Conflicto palestino israelí


No parecés judía, para nada

Después de 51 días, la guerra dejó más de 2.000 palestinos y más de sesenta israelíes muertos. Hinde Pomeraniec repasa su genealogía judía y diversas situaciones de antisemitismo. Desde que se desató la ofensiva en Gaza, cuenta, le exigen mostrar “condenas altisonantes y consignas antiisraelíes como muestra de sensibilidad ante el dolor de los palestinos”. Además, recibe el desprecio de israelíes por no estar a favor de "la ocupación" . Ser judío, aclara, no es avalar las políticas del Estado de Israel.

Publicado el 27 de agosto de 2014

“Jesús era judío" (¡Cómo no voy a querer a los judíos!)

Los pibes estaban algo intensos. El regreso desde Bariloche era tan largo, los micros incómodos y encima estos pibes que no paraban de molestar. Por entonces no lo llamábamos bullying, nadie le decía así. Pero por entonces sí me daba cuenta de que uno de ellos, el que lideraba los cantitos en mi contra, era antisemita. Los otros, más o menos prejuiciosos, seguían al que dirigía el coro de varones. “Volveré a mi tierra, allá en Israel, no quiero morirme sin antes volver”, cantaban y acompañaban con palmas y talones, buscando emular bailes judíos en plena ruta: un infierno que no se amortiguaba con las manos en los oídos ni convirtiéndome en un ovillo humano en el asiento. No recuerdo cómo había empezado, creo que fue una discusión por un cuarto que finalmente ganamos las chicas.

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Imagino, no puedo asegurarlo, que debo haber sido algo enfática y terminé persuadiendo al conserje del hotel. No tiene importancia: lo cierto es que él no me daba bola desde antes, más bien mostraba desprecio por mí y por cualquier cosa que yo dijera desde el mismo momento de mi llegada a esa escuela privada, un año antes, en agosto de 1977, después de que el rector de la escuela pública a la que asistía le sugiriera no tan delicadamente a mi padre que me retirara porque de lo contrario iban a expulsarme por agitación política. Había llegado al Liceo 5 de la mano de mi mamá, que me mostraba orgullosa el cuadro de honor para que viera “cuántos apellidos judíos” había ahí. Poco después, alguien de la administración o una celadora le había dicho que “las judías traen la política a la escuela”. En el colmo de la humillación, desde el regreso de Bariloche y hasta que terminamos la escuela busqué convencer al genio que apeló a Palito Ortega para torturarme en el viaje de egresados de que los judíos éramos gente como cualquier otra, argentinos como él, humanos como todos sus seres queridos. No hubo caso. Siguió mirándome con asco. Habrían de pasar todavía algunos años hasta que yo dejara de pedir perdón por ser judía. Cuando eso ocurrió, comencé a considerar pura escoria a los sujetos como él. Y me liberé. Desde entonces, pude ser una judía argentina sin complejos ni padecimientos; me sentí libre para opinar y para tomar posición sobre cualquier tema vinculado a los judíos y a los conflictos en Oriente Medio, siempre apostando a los diálogos de paz, la posibilidad de los dos estados o a cualquier hipótesis que permitiera pensar en el fin de la violencia en la región.

Esto fue hasta ahora, cuando -a partir del crescendo de las políticas guerreras de Israel en Gaza-  empecé a sentirme presionada por gente que quiero y respeto, personas con quienes estuve siempre del mismo lado y que hoy parecen ponerme a prueba desde sus redes sociales, exigiendo condenas altisonantes y consignas antiisraelíes como muestra de sensibilidad ante el dolor de los palestinos.

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“A Jesús lo mataron los judíos” (¡Cómo voy a querer a los judíos!)

Mi hijo mayor conoció el antisemitismo a los 24 años. Hasta entonces, había tenido la fortuna de moverse en espacios amables para nuestro origen. Cuando digo amables no digo solo judíos, digo que en la mayoría de las escuelas, ciertos clubes, ciertas carreras universitarias la vida suele ser natural, igual a la del resto de las personas, en cualquier lugar del mundo. Todos aquellos circuitos en donde haya psicólogos, artistas, intelectuales en general suelen albergar familias mixtas y amistades en las cuales ser judío no parece un problema. Así había vivido él, con su vínculo con lo judío casi reservado a cuestiones familiares. Ese día me llamó por teléfono, sorprendido y angustiado porque se había encontrado cara a cara con el prejuicio de la mano de una supervisora, en un lugar inesperado, un espacio supuestamente “amable”, como guías para turistas en el teatro Colón.

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La conversación arrancó por un libro, siguió con ella diciendo que los musulmanes se habían integrado mucho más que los judíos en Europa porque los judíos eran muy cerrados y terminó con el relato de su experiencia como empleada de un banco en el Once, en donde le tocaba atender muchas veces a judíos ortodoxos. “Son ventajeros, eh”, dijo él que le dijo ella. Y lo noqueó: “la frase me quedó grabadísima”, dice todavía él. Mi hijo, al igual que su madre treinta años antes con el energúmeno de Bariloche, intentó persuadir a la supervisora, convencerla con argumentos. También le fue mal. Es más, ella ni siquiera entendía que lo que decía era ofensivo. Para ella era lo más natural del mundo y no era grave. Así funcionan los prejuicios.

“No parecés judía, para nada”

Llevo un nombre y un apellido que nunca resultan inocuos. El mío fue un nombre clásico por décadas entre las mujeres judías de los países de Europa del Este, pero para mi generación ya era exótico. Y viejo. Quiero decir, muy poca gente lo conocía o conoce y, si lo conocían y no me conocían a mí (cuando empecé a escribir en los diarios, por ejemplo), solían pensar que yo era una mujer muy mayor, cuando aún no lo era. Llevar un nombre así tiene lo suyo. Por empezar, sos judía desde el mismo momento en que te presentás: el solo hecho de pensar que llevás un nombre en una lengua casi extinguida y asociada a la diáspora no deja de ser una marca indeleble. Un nombre así y, además sumado a un apellido del Báltico, pero de los shtetls de la región, las pequeñas aldeas judías que dejaron de existir primero a manos y patadas de los pogroms rusos y después a manos, patadas y armas de los nazis. Además de tener que pronunciarlos en detalle y deletrearlos con paciencia, cada vez, irremediablemente el nombre despierta curiosidad y esa curiosidad hace nacer preguntas, preguntas que no siempre tengo ganas de contestar.

¿Hinde? Qué nombre raro. Lindo, pero raro. ¿De dónde es? ¿Significa algo? ¿Idish? Ah, judíos. No parecías judía. ¿Pero en tu casa son religiosos? ¿Comés jamón?

El que pregunta nunca sabe qué día tengo, si estoy con ánimo para charla, si percibo un tono prejuicioso en sus preguntas, si me dan ganas de caerle bien o me da lo mismo… En función de ese abanico de posibilidades dialógicas encaro la arqueología de mi nombre prácticamente todos los días de mi vida.

 Es en idish. Va con h, pero la h no se pronuncia. Así se llamaba la abuela de mi mamá que vino de Odessa a la Argentina. Entre los judíos es común ponerles a los bebés los nombres de los familiares muertos. En mi DNI figuro como Hilda. Hindele significa pollito en idish.

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Hace un par de años que esta última parte trato de no responderla, una mujer ya grande diciendo que su nombre quiere decir “pollito” suena patético, de manera que lo vengo evitando (y de paso acorto la charlita).

“Los campos de concentración no existieron. Son un invento de los judíos”

1-No me acuerdo con certeza su nombre, creo que era la morá Malka. Sí tengo presente su figura mínima,  su cabello renegrido y su voz grave, como de actriz dramática. Pero lo que más recuerdo es el número que llevaba tatuado en su antebrazo y que, de tanto en tanto, quedaba a la vista…porque nos lo mostraba, casi como una amenaza. Esa huella del dolor indescifrable para nosotros, chicos de siete u ocho años, obligaba al respeto por su sufrimiento pero también despertaba angustia y temor. Costaba mirarlo, daba miedo esa marca definitiva del paso de nuestra maestra de hebreo, que entonces debía tener unos 45 años,  por un campo de concentración nazi. Daba mucho miedo pensar que eso –el tatuaje forzado, las torturas, la muerte de toda su familia- le había pasado solamente por ser judía.

Por entonces, a punto de entrar en la década del 70   la vida escolar en San Justo, en el Gran Buenos Aires, para mi hermana y para mí era doble: por la mañana, escuela pública y por la tarde, el shule y el intercambio con la pequeña comunidad judía de la zona, un espacio en donde nos enseñaron a cantar el Hatikva, el himno nacional israelí, pero donde también cantábamos Aurora, cada vez que izábamos la bandera celeste y blanca. En mi casa siempre fuimos bastante asimilados. Mi madre era la reina de las relaciones públicas con los vecinos y mi padre siempre fue un tipo de izquierda, que, en lugar de creer en Dios, creía en el Hombre (así me lo decía). No celebrábamos ritos –alguna velita por los muertos, al pasar- aunque asistíamos a las celebraciones familiares. También pasábamos alguna Navidad en casa de amigos cristianos. Era claro que no éramos cerrados ni reacios a integrarnos.

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La versión familiar de esa época, pese a cierto descreimiento por parte de mi padre comunista, era que Israel había sido una suerte de compensación del resto del mundo por tanta diáspora y tanto sufrimiento. Rápidamente la ofrenda se había convertido en un regalo envenenado con  guerras, aunque aún pensábamos que sólo era una cuestión de tiempo  que los árabes pudieran entender que los judíos tenían derecho a una nación y espacio propios. No sé bien qué pensaban entonces los adultos de mi familia pero los palestinos no eran un tema de conversación. Sí sé que los nombres de Ben Gurión, Golda Meier y Moshé Dayan inspiraban admiración y respeto. Y que Israel era visibilizado como el pequeño David agobiado por el mundo árabe Goliat, empeñado en hacer desaparecer el nuevo Estado. Los judíos éramos víctimas de una nueva injusticia. En esos tiempos, Israel motorizaba por primera vez innovación y tecnología en una región árida, pobre y subdesarrollada. Siempre recuerdo la sorpresa con la que mi abuela Juana, luego de un viaje a visitar a su hijo, volvió hablando del tamaño de las naranjas y los pomelos que crecían en el desierto…

2-Mi familia no sobrevivió a los campos nazis porque no estuvo en ellos. Mis bisabuelos por parte de mi mamá y mis abuelos por parte de mi papá vinieron antes de la Segunda Guerra, huyendo de la pobreza y escapando de los pogroms. La familia de mi abuelo materno llegó a Entre Ríos con el programa del Barón Hirsch. Jeremías era un gaucho judío, nació en Argentina, igual que la mayoría de sus hermanos. Mi abuela Ana Wilion, a quien llamábamos Juana, nació en el Pasaje del Carmen, porteña de pura cepa. Su madre, Hinde Berestovoy (esa señora a la que no conocí pero que me legó su nombre), había llegado desde Odessa. Hinde enviudó muy joven y quedó como único sostén de sus tres hijos pequeños. Cocinaba para otros paisanos en el Abasto y para sobrevivir y darle de comer a sus hijos puso un modesto bazar en el que vendió hasta la propia vajilla, regalo de casamiento.

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De Rebeca Fraifeld, la mamá de mi papá, sé poco. Sé que nació en Kiev, que se vino con su madre y con su hermana y que llegaron a Salta, en donde se establecieron. Rebeca era una mujer muy cariñosa, con una característica distintiva: su afán por la limpieza. No podías entrar a su casa sin ponerte los patines de pañolenci verde y cuidaba tanto el orden que el día que su hijo menor (mi papá) se recibió de médico, en calidad de regalo lo dejó dormir la siesta en su cama matrimonial. Arón Pomeraniec había nacido en Roschnoi, hoy Bielorrusia, alguna vez Polonia, pero siempre rusa de alma. Ni él ni su esposa hablaban demasiado de sus pueblos de nacimiento. Sí hablaban de la llegada a Argentina, de la épica propia (sobre todo Arón, que llegó a los 16 años, solo y sin saber hablar castellano), pero poco y nada de la historia que habían dejado atrás. Creo entender que esto es porque los judíos no habían dejado una tierra propia, siempre todo era prestado para ellos. Es más, en sus pasaportes no figuraba una nacionalidad: el sello decía “judío”. Eran parias.

3-Como dije, mi familia no sobrevivió a los campos porque no estuvo ahí, pero a lo largo de mi vida conocí a varios sobrevivientes.  Algunos fueron cercanos, con vínculos familiares. Uno de ellos, León G., murió hace poco: nunca dejó de ser memoria activa de su paso por Auschwitz. Difícil olvidar su relato de la liberación, en aquel enero helado de 1945. En ese momento él era un chico muy joven. Contaba que la imagen que conservaba de aquel momento tenía tres colores: blanco por la nieve, negro por el barro, rojo por la sangre de los pies de los prisioneros liberados. Cuando murió, su hijo Alejandro publicó una foto en Facebook en la que se ve su brazo tatuado con el número 171.984, el que le imprimieron a los 16 años. Su brazo está envuelto por cables de aparatos médicos, apoyado sobre la cama de hospital. Asoman bajo las sábanas los flecos del talit, el manto sagrado. “Se fue el Rey León”, escribió Ale. Cada vez que leo o escucho a algún negacionista, pienso en León y en la realidad del Holocausto grabada en ese brazo.

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“En el atentado a la AMIA murieron 85 personas, entre judíos y argentinos”

Aún siendo tercera generación de argentinos por parte de mi madre y segunda por parte de mi padre, de chica no faltaban las preguntas del tipo “¿Qué sos primero: judía o argentina?” “Si juegan al fútbol Israel y Argentina, ¿por quién hinchás?” Preguntas idiotas pero juro que reales. Mis amigas hijas de italianos y españoles no eran obligadas a responder esos interrogatorios; evidentemente nunca eran vistas como traidoras potenciales.

No conozco Israel, nunca fui. Desde que era muy chica, gran parte de mi familia vive ahí. Durante años busqué evitar en mis notas el tema Oriente Medio, seguramente porque para cuando pude escribir sobre el conflicto entre palestinos e israelíes hacía rato que el David de las guerras del 48, del 67 y el 73 había devenido en Goliat. No era ni es sencillo discutir con la familia en público. Escribí poco sobre el tema y las respuestas del lado de los judíos militantes siempre fueron muy pesadas, con descalificaciones brutales. Aunque no soy la reina de la intrepidez, suelo ir de frente ante el conflicto. Sin embargo, me cuesta moverme en escenarios tan adversos, cuando las psicopateadas son tan cercanas que te dan en la boca del estómago. Sistemáticamente elijo ponerme a un costado.

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Parece increíble tener que aclararlo, pero soy judía, no  israelí. Soy judía porque me llamo Pomeraniec y porque me llamo Hinde. Vengo de ahí, de ese horizonte milenario; negar que soy judía sería negar mi nombre y negar a mis padres. El judaísmo no es para mí una religión, aunque las pocas veces que estoy en un templo o en un cementerio judío siento (aunque no las entienda) las palabras de esos rezos más cercanas que otras a mis canciones de cuna, a las frases amorosas de mis abuelos. Del  mismo modo que me conmueven los rituales del Pesaj aunque pasen años en los que no asisto a la celebración. El judaísmo son los latkes de mi bobe Rebeca y la sopa de pollo de mi bobe Juana, es el guefilte fish con la receta que mi vieja y mi tía Pelu se llevaron con ellas porque nunca se las pedí. Es el “Oyfn Pripetchik”, esa canción tradicional que, cada tanto, se aparece en sueños y me abre el alma como el tajo que me hizo el rabino en el forro de mi abrigo, del lado del corazón, cuando murió mi mamá.

Pero no soy israelí ni tengo por qué estar de acuerdo con las políticas que practique cualquier señor que allí gobierne. (Sé por experiencia que, aunque lo fuera, quiero decir, si fuera israelí, también me permitiría disentir y nunca estaría a favor de políticas de opresión, discriminación y muerte solo por obediencia debida a un patriotismo malentendido).

En el actual capítulo del oprobio, con el ejército israelí empeñado en una cacería desenfrenada, las redes sociales amplificaron el rechazo hacia las acciones de Israel como nunca antes. Todos somos ahora dueños de nuestros medios de comunicación y posteamos opiniones propias y ajenas con desenfado y sin cautela, muchas veces sin saber siquiera de qué estamos hablando.

A lo largo del tiempo aprendí a distinguir antisemitas, prejuiciosos y racistas contenidos. Pero ahora es diferente porque por momentos percibo por parte de amigos que se llaman de izquierda cierta indignación ampulosa en contra de los israelíes, de los “sionistas” –una palabra que reapareció como insulto-, mientras otros niños, otras mujeres y otros civiles en diferentes lugares del mundo siguen siendo al mismo tiempo violentados por señores feudales, militares soberbios y gobiernos totalitarios sin que se motoricen las marchas y las protestas fervorosas en contra de sus asesinos y torturadores.

Me fastidia tener que aclarar todo el tiempo que no comulgo con las políticas bélicas del Estado de Israel, porque nadie me pide con tanto énfasis mi opinión sobre la represión del gobierno de Al Assad en Siria, ni sobre las pasadas incursiones armadas rusas en Chechenia, acciones que tampoco celebré ni celebro. No apoyo ninguna guerra. No apoyo a ningún ejército de ocupación. No apoyo a ningún gobierno guerrero expansionista. No apoyo a ningún grupo fanático que quiera arrogarse el derecho de decidir por otros basados en sus interpretaciones de la letra religiosa. Desprecio a quienes creen que hay vidas que valen más que otras, como a quienes eligen el terror como método político y a los que niegan el Holocausto.

Estoy en contra de los fundamentalismos; no recibo instrucciones de líderes políticos ni religiosos ni me merecen simpatía quienes, escudándose en supuestos preceptos religiosos, condenan a las mujeres al exilio interior o directamente a la lapidación o decapitan a los que consideran “infieles”. Los niños muertos son niños muertos, siempre. Las ejecuciones sumarias, la violación de mujeres y la muerte de civiles  son también siempre condenables.

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Nadie dijo que era fácil

Si nunca fue fácil ser judío, el presente es el reino de la incomodidad  para los judíos que buscan pensar con libertad y sin perder de vista la sensibilidad por el sufrimiento del otro. Apostar por los diálogos de paz hoy es recibir el rechazo de la mayoría de los judíos israelíes y de gran parte de los judíos del mundo, que creen que solo con más violencia se puede terminar con el fundamentalismo de Hamas. De los antisemitas obscenos de siempre no hay  nada que agregar. Pero sí de una tendencia que crece, una especie de reclamo general hacia los judíos por parte de quienes nunca mostraron prejuicios racistas, una exigencia para que formen parte del mundo bienpensante, como si fuera la única manera de integrar a los judíos al resto de la humanidad valiosa. Yo también prefiero pensar a los judíos como un grupo de seres humanos entre los que nacieron iluminados como Freud, Einstein, Martin Buber, Spinoza y Barenboim. Elijo ese firmamento como referencia así como me siento más cómoda entre laicos u observantes moderados que entre ortodoxos rígidos. Pero ocurre que en toda familia hay personas con la que uno comparte miradas y criterios y otra con las que no. Personas a quienes queremos más y otros a los que directamente no queremos y hasta evitamos ver. Entre los judíos hay enormes diferencias, como entre el resto de la humanidad.

Y es entonces, en esa exigencia que hoy percibo más que nunca, cuando todo se hace más difícil. Porque para muchos de aquellos con los que siempre me sentí cómoda y me hicieron sentir uno más hoy ya no alcanza con pronunciarse en contra de las acciones de los israelíes contra los palestinos sino que es imperativo llamarlos asesinos y hasta ponerle like a las frases que dicen que el sionismo es una escala superior del nazismo.

No cuenten conmigo.

Y es que, pese a mi postura  contraria a las decisiones de los gobiernos israelíes, por mi origen y experiencia familiar no podría estar en contra de lo que fue la creación del Estado de Israel o desear su desaparición, algo que tampoco todos los palestinos desean.

No soy esa persona ni lo voy a ser: tengo demasiada gente querida viviendo ahí, algunos con mi sangre entre los soldados que van al frente. También demasiada gente querida enterrada en Israel. Y tuve, además, mucho antes de mi llegada al mundo, demasiados ancestros deseando ese pedazo de tierra. Puede parecer una contradicción, pero sobre ella cabalgo cada día de mi vida.

Nunca fue fácil ser judío. A lo mejor fue la letra sagrada y aquello del “pueblo elegido”. O tal vez fueron los siglos de destierro y de sufrimiento los que transformaron a nuestras mamás en personas especializadas en levantarnos el ego y asegurarnos que somos los mejores del mundo.

No, mami, no lo somos.

Y no, hijos, tampoco somos los peores.

Fotos: archivo de Hinde Pomeraniec