de distintas comunidades étnicas que viven muy cerca), sino el antagonismo interno inherente a estas comunidades. Es posible tener una multiplicidad de comunidades étnicas conviviendo sin tensiones raciales (como las comunidades amish y sus vecinos en Pensilvania). Por otro lado, no se necesitan muchos judíos “reales” para atribuirles un misterioso goce que nos amenaza (es un hecho bien conocido que en la Alemania nazi el antisemitismo era más feroz en aquellas partes donde casi no había judíos; en la actual ex Alemania del Este, el número de skinheads antisemitas supera el de judíos por diez a uno).
Nuestra percepción del judío “real” siempre está mediada por una estructura simbólico-ideológica que trata de hacer frente al antagonismo social: el verdadero “secreto” de los judíos es nuestro propio antagonismo. Hoy en día, en Estados Unidos, por ejemplo, cada vez más son los japoneses quienes tienen un papel parecido al de los judíos. Consideremos la obsesión de los medios de comunicación estadounidenses con la idea de que los japoneses no saben disfrutar. La razón de la creciente superioridad económica japonesa sobre Estados Unidos se debe al hecho de algún modo misterioso de que los japoneses no consumen lo suficiente, que acumulan demasiadas riquezas. Si observamos de cerca la lógica de esta acusación, enseguida se hace evidente que lo que la “espontánea” ideología estadounidense reprocha a los japoneses no es solo su incapacidad de gozar sino el hecho de que su relación con el trabajo y el goce está extrañamente distorsionada. Es como si encontraran el goce en la renuncia misma al placer, en su entusiasmo, en su incapacidad para “tomárselo con calma”, relajarse y disfrutar, y es esta actitud lo que percibe como amenaza la supremacía estadounidense. Por eso, los medios de comunicación estadounidenses informan con mucho alivio cómo los japoneses finalmente están aprendiendo a consumir y por qué la televisión estadounidense muestra con tanta satisfacción a turistas japoneses asombrados por las maravillas de la industria del placer de Estados Unidos: finalmente se están “pareciendo a nosotros”, están aprendiendo nuestra manera de disfrutar.
Es demasiado fácil desechar esta problemática señalando que lo que tenemos aquí no es más que la transposición, el desplazamiento ideológico, de los antagonismos socioeconómicos efectivos del capitalismo de hoy. El problema es que, si bien esto es indudablemente cierto, es precisamente a través de este desplazamiento que se constituye el deseo. Lo que obtenemos al transponer la percepción de los antagonismos sociales inherentes a la fascinación por el Otro (los judíos, los japoneses, etc.) es la organización de la fantasía del deseo. La tesis lacaniana de que el goce es, en última instancia, siempre el goce del Otro, es decir, el goce supuesto y atribuido al Otro, y que, por el contrario, el odio del goce del Otro es siempre el odio del goce propio, queda perfectamente ilustrado con esta lógica del “robo del goce” [9]. Entonces, ¿qué son las fantasías sobre el goce especial y excesivo del Otro (sobre el apetito y la potencia sexuales superiores de los negros, sobre la relación especial de los judíos o los japoneses con el dinero y el trabajo) sino precisamente tantas maneras, para nosotros, de organizar nuestro propio goce? ¿Acaso no disfrutamos precisamente fantasear sobre el goce del Otro, en esta actitud ambivalente respecto de él? ¿No obtenemos satisfacción al suponer que el Otro goza de una manera inaccesible para nosotros? ¿El goce del Otro no nos fascina tanto porque en él nos representamos nuestra propia relación íntima con el goce? Y, por el contrario,¿el odio de los judíos por parte de los antisemitas capitalistas no constituye el odio de los excesos del propio capitalismo, es decir, de los excesos producidos por su naturaleza antagónica inherente? ¿El odio a los judíos por parte del capitalismo no es acaso el odio de su característica esencial más íntima? Por esta razón, no basta con señalar cómo el Otro racista amenaza nuestra identidad. En cambio, deberíamos invertir esta proposición: la fascinante imagen del Otro encarna nuestra división más profunda, lo que hay “en nosotros además de nosotros mismos” y evita que nos identifiquemos plenamente con nosotros mismos. El odio del Otro es el odio de nuestro propio exceso de goce.
[1] Para una descripción detallada de esta noción de la Cosa, véase Miller, Jacques-Alain (ed.), Seminario de Jacques Lacan, libro 7…, cit. Aquí cabe señalar que ese goce (jouissance, Genuss) no es equivalente al placer (Lust): el goce es precisamente “Lust im Unlust”; designa la paradójica satisfacción que procura un doloroso encuentro con una Cosa que altera el equilibrio del “principio de placer”. En otras palabras, el goce se ubica “más allá del principio del placer”.
[2] La forma en que estos fragmentos persisten a través de las barreras étnicas a veces puede ser perturbador, tal como ocurrió con Robert Mugabe, quien, cuando un periodista le preguntó cuál era el legado más preciado del colonialismo inglés en Zimbabwe, sin dudarlo contestó: “El críquet”, un juego por algún motivo ritualizado, casi fuera del alcance de un continental, en el que los gestos predeterminados (o, más precisamente, los gestos establecidos por una tradición no escrita), como la forma de arrojar la pelota, parecen gro- tescamente “disfuncionales”.
[3] Véase el capítulo 6 de Lacan, Jacques, El seminario, libro 20: Aun, cit.
[4] El hecho de que un sujeto solo “existe” plenamente a través del goce, es decir, la coincidencia última entre la “existencia” y el “goce”, ya se mencionaba en los primeros seminarios de Lacan, con la traumática condición ambigua de la existencia: “Por definición, hay algo tan improbable sobre toda existencia que efectivamente nos preguntamos todo el tiempo por su realidad” (The Seminar of Jacques Lacan, libro 2, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, p. 226). Esta proposición se vuelve más clara si simplemente reemplazamos “existencia” por “goce”: “Por definición, hay algo tan improbable sobre todo goce que efectivamente nos preguntamos todo el tiempo por su realidad”. La posición subjetiva básica de una histérica implica justamente plantearse una pregunta sobre su existencia en cuanto goce, mientras que el sádico pervertido evita este cuestionamiento al traspasar el “dolor de la existencia” al otro (su víctima).
[5] Jacques-Alain Miller, “Extimité”, París, 27 de noviembre, 1985 (presentación inédita). La misma lógica del “robo del goce” también determina la relación de las personas con el Líder de su país: ¿cuándo se considera “robo” la concentración y el consumo de la riqueza de las tierras en manos del Líder? En tanto el Líder sea percibido como “lo que hay en nosotros además de nosotros mismos”, es decir, en tanto nos mantengamos en una relación transferencial con él, sus riquezas y esplendor serán “nuestras”. La transferencia termina cuando el Líder pierde su carisma y cambia la encarnación de la sustancia de la nación y lo convierte en un parásito en el cuerpo de En la Yugoslavia de la posguerra, por ejemplo, Tito justificaba su esplendor con el hecho de que “la gente lo esperaba de mí”, les “da orgullo”; con la pérdida de carisma los últimos años de su vida, el mismo esplendor era percibido como una excesiva disipación de los recursos nacionales.
[6] Hegel, G. Friedrich, Hegel’s Science of Logic, Atlantic Highlands, Humanities Press International, 1989, Science of Logic, [ed. cast.: Ciencia de la lógica, Buenos Aires, Ediciones del Solar, 1993].
[7] El mecanismo que opera aquí, por supuesto, es la paranoia: en su nivel más básico, la paranoia consiste en esta externalización misma de la función de la castración en una agencia positiva que aparece como el “robo del goce”. Mediante una generalización algo arriesgada de la forclusión del Nombre del Padre (la estructura básica de la paranoia, según Lacan), quizás podríamos sostener la tesis según la cual la paranoia nacional de Europa del Este deriva precisamente del hecho de que allí las naciones aún no están totalmente constituidas como “verdaderos estados”: es como si la autoridad simbólica del estado, fallida y forcluida, “regresara a lo real” con la forma del Otro, el “ladrón del goce”.
[8] Debo esta idea al trabajo “Spectacular Action: Rambo, Reaganism, and the Cultural Articulation of the Hero”, de William Warner, presentado en el coloquio Psychoanalysis, Politics, and the Image (New York State University, Buffalo, 8 de noviembre, 1989). Casualmente, Rambo II es en este sentido muy inferior a Rambo I, que logra una extremadamente interesante rearticulación ideológica: condensa en la misma persona la imagen “izquierdista” de un hippie vagabundo y solitario amenazado por el entorno del pueblo chico, encarnado por un cruel alguacil, y la imagen “derechista” de un vengador solitario que toma la ley en sus propias manos y se libera de la corrupta maquinaria burocrática. Esta condensación implica, por supuesto, la hegemonía de la segunda figura, por lo que Rambo I logró incluir en la articulación “derechista” uno de los elementos cruciales del imaginario político “izquierdista” de Estados Unidos.
[9] En esto se basa la crítica que Lacan hace de Hegel, de la dialéctica hegeliana del señorío y la servidumbre: al contrario de la tesis de Hegel según la cual, al someterse al amo, el esclavo renuncia al goce y este queda reservado para su amo, Lacan afirma que es precisamente el goce (y no el miedo a la muerte) lo que mantiene al esclavo en el estado de goce-servidumbre producido por la relación con el (hipotético y presupuesto) goce del Amo, por la expectativa del goce que nos espera cuando el Amo muera, etc. Por lo tanto, el goce nunca es inmediato; siempre está mediado por el goce presupuesto atribuido al Otro. Siempre es goce producido por la expectativa del goce, por la renuncia al goce.