Ensayo

¿Varones antipatriarcales?


El macho progre y su educación sentimental

Se critica y condena más el autoritarismo, la agresividad, la histeria y la infidelidad de las mujeres que las de los varones, admite el sociólogo Joaquín Linne. Y repasa la educación que lo volvió machista y los eventos que le provocaron un cambio. “¿Por qué a los varones nos irrita expresar emociones de afecto y vulnerabilidad? ¿Por qué cuando digo que soy feminista casi todos mis pares–supuestamente progresistas– me miran con cara de traidor y me acusan de “estar siendo hablado por otros discursos”?”

Anoche, en una parrilla de Flores, vi cómo un grupo de varones molestaba a la moza que distribuía tintos, sándwiches de bondiola y algunas achuras. Mientras ella intentaba hacer su trabajo, ellos se sacaban selfies, fumaban, hablaban fuerte y se jactaban de su masculinidad, o de la masculinidad como ellos pueden entenderla. Además de criticarle la comida (a la moza, no al parrillero o al dueño), le decían "piropos" del estilo de "te comería como un postre". ¿Por qué yo no hago esto? ¿Por vergüenza, por corrección política? ¿por sensibilidad, por mi educación de clase?  Esta escena, entre muchas otras, me hizo reflexionar sobre mi educación sexogenérica. ¿Cómo hace serie el dispositivo “parrilla con varones de la vieja escuela” con el Encuentro Nacional de Mujeres, el Ni una menos, el Tetazo, el Paro de Mujeres, a las que adhiero?¿Cómo se fue mezclando en mí lo público y lo privado? ¿De qué modos también fue influyendo en mi investigación académica? 

Mi padre es un humanista de izquierda, lector frecuente, defensor de la educación y salud pública, al que le gusta cocinar por placer. Si bien pudo cuestionar muchas “verdades” políticas y religiosas heredadas de mis abuelos, al mismo tiempo, como a la mayoría de nosotros, le resultó más difícil “deconstruir” sus condiciones históricas de formación sexo-genérica como varón. 

Mi madre, mientras convivía con mi padre, aceptaba la división doméstica de tareas que él proponía. Mi hermana, cinco años mayor que yo, tampoco se oponía al sistema de distribución, que delegaba en ella, y nunca en mí, ciertas actividades. El único hijo varón, es decir yo, no realizó ninguna tarea doméstica hasta los veinte años, salvo poner la mesa. Me dediqué a estudiar, leer, mirar pantallas, practicar deportes y participar en política estudiantil. 

Hacia el final de la adolescencia, gracias a mi padre lector, descubrí con fascinación a Bukowski. Comencé un taller de escritura. Leí a Carver, Ford, DeLillo, Easton Ellis y Kureishi. Con esas influencias, me dediqué a escribir cuentos sobre mis fallidas experiencias sexoafectivas, desplegando una mirada cínica sobre mi familia disfuncional y sobre las mujeres que conocía y no me parecían afines o pronto perdían interés en mí. Mi alter ego y narrador era un “perdedor” pero, al final del día, la estupidez y el desencanto residía en el otro, es decir, en la otredad femenina. El inconsciente se estructura como un relato y se expresa a través del humor, me susurra una voz familiar psicoanalizada. ¿Cuáles fueron las condiciones de posibilidad que me permitieron hacer pequeños pero significativos cambios en torno al género? He identificado siete experiencias: 

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1) Un día, antes de terminar el secundario, me peleé con mis padres. Me escapé de casa al amanecer y le escribí una carta a Marta Dillon, de quién era fan por seguir su columna Conviviendo con Virus en Página/12. Al rato volví a casa y nunca envié la carta. No recuerdo qué decía, supongo que angustias afectivas, pero por algo se la escribí a ella. Sin dudas, sus crónicas fueron importantes en mi escasa alfabetización sexo-genérica de esa época. 

2) A mis veinte años, mis padres se divorciaron. Me afectó que mi madre dejara de realizar algunas tareas domésticas. Y eso me llevó a empezar a cocinar. Sin embargo, seguía aferrado a mis privilegios de género heredados y sólo cocinaba fideos con tuco en caso de necesidad y urgencia. Lo más cómodo era realizar ataques rapaces a la heladera y arrasar con lo que las mujeres (madre y hermana) hubiesen cocinado. Así empecé a comer zapallitos, brócoli y otras verduras asociadas al imaginario femenino que en otros tiempos había ninguneado. 

3) Años después, mi hermana empezó a trabajar en un servicio de asistencia a víctimas de violencia doméstica y sexual, que siempre son mujeres y la mayoría de las veces de sectores populares. Las estadísticas son contundentes. En el país ocurre un femicidio cada treinta horas. Un varón se levanta cada día, agarra un arma y mata a una familiar, a una ex pareja o a una mujer que conocía. Cada día, miles de golpizas y abusos, episodios menos trágicos, no llegan a ser noticia. Mi hermana trabaja sobre ese trasfondo y con las esquirlas que deja la violencia de género. 

4) Durante un viaje por Sudamérica, mientras escribía lo que más me sorprendía de cada lugar, me llamó la atención el grado de violencia hacia las mujeres. Si además de tener sangre indígena sos mujer, tenés que soportar que los varones descarguen sus resentimientos sobre vos, que tomen ventaja de su condición y dejen a tu cargo la mayor parte de las tareas domésticas. Es asombrosa la cantidad de grupos de varones tomando cerveza en las calles y bares de Sudamérica. ¿Dónde están las mujeres de sectores populares? Trabajando, como siempre, bajo la opresión doble del capitalismo y el patriarcado. Compilé estas crónicas en un libro que se llamó Misoginia latina. El libro es honesto pero su perspectiva de género es aún incipiente, algo intuitiva. 

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5) Los recientes procesos sociopolíticos del continente co-protagonizados por mujeres. Tanto la primera dama como la secretaria de Estado y ex candidata a presidenta de Estados Unidos, como las ex presidentas de Argentina, Chile y Brasil, y la actual gobernadora de la Provincia de Buenos Aires, recibieron similares críticas por su condición de mujeres: “ape in heels”, “feminist nightmare”, “bitch”, “sneaky”, “dependable”, “devious”, “cheated” (Estados Unidos); “yegua”, “frívola”, “bipolar”, “conchuda” (Argentina); “amarga”, “vale callampa”, “señora títere”, “vieja retamboria”, “cerda”, “esquizofrénica política” (Chile); “medicada”, “cretina”, “autista”, “desequilibrada”, “gerentona masculinizada” (Brasil); “mosquita muerta”, “mala leche”, “falsa”, “débil”, “hiena”, “sólo una cara bonita” (Provincia de Buenos Aires). La mayoría de los adjetivos críticos (similares a los que soportan a diario millones de mujeres más anónimas) se asocian a su identidad sexo-genérica. Como señala Gabriel Giorgi en su libro Formas comunes, el biopoder produce diferenciaciones a partir del lenguaje, al nominar jerarquiza cuerpos y los inscribe políticamente. Por ejemplo, diferenciando entre las vidas con mayor grado de “humanidad”, que sin dudas merecen vivir y por ende se les confiere mayor respeto y estatus (en este caso, los varones blancos) y, por otro lado, las mujeres, de las que suele cuestionarse su nivel de humanidad nominándolas como objetos (“títere”) o más comúnmente como animales (“gato”, “yegua”, “gorila con tacos”, “serpiente”) o como humanos fallados, enfermos, amorales (“viciosa”, “loca”, “traidora”).  

En todos los casos, la violencia del biopoder opera cuestionando la humanidad femenina desde distintos planos: salud, moral, coherencia, sexualidad e inteligencia. ¿Por qué los varones sólo somos objeto ocasional de esta prolífica adjetivación virulenta?

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En el caso de la ex mandataria argentina, los aciertos que se le reconocen con mayor consenso del arco político son la puesta en marcha de leyes para disminuir las desigualdades de género: la Asignación universal por hijo y la ley de contrato de trabajo para el personal doméstico; las leyes de matrimonio igualitario e identidad de género; y la ley de más lenta y difícil aplicación: la de protección integral para “prevenir, sancionar y erradicar” la violencia contra las mujeres.

6) Mi “cupo” de imaginación no heteronormativa se la debo a mis docentes y amig@s/compañer@s de talleres de escritura y a la refrescante narrativa queer. Desde el cine independiente europeo de Almodóvar, Gilliam y Greenaway, y el indie norteamericano de Cronenberg, Lynch y Van Sant que nos acercaron video editoras como AVH, LK-Tel y Gativideo, pasando por el cine del lejano oriente de Sono Sion, Wong Kar Wai, Kim Ki Duk y Chan-Wook Park que nos trajeron el Bafici e I.Sat, hasta algunos libros, por supuesto.

7) Por último, siempre lo personal es crucialmente político, y la mayor influencia fueron los últimos años de relación sexoafectiva con una feminista. Como sabemos, toda convivencia implica constantes tensiones, definiciones y acuerdos. Desde la distribución doméstica de tareas y la división de gastos comunes hasta quién toma las decisiones y qué significa el maltrato. Además, toda relación es al menos de seis: ella, yo y nuestros padres introyectados, siempre recordándonos qué roles son deseables en una pareja.

Esta socialización racional-sentimental, en el sentido más empírico de tener que generar acuerdos cotidianos con una feminista, me fue aportando otra mirada en mi desarrollo como cientista  social. Además de convivir con otro habitus y otro género, empecé a convivir con diversas lecturas: en particular, con los libros de Butler y su revisión de lo que entendemos por “sexo” y “género”, mostrando que hasta el sexo es una construcción cultural. Es decir, todo género es una prótesis cultural que se construye a partir de una serie de significaciones sociales; es el software o la superestructura de las instituciones que dividen a la “mujer”y al “varón”. La historia de la humanidad puede ser leída como la historia de los mecanismos de control social hacia las mujeres. Y de cómo a todos nos hacen creer que en el mundo sólo existen dos opciones: “madre o puta”. 

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¿Por qué varones y mujeres tendemos a idealizar la violencia de nuestros padres? En mi caso, en numerosas ocasiones me encuentro reproduciendo un tono “canchero” e irascible muy típico entre algunos varones de mi familia y de mis círculos de pares, del que me arrepiento siempre al otro día –en mi vida lo mejor que he escrito sea, quizá, esos mails de perdón trasnochado–. ¿Por qué se critica y condena más el autoritarismo, la agresividad, la histeria y la infidelidad de las mujeres que las de los varones? ¿Por qué nos cuesta tanto obedecer a una mujer? ¿Por qué a los varones nos irrita expresar emociones de afecto y vulnerabilidad? ¿Por qué cuando digo que soy feminista casi todos mis pares–supuestamente progresistas– me miran con cara de traidor y me acusan de “estar siendo hablado por otros discursos”? 

Hoy me siento como el nene de Sexto sentido, pero en vez de ver todo el tiempo “gente muerta”, veo “varones y mujeres patriarcales”. Y acá me encuentro, a mitad de mis treinta años, conviviendo con mis contradicciones, tratando de conjugar mi tema original de investigación, los usos de las TIC en jóvenes, con mi interés por el género. Y recordando lo que me aconsejó Silvia Elizalde, jurada de mi tesis: no tener miedo de utilizar la palabra “patriarcado”. 

No sé si algún día dejaré de ser “patriarcal”. También me declaro feminista: lo que implica, básicamente, que coincido con gran parte de la agenda propuesta por los movimientos de igualdad de género. Y lo fundamental: aunque discuto de modo diario con mi pareja y sigo trabajando mi relación con la violencia, realizo en un aproximado 50% todas las tareas hogareñas que pueden realizarse antes de tener hij@s.