Clima social


Malhumor

Nerviosismo e irritabilidad social. Cada uno se mira un poco más el ombligo. Cada vez hay más caras que parecen preguntar “¿qué es todo esto que está pasando?”. No quieren respuesta cliché, quieren entender algo que se nos escapa de las manos, dice Alejandro Grimson. “Es el nuevo estrés social”, define el antropólogo.

Foto de portada: Federico Cosso.

Hay malhumor en la sociedad, malhumor en la calle. Más insultos en el tráfico, más nervios en los comercios, una irritabilidad que se expande. En una oficina pública de la ciudad, del Estado ya modernizado y alegre, vi un empleado que dejaba de atender a los ciudadanos diciendo “con la inflación que hay, yo ya trabajé demasiado”. ¿Huelga individual? Y la larga fila, como se dice en la calle, “se queda pagando”, como si no nos afectara la inflación.

Cada uno se mira un poco más el ombligo. Cuando levanta la cabeza y mira al conjunto, crece la incertidumbre. De manera vertiginosa, un optimismo que nunca fue unánime se transmuta en creciente desesperanza. Cada vez hay más caras que parecen preguntar “¿qué es todo esto que está pasando?”. No quieren respuesta cliché, quieren entender algo que se nos escapa de las manos. Algo que nos pone nervioso porque es escurridizo.

Si bien la Argentina está retrocediendo en la distribución del ingreso, avanza en la distribución de la mala onda. Es el estrés social. Atravesamos el pico de nerviosismo al compás de que ya el boleto de colectivo no es lo que era, la luz y el gas ya no son lo que eran. Dicen que se sinceraron, pero la verdad es que la plata no alcanza. Obvio, prometen que el futuro será el paraíso, pero en nuestra coyuntura hasta la palabra paraíso nos pone la piel de gallina.

Dos amigos, con opiniones políticas opuestas, me responden de idéntica manera a mi trivial pregunta ¿qué tal? “Todo bien, salvo el país”. La hiperinformación aceleran el pulso, incrementa la tensión. Tenemos la capacidad de atención desbordada. Estrés. ¿Cuándo te da descanso la Argentina? ¿Cuándo baja el ritmo y se aleja del precipicio? ¿Ya hay noticias? Prendé la radio, mirá tuiter, entrá cada segundo a refrescar la web.

La emocionalidad está a flor de piel mientras se deshojan las margaritas. Declara, no declara, recusa, aceptan, deniegan, imputan. Las palabras se vuelven locas. Hace mucho tiempo atrás, recuerdo que un fiscal solicitó la imputación de la expresidenta, y el título principal de algún diario daba a entender que era culpable. Ahora, que cambió la vara de la república y que el presidente en ejercicio está imputado, se informó tal como dicen las leyes, que la imputación sólo implica la apertura de una investigación donde se presume inocencia.

Es el doble estándar a la enésima potencia. Presumís la inocencia de los amigos y descontás la culpabilidad de los enemigos. Sí, la palabra “adversario” debería ser reservada para la política, la contraposición de argumentos y la contienda electoral. Ahí no hay “enemigos”. Es una guerra de palabras, claro, pero convencé a los pseudo republicanos de que los adversarios tienen derechos humanos. Hasta Videla había tenido aquí derecho al debido proceso. Hace dieciséis años que no escucho ansiedad por las causas de Menem, algunas que duermen el sueño de los justos en el tribunal más elevado previsto por la Constitución.

Cuando se escucha la frasecita “que ella vaya presa”, ¿dónde se perdió la pretensión de ser republicanos? ¿Dónde ha quedado el derecho a la defensa, el debido proceso, la necesidad de pruebas? He visto en la televisión y he escuchado en off tanto a los militantes de todo encarcelamiento como a quienes saben que una decisión irresponsable puede poner este país patas para arriba.

Todavía recuerdo, parece haber sucedido en otro siglo, al presidente afirmando que había opositores presos en Venezuela. También parece otro siglo cuando decían que el kirchnerismo quería parecerse a Venezuela. Ahora estamos tan excéntricos, que si fuera cierto lo que decía Macri, la Argentina alcanzaría ese nuevo estándar en la violación a los derechos humanos con la gestión actual.

Admito que me pone nervioso que los antikirchneristas emocionales no me entiendan. No importa lo que yo piense sobre la actuación de Milagro Sala. Tampoco importa si me gustó mucho o poco el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. No importa lo que yo piense del gobierno de Juan Domingo Perón. Lo que importa es que él jamás estuvo prófugo. Estuvo 18 años exiliado, que es muy diferente. Proscripto.

Lo que importa es que me gusta y defiendo la Constitución. Todos los ciudadanos, entiéndase bien, todos y cada uno, tienen derechos y obligaciones. Ahora, si nos creemos 42 millones de jueces supremos, hay un detalle: el supremo se calla la boca hasta que se apela después de la segunda instancia.

De pronto, todo resulta justificable. Cualquier derecho que sea eliminado, sean los descuentos del Pami, sean trabajos en el Estado, cualquier reducción de salarios vía inflación y tarifazos, todo puede ser decorado con palabras como sinceramiento, ñoquis, ladrones. Todo, obviamente, en pro de “unir a los argentinos”. La idea es sencilla: si se produce un auténtico terremoto que parta la tierra en dos, todos podremos reunirnos en el fondo de la grieta.

El artista plástico León Ferrari seleccionó decenas de noticias gráficas de los años de la dictadura que mostraban que había indicios, incluso en plena censura, de lo que estaba sucediendo. Tituló la obra con una frase que espero que nadie utilice ante los Panamá Papers: “Nosotros no sabíamos”. ¿Se procesa o desprocesa al ritmo de los cambios políticos? Nadie cree en el poder judicial y ese es el problema. El doble estándar se va a eternizar en la Argentina mientras no exista un tercero, un poder judicial limpio y transparente que se eleve por encima de todos los partidos y facciones, que responda a las leyes. Una justicia que honre esa palabra sería decisiva para bajar el estrés social, la ansiedad, para desacelerar. Si todos creyéramos que se va a hacer justicia, dormiríamos mucho más tranquilos.

Habría que avisarle al General que esto, entre todos, no lo vamos a arreglar. Las probabilidades están cerca de nadie. De hecho, a veces parece que hay quien cree que un país sin recaudación fiscal sería el verdadero paraíso.