Ensayo

#20AñosIDAES El Senado y el aborto


Nos tienen miedo

En el Senado se consumó un ninguneo, pero ya no hay sometimiento a la invisibilidad, ni nos resignamos a volver a ser la parte infantilizada de la democracia. La fuerza callejera que tomó las ciudades es un poder político de cuerpos no tutelados y no domesticados. De ese intento de seguir controlando nuestras decisiones vitales con la fuerza de un poder de élite, viene nuestra furia, escribe Verónica Gago.

10/8/2018

El ninguneo que implica el rechazo al proyecto de legalización del aborto por parte del Senado argentino reedita -y nos hace rememorar- una escena que conocemos: la escena doméstica donde todo el esfuerzo que hacemos parece volverse invisible, casi como si no existiera, como si no contara. Así quisieron repetir desde el parlamento aquello a lo que el patriarcado quiere acostumbrarnos hace siglos: un acto de desprecio para depreciarnos. Donde nuestro poder no entra en la cuenta, no contabiliza. Pero el despliegue del movimiento feminista de este tiempo hace que a esa escena de sometimiento e invisibilización nosotrxs no volvamos más. Es desde esa certeza que no hay retorno, y que nuestro poder conquistado es irreversible, que viene nuestra furia. Es desde esa certeza también que decimos que a la clandestinidad no volvemos nunca más.

El desprecio fue contundente. Y estuvo dirigido a la multitud feminista que desbordó la ciudad: a la movilización masiva, efervescente, popular, diversa, intergeneracional, sostenida durante horas contra la lluvia y el viento (¡sólo de Rosario vinieron 110 micros!). No podemos negar que lo sentimos como una burla, una ofensa, un brutal intento de disciplinamiento. De allí también viene nuestra furia.

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El rechazo del Senado tiene el mismo patrón de desconocimiento histórico de lo que se hace con nuestras tareas, con los modos en que producimos valor, con todo lo que trabajamos para que el mundo se produzca y se reproduzca, con nuestros modos de tejer sociabilidad y cuidado colectivo y que ha sido sistemáticamente no tenido en cuenta en las cuentas de ninguna democracia. Porque conocemos ese método de rebajarnos y desconocernos y porque contra eso hemos construido ese grito común que dice “ahora que sí nos ven”, no vamos a permitir que nos invisibilicen otra vez. De la garganta, de repetir ese grito convencidas, también viene nuestra furia.

Porque esa invisibilización -que es un régimen de visibilidad específico- se hace a costa de expropiar la potencia misma de nuestros cuerpos mientras se “explota”, se saca beneficio, de nuestra representación. Los senadores no dejan de hablar en nuestro nombre, de legislar sobre nuestros deseos y nuestras maternidades mientras simulan que no existen los casi dos millones de cuerpos que en las afueras de Congreso no paraban de hacerse oír y de manifestarse. De ese intento de seguir controlando nuestras decisiones vitales con la fuerza de un poder de élite, de allí también viene nuestra furia.

En este sentido, la escena del 8 de agosto ofrece una nitidez histórica de un poder ya invertido: no hay acatamiento a ese ninguneo. No hay sometimiento a la invisibilidad. No hay resignación a que no contemos. No hay acomodamiento a, una vez más, no ser parte o ser la parte infantilizada y, por tanto, tutelada de la democracia. La fuerza callejera que el 8 de agosto tomó las ciudades es un poder político de cuerpos no tutelados y no domesticados.

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Y esto se traduce en términos espaciales: nosotrxs ya nos salimos del encierro doméstico. Nosotrxs construimos otros territorios domésticos que no nos obligan al trabajo gratuito no reconocido y que no nos exigen promesa de fidelidad al marido-propietario. Nosotrxs tomamos la calle y la hacemos casa feminista. El 8A, los que estaban encerrados eran ellos mientras nosotrxs tomamos la ciudad. ¿Por qué esto es también una inversión que hace historia? El confinamiento -la coartada predilecta del encierro doméstico- quedó de su lado.

Los senadores estaban recluidos, custodiados por vallas, anunciando que la votación debía acelerarse para no retardar la represión policial. Es decir, avisando que su voto contaba por anticipado con el respaldo de la represión estatal e intentando disciplinar el enojo popular. Afuera, el espacio de lo político reorganizado y reinventado a cielo abierto por una marea que será inolvidable para todxs lxs que estuvimos allí. El reducto del recinto -vetusto y decadente- en contrapunto con el acampe formado por esas casas y ranchadas abiertas, experimentales de otra domesticidad, de otros cuidados. Esta inversión espacial marca una cartografía política de nuevo tipo. Y desarma la oposición tradicional entre la casa como el espacio cerrado y lo público como su contrario: estamos construyendo casas abiertas a la calle, al barrio, a las redes comunitarias y un techo y unas paredes que refugian y abrigan sin encerrar. Esto es un balance práctico que surge de la realidad concreta: muchísimos hogares, en su sentido patriarcal, se han vuelto un infierno; son los lugares más inseguros y donde se producen la mayoría de los femicidios, además de un sinfín de violencias “domésticas” y cotidianas.

Con esta nueva forma de construir política casi no hace falta cantar que no nos representan o hacer una versión feminista del ¡que se vayan todos! Ya pasamos ese umbral. Quedó evidenciado que el régimen de representación que se sostiene de espaldas a la calle no tiene nada que ver con el modo feminista de hacer política y de hacer historia. Pero más aún, quedó demostrado que la política ya se está haciendo en otros territorios, que tienen la fuerza para producir un espacio doméstico no patriarcal.

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Vuelvo a la furia. Sentimos náusea, asco, repugnancia al escuchar la ignorancia y la violencia de algunas frases de los senadores. Que puede haber violación sin violencia porque sucede dentro de la familia, como dijo Rodolfo Urtubey (PJ-Salta), es de nuevo el síntoma de lo que quiero argumentar: que, aun en el Parlamento, estamos hablando de la escena doméstica. Que lo que sucedía en el recinto –supuesto espacio de la esfera pública– no es ni más ni menos que el intento desesperado por sostener el hogar como reino patriarcal frente a la emergencia de una política que construye otras formas y deshace la división entre público y privado que jerarquiza un espacio contra otro.

¿Qué significa esto? Lo que el senador Urtubey (a quien hay que exigir desafuero ya) explicitó sin tapujos: que el hogar, en el sentido patriarcal, es el lugar donde la violación está permitida. Porque el hogar se constituye como “privado” cuando legitima el acceso violento y privilegiado por parte de los varones al cuerpo de las mujeres y a los cuerpos feminizados (lo cual incluye niñxs). Lo privado acá es lo que garantiza el secreto y la legitimidad (lo que el senador llama “no violencia”) de la violencia. Es también lo que permite la famosa “doble moral”. Estamos aquí en el corazón de lo que organiza, como ha señalado Carole Pateman de modo pionero, el pacto patriarcal: una apuesta a la complicidad entre varones basada en esta jerarquía que en nuestras democracias se convierte en una forma de derecho político.

En el pacto patriarcal hay una división sexual de los cuerpos: el cuerpo masculino se presenta como cuerpo racional y abstracto pero se reivindica con capacidad de gestar. ¿Qué es lo que gesta? Orden y discurso para legitimar su superioridad y expropiar la soberanía sobre la gestación del cuerpo de las mujeres. Lo que hay, entonces, es una disputa por el poder de gestación porque el orden político patriarcal se funda en esa expropiación. Esa expropiación implica una subordinación específica y se traduce como poder dentro de las casas: es el poder de violación sobre el cuerpo femenino o feminizado como estructura del orden patriarcal. Este es el pacto que los senadores ratificaron en la madrugada del jueves 9 de agosto y que funciona como piedra angular de todos sus privilegios. Se sancionó el poder masculino sobre el cuerpo de las mujeres que encuentra, insisto, en la violación su escena fundante.

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La escena teológica

 

Pero esta escena parlamentaria nos remite directamente a otra escena. La votación negativa ratifica al parlamento como espacio sometido al poder teológico: fue el teatro de la iglesia católica para reafirmar su poder en decadencia. Lo dijo el senador Pedro Guastavino (Bloque Justicialista-Entre Ríos) de modo coloquial: los senadores que se pronunciaron a favor del aborto se la pasaron “esquivando crucifijos”, aprietes en los teléfonos y mensajes varios de la mafia que se dice celestial. Con el referéndum en Irlanda, con la movilización en Polonia y la marea feminista en Argentina, la Iglesia católica, apostólica y romana -esa a la que le dedicamos varios cánticos- siente la ofensiva en países que fueron emblemas de su fidelidad.

Hoy Argentina tiene una particularidad: es la tierra del Papa. Las operaciones políticas de la iglesia, con la figura de Bergoglio a la cabeza, contra el feminismo intentan dividir a las organizaciones sociales y boicotear la fuerza de un movimiento que se está construyendo desde abajo, que es popular y anti-neoliberal. Ya argumenté sobre el tipo de disputa por la espiritualidad política que la iglesia -la católica y otros fundamentalismos religiosos- siente, como nunca antes, con los feminismos actuales a propósito de la votación en Diputados.

Luego del triunfo en la cámara baja, la contra-ofensiva de la Iglesia se recrudeció. Las homilías en los festejos patrios del 9 de julio fueron en varios sitios discursos de guerra: así legitimaron desde arriba el ataque en las calles a chicas sólo por portar pañuelo verde, dieron ímpetu a grupos fundamentalistas que atacaron a militantes feministas (como en Mendoza) e impulsaron el adoctrinamiento sobre adolescentes en colegios confesionales (hay que recordar la marcha de adolescentes con pañuelo celeste obligadas al paso marcial en la escuela de Santiago del Estero).

Se trata de un capítulo intensivo de la campaña contra lo que denominan “ideología de género” y que tiene formas específicas en cada país de América Latina. Este concepto le sirve a la iglesia para identificar al feminismo como nuevo enemigo. Allí se inscriben las manifestaciones en Perú y en Ecuador que dicen “Con mis hijos no te metas”. En Brasil, la “ideología de género” es invocada como amenaza a la familia y promesa de homosexualidad por parte de varios fundamentalismos (también se la nombró allí la semana pasada en el primer congreso “anti-feminista”). En Colombia, jugó un papel en la campaña que agitó la “amena­za del género” a favor del triunfo del “no” a los acuerdos de paz de La Habana. En Chile, se usa contra las revueltas feministas a manos de grupos neo-nazis. En Argentina, ha tomado a su cargo la ofensiva contra la ley de Educación Sexual Integral (ESI) y del aborto.

Pero la intensidad del debate aquí tuvo, otra vez, su particularidad: se centró en el argumento de que “las pobres no abortan”, de que el aborto es “imperialista” o una “moda” impuesta por el FMI. En el tutelaje que la Iglesia practica especialmente sobre las mujeres pobres se intensificó su batalla, a cargo del discurso de los llamados “curas villeros”. Lo interesante del debate en estas semanas fue la toma de la palabra de una enorme cantidad de mujeres de villas y barrios contando su experiencia de aborto en la clandestinidad. Esto marcó un salto político en la discusión respecto de los años anteriores, ya que la masividad del debate se dio en términos clasistas, exhibiendo que la clandestinidad tiene distintos precios. Es decir, la transversalidad de la politización feminista permitió ampliarla en espacios y lugares donde antes no llegaba como discusión aun si los abortos eran una realidad masiva. Los líderes de varios movimientos sociales intentan disciplinar a las mujeres de esas agrupaciones, militando a favor de poner límite a la ola verde para responder a los pedidos del Vaticano.

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La cantidad de mujeres de barrios populares que poblaban las carpas que cruzaban de la avenida 9 de julio a Callao discutiendo estas cuestiones habla de un fracaso de esos disciplinamientos internos. De la fuerza que tiene decir que a la clandestinidad no volvemos más aun si el Papa se atreve a asociar el aborto con el nazismo. Pero sobre todo, habla de un empuje de las pibas más jóvenes para plantear con sus madres y al interior de sus familias una interpelación, una discusión y un modo de vivir la sexualidad que hace temblar el pacto patriarcal que es también pacto eclesial. Y un efecto cascada sobre la ampliación de otra discusión: la separación definitiva de la Iglesia del Estado, que tuvo una contundente demostración en las cajas llenas de formularios de apostasía que se hacían en medio del acampe. No es casual que la reacción de la iglesia sea tan virulenta al mismo tiempo que no paran de destaparse casos de curas pedófilos, de abusos sexuales contra monjas, y de testimonios públicos de hijxs no reconocidxs por sus padres-curas. De nuevo, volvemos a la escena de la violación: es eso lo que una y otra vez se está defendiendo como espacio “privado” y “sagrado” de los poderes que sostienen el pacto patriarcal-eclesial.

La escena global

 

El escenario de la contienda por el aborto sucedía aquí pero era ya una escena global. La repercusión y el tejido de resonancias a nivel internacional que tuvo la campaña por el derecho al aborto en América latina y el mundo fue un dato contundente. Muchas ciudades se tiñeron de verde. Manifestaciones frente a embajadas, organizaciones en plazas, confección de pañuelos en otras latitudes, tomas de universidades y escuelas performatearon un nuevo tipo de internacionalismo.

Desde los paros feministas (19 de octubre de 2016 y 8 de marzo de 2017 y 2018) se ha nutrido una dinámica internacionalista del feminismo que se traduce como coordinación, enjambre de iniciativas, tráfico de léxicos políticos, articulación de una agenda común y una fuerza que se experimenta de modo concreto en los conflictos diversos. El feminismo como nuevo internacionalismo está produciendo un tipo nuevo de proximidad entre las luchas.

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Lo que se jugaba en la votación del Senado argentino también registra la fuerza de un escenario que, como rezaba la contratapa del New York Times, evidencia que “el mundo está mirando”. Hoy el triunfo católico conservador aparece como noticia pero aun así no logra jaquear las fotos que ya recorrieron el mundo: una marea verde en las calles, un sinfín de luces en medio de la noche de invierno, un río de deseo de desobediencia.

Esta vez las presiones del cabildeo político se impusieron a favor de que el pacto patriarcal-eclesial mantenga su poder sobre la autonomía y la decisión de las mujeres en relación a su maternidad y a su deseo. Sin embargo, el temblor de la revolución feminista no deja lugar sin conmover. El aborto en la calle ya es ley. Nuestra victoria es aquí y ahora y a largo plazo. Estamos haciendo historia. Nos tienen miedo. Este desprecio del Senado no será gratis. Tenemos furia y euforia. No tenemos esperanza, tenemos fuerza.