Marlene Wayar, patriarcado y biologicismo


“No se nace mujer, llega una a serlo”

El feminismo como doctrina exige una ética: no puede quien lo abraza ser constructora de otredad en los términos patriarcales. Porque las travestis no tenemos margen para ir negociando cómo somos visibles: el patriarcado nos abusa, nos quiere muertas o, en el mejor de los casos, nos descarta. Escribe Marlene Wayar.

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Foto: Lina Etchesuri para "Travesti: Una teoría lo suficientemente buena, Marlene Wayar.", Muchas Nueces 2018

En el año 2000 se presentó la propuesta de inclusión travesti a los encuentros feministas y en esa resistencia a su inclusión se vislumbró lo que iría sucediendo hasta el presente. En aquellos años, la inclusión en concreto era la de Lohana Berkins, un sólo cuerpo acompañada por un puñado de feministas que no lograron evitar las violencias sobre ese cuerpo.

“El concepto de género no se refiere a una esencia ni a un disfraz, sino a relaciones de poder. Se trata de desmantelar esas relaciones de poder apoyadas en los géneros”, fundamentaban muchas sin poder llegar a hacer carne aquello que sostenían con sus palabras.

¿Puede preguntarse por qué me pegan desde niña, por qué me encarcelan tantas veces, por qué matan un poco de mí cada día, por qué tanta gente se niega a dialogar conmigo, por qué en vez de Lohana me llaman “negrita”, “viciosa”, “mascarita sidótica”, “infectada de la que hay que alejar a los niños” –¡con lo que me gustan los niños!– por qué produzco miedo, por qué niegan mis capacidades, por qué piensan que sólo estoy hecha para la prostitución, por qué tengo, además de 92 kilos, 95 compañeras muertas, asesinadas impunemente? Les preguntaba Berkins, intentando desmantelar las relaciones de poder apoyadas en los géneros al interior de los feminismos, reconociéndose Salteña de Pocitos, con tanto de lo boliviano y lo argentino, con un cuerpo de 37 años con marcas de clase y racializado. Lohana, una migrante con mas tiempo transcurrido en Buenos Aires que en su lugar de nacimiento. En aquel “me pegan desde niña” estaba implícito la desvalorización de su niñez, la indiferencia, la exclusión, la orfandad –la familiar y la social, aquella en donde los cuerpos que sostiene el feminismo no pueden desentenderse y que tiene un nombre – y muchos disfraces – y se llama patriarcado.

Uno de estos disfraces es una misma, inoculada. El patriarcado se mueve en los espacios feministas indemne y su ansiedad paranoide busca y busca orientando el hocico hacia el afuera, primer síntoma de patriarcado. La construcción de otredad es constitutiva del ser: somos negando ser esa otredad. El que construye una otredad negativizada, amenazante, es el modo patriarcal, y en esa construcción de otredad genera en el Yo dos miedos básicos: a perder lo que nos brinda seguridad y al ataque a la propia integridad. Aun con les hijes hay una vivencia de fuerte desconocimiento o extrañamiento. El patriarcado occidental, desde la constitución de la modernidad, ha empleado esto para producir junto con los fundamentalismos mágicos-religiosos, el capitalismo, los conservadurismos culturales y el liberalismo el mundo al que venimos. El patriarcado quiere hijas sumisas que acepten ser su primer bien propio y, por ende, de cambio y defiende aún la manera en que las define cuidadosamente desde antes de la modernidad, primero como otredad en relación de no-reciprocidad.

Crecemos escuchando hasta el hartazgo “Se acaba la papa, se acaba el maíz, se acaba los mangos, tomates, ciruelas, melones, sandía y se acaba el aguacate… la cosecha de mujeres nunca se acaba”. En ese hartazgo, el feminismo viene a exigir, en principio, reciprocidad, igualdad, autonomía y soberanía. Esa amalgama patriarcal, conservadora, fundamentalista, capitalista y neoliberal está, en relación a la mujer, tambaleando. Los movimientos políticos anuncian que se va a caer. La corrección política los empuja e intentan aunar fuerzas pero apenas se animan a cosas menores, como entregar un Oscar y decirles cuando es “una mujer fantástica”, la que todos quieren, esa que soporta toda desconsideración y hasta la humillación y desprecio por ¿amor? en pleno momento político de #MeToo, empleando precisamente una subjetividad devaluada con pretendida actitud inclusiva.

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A las travas el patriarcado nos expulsa entre los 8 y los 13 años, cuando no nos arroja dos veces consecutivas de la terraza de casa y terminamos muertas a los 4. A las travas el patriarcado nos quiere muertas y en el mejor de los casos nos descarta y allí quedamos, en plenas relaciones de poder, apoyadas en los géneros para que un país entero nos abuse sexualmente y cuando ya crecemos y tenemos edad punitiva, confinadas a campos a cielo abierto con lógicas concentracionarias.

Esto marca Berkins, esto retoma cada travesti cuando accedemos a un espacio político que dice pretender desmantelar esas relaciones opresivas. Caemos con la ingenuidad de Felipe Guamán Poma de Ayala que dedicó todos sus esfuerzos a compendiar cómo era la vida en el Perú antes de la conquista y cómo era la realidad que vivían bajo el despotismo cruel de los virreyes, los obispados y los soldados a su cargo, con la intención de enviarla al Rey con la tesis de que cuando éste se enterara, vendría a poner las cosas en orden. No sabía que ni en España, ni en Europa la vida era como se la pintaba su fantasía basada en los relatos religiosos. No sabía que se había pactado políticamente que él y toda persona nativa en estas tierras apenas se habían escurrido de ser consideradas no-humanas -como lo eran las personas nativas en África- a las que la iglesia les había concedido tener alma, pero que, como los infantes y mujeres, sólo interesaban a los fines de quedar en manos de la administración papal.

Las travestis ingenuas venimos reclamando el “amor que nos fue negado”, venimos reclamando que revisen sus supuestos teóricos con la propia experiencia. Reclamamos esa reciprocidad para que deconstruyan esos modos patriarcales inoculados en que se piensan el centro del mundo, la medida y la autoridad en tanto construcción patriarcal heterosexual y binaria. Las travestis no tenemos margen para ir negociando cómo somos visibles. De niñas simplemente lo manifestamos, a los 32 años ya nos cansamos y las que superamos ese promedio de vida no tenemos hoy otras armas que las palabras.

¿Podríamos organizarnos para auto-rescatarnos? ¿Dónde? El mundo está es sus manos. Somos desde siempre migrantes, no tenemos ya a dónde huir y que no estén, nacemos en sus manos. No podemos votar leyes de paridad. Continúan pensando que son el centro, la medida y la autoridad. Fuimos de las pocas (poquísimas) feministas que hemos trabajado pública y políticamente con travestis y con mujeres en prostitución, en lucha contra la represión y discriminación en la Ciudad de Buenos Aires. Difícilmente se nos pueda calificar de discriminatorias.

El feminismo como doctrina exige una ética. No puede quien lo abraza ser constructora de otredad en los términos patriarcales. Pidan ayuda para trabajar sus miedos a perder aquello propio que parecemos interpelar y a ser atacadas por la vecina, porque como dicen las putas “no tenemos padre, hermano, esposo, barrio, patria, nación. No tenemos nada, somos putas de todos y en soledad”. Las puertas que nos quieran cerrar nos habilitan para declararlas cómplices del ataque sistemático y generalizado que se comete en base a nuestro ligamen en común, la identidad (identicidio), que se traduce en asesinato, esclavitud, traslado forzoso y deportaciones, encarcelamiento y privación grave de libertad, tortura, violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, violencia sexual, persecución, desaparición forzada de personas, el crimen de apartheid, y otros actos deshumanos de carácter similar que devienen en el no cceso a educación, salud, trabajo, vivienda. Es una trama que nos asola desde niñas, al menos entre los 8 y los 13 años. Un exitoso plan de exterminio con algunas fallas, como quien suscribe, que ha superado la media de mortandad de 32 años. Y además, continuamos naciendo.