Ahora resulta que todos debemos borrar Facebook. Porque se pudrió todo: una empresa robó unos 50 millones de perfiles de usuario, vendidos por un investigador ruso, que habrían sido clave para la maquinaria propagandística de Donald Trump. Los perfiles habrían sido usados para desarrollar un sutil gigante algorítmico — a cargo de una empresa financiada por un magnate republicano — que luego de identificar sus personalidades distribuía exactamente el tipo de propaganda que convencería de votar al actual presidente de los Estados Unidos. Suena a ciencia ficción, y es porque se trata mayormente de ficción aunque no tanto de ciencia.
Invitar a borrar nuestras cuentas de Facebook está perfecto (los motivos sobraban antes de que esto se destapara) pero tampoco es para proponerlo a la ligera. Borrarnos de Facebook no es como abandonar Netflix, Tinder o, incluso, Twitter. Son millones y millones las personas que reconocen usar Facebook pero no internet: para ellas Facebook “es” internet.
Borrar nuestra cuenta implica desvincularnos de personas con quienes no tenemos otra vía de contacto, crearnos cuentas falsas para iniciar sesión en aplicaciones que sólo usan Facebook para el registro, o virtualmente cerrarnos a un mundo que cada vez más transcurre dentro del jardín amurallado de Mark Zuckerberg. Está claro que más allá de los pifies de la plataforma, los beneficios logrados en el afán por conectar gente no pueden ser exagerados. Borrarnos de la plataforma es un lujo y antes de ahogarnos en el cinismo de aquellos que nos recuerdan que, efectivamente, todo lo que está pasando era probable que sucediera deberíamos atender la necesidad de exigirle a Facebook que procure no hacer tan mal las cosas.
Lo que realmente sucedió no se trató de una falla de seguridad sino de una violación de términos y condiciones. Facebook mantuvo activa durante años una manera de obtener los datos de los contactos de quien diera permiso a ciertas aplicaciones con fines académicos. Esto es lo que permitió armar una base de datos gigante que fue vendida, ilegalmente, por parte de un académico a Cambridge Analytica, con fines distintos de los que fueron comunicados a Facebook. Este es el eje de la disputa. Si los datos luego fueron cruciales a la victoria de Trump es cuando mucho una exageración: los cambios políticos que se ven en todo el mundo son fenómenos causados por una plétora de factores y reducirlos a uno solo es de supina negligencia.
¿Cómo es que este académico se hizo con tan ridícula cantidad de perfiles? Si alguna vez te ganó la tentación por saber a qué princesa Disney te parecías, qué Pokémon sos o cómo te verías con treinta años más, vas a entender por donde fue la mano. Es cierto hacer tests en internet puede tener su gracia, risas van, risas vienen, a tal le salió lo mismo, toda la bola. Pero por lo general para desbloquear este mundo de diversión y vanidad debemos aceptar entregar algunos datos. “Facebook ya sabe todo de mí, qué más da”, razonamos, y le damos a “Aceptar”. Así, de una manera bastante parecida, comenzó la historia de Facebook y Cambridge Analytica.
Esta empresa, que nada tiene que ver con Cambridge y de hecho eligió su nombre para sonar “más académica”, se jacta de aprovechar un cuestionable conjunto de herramientas originadas en el márketing conocidas como “segmentación psicográfica”. Estas técnicas, se supone, permiten delimitar públicos objetivos a partir de su estilo de vida o personalidad y así poder ofrecer a cada votante precisamente el tipo de mensaje al que es susceptible. O como les gusta llamarlo: micro-targeting.
Cambridge Analytica se viene jactando de haber puesto a Trump en la Casa Blanca desde hace años, pero el motivo por el cual la noticia estalló ahora es que no se conocían los detalles de su participación ni los datos que poseían. Ahí es donde entra Christopher Wylie — tildado apresuradamente de whistleblower por la prensa como si de un nuevo Snowden se tratara — que hace unos días le contó a The Observer acerca de las actividades de Cambridge Analytica, empresa financiada por el magnate republicano Robert Mercer, en la que fue trabajó hasta 2014.
Lo que Wylie ventiló es que esos 50 millones de perfiles de Facebook surgieron de un investigador ruso, Aleksandr Kogan, que los había obtenido de manera legítima con supuestos fines académicos para luego vendérselos a Cambridge Analytica. ¿Cómo los obtuvo? A través de un test de personalidad e inclinaciones políticas que ofrecía entre 2 a 5 dólares por completarlo con tu cuenta de Facebook.
Este test recolectaba likes y datos personales, pero también los datos de sus amigos, en una época en la que Facebook se jactaba de “compartir por defecto”, aprovechando un permiso que fue deshabilitado en 2015 a partir de las (esperables) preocupaciones por la privacidad. Fue de este peculiar modo que Kogan necesitó de apenas 270 mil usuarios para llegar a los 50 millones que luego proporcionó a Cambridge Analytica.
No hubo violación de seguridad ni se filtraron datos de Facebook. Tal como la empresa comunicó oficialmente, Kogan tuvo acceso a esta información de manera legítima y a través de los canales apropiados. El problema, dice Facebook, surgió de la violación de las reglas por parte de Kogan. Hubiera sido tanto mejor, es posible pensar, que realmente hubiera sido una filtración.
Zeynep Tufekci, autora de Twitter and Tear Gas (2017), apunta que quizá lo que todo esto muestra es que es el mismísimo modelo de negocios de Facebook lo que está mal: “si tu negocio está en armar una maquinaria masiva de vigilancia, la información eventualmente sera usada y abusada. Hackeada, filtrada, robada, copiada (…), vendida. No hay consentimiento informado porque no es posible informar razonablemente ni consentir”.
A lo sumo, como muchos se apuraron en señalar, no se trató de una violación a la seguridad de Facebook sino de una violación a la confianza que sus usuarios depositan en la plataforma. Es por eso que esta historia es emblemática de un problema de fondo mucho más grave. Como señala Silkie Carlo, las redes sociales erosionaron tanto nuestras normas de privacidad y cultivaron a tal punto el narcisismo, que cientos de miles de personas estuvieron dispuestas a dar acceso completo a sus vidas a cambio de un test de personalidad. El nivel de detalle granular acerca de cada uno de sus dos mil millones de usuarios convierte a Facebook en la maquinaria de inteligencia perfecta, con el fin que sea (vendernos a Trump o a una licuadora). No tiene mucho sentido enojarse con Cambridge Analytica y al mismo tiempo estar en paz con el modelo de negocios de Facebook.
No hay nada que apunte a que Cambridge Analytica es en algún sentido singular, del mismo modo que nada nos garantiza que en este momento decenas si no cientos de empresas tengan en su poder colecciones de perfiles de Facebook incluso más grandes que los que ellos manejaban. Sin ir más lejos, Palantir es una empresa que se especializa en análisis de datos cuyo fundador es ni más ni menos que Peter Thiel, el multimillonario de Silicon Valley conocido por apoyar abiertamente a Trump, vengarse contra periodistas y tener un búnker en caso de tercera guerra mundial.
A través de contratos con la NSA y GCHQ, Palantir maneja enormes cantidades de datos de ciudadanos estadounidenses y británicos. (Thiel fue uno de los primeros inversores de Facebook pero vendió la gran mayoría de sus acciones en años anteriores). Quizá sea también apresurado afirmarlo, pero dado lo que sabemos de ambas empresas puede que sea sensato atender a la idea de que, en comparación, Cambridge Analytica es una parva de amateurs frente a Thiel y sus secuaces.
Pero hay un punto que no debe dejar de remarcarse: no existe una estrategia universal e infalible para ganar elecciones. Lo que sucedió con Facebook es grave, pero su gravedad no recae en que Trump sea presidente. A pesar de que Christoper Wylie — prácticamente tildado como héroe a partir de su arrepentimiento — se empecine en dar entrevistas con un nivel de producción por momentos irritante en las que no deja de mencionar las distópicas virtudes de la máquina de propaganda que ayudó a construir, tenemos buenos motivos para dudar de su eficacia.
De lo que Wylie se jacta es de haber proporcionado un imbatible “arsenal psicológico” a Steve Bannon (líder conservador de la alt-right) que aprovecha las herramientas de los psychographics para apuntar ya no a los perfiles de los votantes como tales, sino directamente a sus personalidades. Lo que Wylie afirma es básicamente el manual de ventas de Cambridge Analytica: “toda esta información permite conocer la susceptibilidad de cada tipo de personalidad a las distintas formas de enmarcar la propaganda política. Esto incluye el tono, los temas, el vocabulario, la agresividad, los temores a los que dicha personalidad responde, entre un largo etcétera.” En base a eso es que se elabora la propaganda política, luego servida en distintos canales y con distinta frecuencia para que, ¡ciencia de por medio!, cambie nuestra opinión.
No cuesta confundir esta alegada confesión de Wylie con un pitch de ventas a potenciales clientes de esta misma “receta milagrosa” para la victoria electoral. Y, de hecho, sus palabras calzan perfecto con lo que la escritora del staff de Trump contaba hace casi un año acerca de la proeza estratégica de la campaña, apoyada por los deliciosos datos de Cambridge Analytica. La ciencia de la que se enorgullecen está más cerca del tipo de promesas vacías de un emprendedor cualquiera de Silicon Valley que de aquello a lo que se dedican los científicos de datos.
Es tentador señalar que el microtargeting no es ninguna novedad y fue ampliamente celebrado en el caso de la campaña de Obama en 2008, que probablemente fue la que dio el puntapié inicial a lo que serían todas las campañas políticas a partir de ella. Pero como señala Michael Simon, quien lideró los esfuerzos de análisis de datos durante aquella campaña, los datos que ellos usaron habían sido otorgados voluntariamente por cientos de miles de votantes a quienes se le informó el fin que tendría dicha información. Este no fue el caso de los millones de usuarios de Facebook que terminaron alimentando la maquinaria de datos de Cambridge Analytica.
Tampoco debemos dejar de lado que Cambridge Analytica no sólo se dedicaba al análisis de datos y luego sugerir dónde, cómo y a quién mostrarle propaganda. En un documento filtrado en octubre de 2017 se describen las sugerencias hechas para lograr que parte de los votantes indecisos se inclinaran hacia el partido Jubilee en las elecciones de Kenia de ese mismo año. Entre ellas figura la provocación de disturbios en manifestaciones para teñir al partido rival de violento, el énfasis puesto en la familia del candidato para lograr empatía “más allá de la política”.
Es por esto que indistintamente de qué bando nos simpatice, las diferencias entre un caso y el otro son notables: “[la herramienta de Obama] permitía contactar a tus amigos que aún no hubieran votado para instarlos a que lo hicieran. CA usó una fachada académica para cosechar todos los datos de tu perfil y de tus amigos bajo el disfraz de un test de personalidad, que le permitió armar sus modelos,” aclaró Simon. En 2012 los esfuerzos se habían incluso multiplicado y hasta en las voces que procuraban ser críticas no podían más que entusiasmarse de que lo que se estaba ofreciendo fuera siquiera posible: “la campaña de Obama parece estar ignorando sus implicancias éticas y morales, pero en perspectiva los beneficios son evidentes”, decía una nota en The Guardian intentando disimular su emoción.
Los temores suscitados por esta noticia eran absolutamente esperables. El temor a la manipulación masiva por parte de nuevos medios es casi tan viejo como la aparición de los medios masivos mismos. Con cada nueva forma de comunicar masivamente surgieron temores respecto del contagio emocional de las “masas”, que traían aparejadas lúgubres predicciones de cómo las estrategias de propaganda “psicométricas” podrían permitir a los inescrupulosos engañar a las multitudes y torcerlas en su favor.
Ya en 1895 el polímata francés Gustave Le Bon advertía que la masificación de los diarios y la alfabetización podrían dar lugar al contagio inconsciente de ideas entre la muchedumbre. Esta temida disolución de la individualidad en una masa informe — pero no necesariamente informada — daba lugar a una peculiar falacia: la prensa provocaba cambios de comportamiento en la multitud y simultáneamente lograba reflejar la opinión de dicha multitud. Como señala Heidi Tworek, cuando se habla de psicometría — y en particular en contextos como el de Cambridge Analytica — se comete la misma falacia lógica: se asume que la psicometría permite medir las personalidades de las personas y luego manipularlas, cayendo en la paradoja de causar y reflejar sus creencias en simultáneo.
Es como si de algún modo nos gustara creer que la victoria de Trump se dio gracias a las capacidades técnicas de una empresa como Cambridge Analytica que aprovechando los datos de Facebook logró torcer la voluntad de millones de personas y darle la presidencia a este impresentable. Pero eso sería creerle el verso a los principales beneficiados de tan heroico relato: Nix, Mercer y sus compinches. Del mismo modo que en 2008 y 2012 no fue la mera magia de las redes sociales la que determinó la victoria de Obama (esfuerzos que fueron incluso minimizados por sus responsables) reducir la victoria de Trump a los servicios de Cambridge Analytica no solo es pecar de ingenuos sino que es sobredimensionar la capacidad de un factor sobre una miríada de elementos. En cualquier caso, la principal diferencia entre campañas fue su nivel de transparencia.
Si vamos al caso, Cambridge Analytica no tiene el mejor de los historiales y la supuesta evidencia de su “salsa secreta” (juro que esa expresión usan) es como mucho dudosa si no directamente, chamuyo. Incluso si la psicometría ofrece herramientas útiles para las campañas políticas, sus detractores acusan a Cambridge Analytica de hacer un márketing fantástico con ínfima evidencia que pueda apoyar sus afirmaciones.
Quizá uno de los peores desenlaces de todo este asunto sea la convicción generalizada de que Trump es un fenómeno de las redes sociales, el candidato que se le escapó a los Republicanos, un error en la Matrix posibilitado por las virtudes tecnológico-científicas de un pequeño grupo de estrategas, científicos de datos y rockstars de la propaganda que lograron su presidencia. Y tiene sentido que nos creamos ese relato, ¡tiene toda la épica necesaria! Pero realmente no tenemos evidencia de la efectividad de estas técnicas, ni de su importancia dentro de la amplísima variedad de esfuerzos que hay detrás de una campaña presidencial.
Facebook manejó muy pobremente la situación, en sintonía con una larga secuencia de metidas de pata que fueron pobremente atendidas. Zuckerberg había prometido hace unos meses “arreglar” su plataforma, y haciendo eco de sus propias palabras es que fue citado a declarar frente al parlamento británico, así como frente a la FTC estadounidense y el parlamento europeo. La pregunta a esta altura es ¿dónde está Mark Zuckerberg?
La vigilancia masiva y el perfilado de miles de millones de personas a partir de toda la información que los gigantes algorítmicos manejan no es particularmente bueno para nosotros. Y al mismo tiempo es innegable que Facebook, con todas estas salvedades, ofrece servicios muy útiles. Como propone Tufekci, podríamos tener servicios análogos con otros modelos de negocios y estructuras técnicas. Nadie dice que sea fácil crearlos, pero la necesidad es cada vez más apremiante.
Tal vez tengamos que empezar a evaluar la posibilidad concreta de que la presidencia de Trump haya sido el resultado de muchos factores y no del poder mítico de los “nuevos medios” y la maleabilidad de las “masas ignorantes”. Después de todo, y por más bien que suene como titular, atribuirle a Cambridge Analytica la victoria de Donald Trump es, como le gusta decir a él, un poquito fake news.