Derechos sociales y autonomía


Los aportes que me faltan los tiene el patriarcado

El conflicto por la continuidad de la moratoria previsional expuso una discusión fundamental: el intento patriarcal de disciplinar la posibilidad de vivir una vejez en clave de derechos, disfrute y autonomía. La movilización feminista y sindical obligó al gobierno a dar marcha atrás, pero también desbordó la definición de quiénes son las trabajadoras y puso al trabajo “no reconocido” como prioridad de la agenda laboral. ¿Qué otras imágenes de lo que llamamos empleo pueden desplegarse?

En respuesta a la movilización feminista y sindical, el gobierno se vio obligado a anunciar una prórroga a la moratoria previsional. Sin embargo, se trata de una trampa burocrática que nos pone a desentrañar tecnicismos. Y despliega un contrapunto con lo que la movilización feminista y sindical puso como clave para frenar esta exigencia del Fondo Monetario Internacional (FMI): derechos y autonomía.

El conflicto por la continuidad de la moratoria previsional vigente desde el año 2004 pone sobre la mesa una discusión fundamental: se trata de una reforma punitiva sobre los derechos sociales. ¿Qué significa esto? Un recorte de derechos a jubilaciones especialmente destinadas a mujeres, aquellas que realizaron durante toda su vida trabajo no remunerado o mal pago y sin responsabilidad de aportes por sus patrones. Pero es importante enmarcarlo como un recorte-castigo: un intento de disciplinamiento junto al ajuste económico.

Este beneficio lo defiende hoy en el campo de fuerza abierto la movilización feminista y sindical, que visibilizó y valorizó los trabajos reproductivos, de cuidado y atención, al mismo tiempo que denunció la brecha salarial que se sustenta en la división sexual del trabajo. Con el slogan-concepto #TrabajadorasSomosTodas la alianza intersindical y feminista amplió tanto lo que se entiende por trabajo como la capacidad de disputar remuneración y reconocimiento del histórico trabajo feminizado no-pago o mal pago.

El “beneficio” de la moratoria es ya una cuestión que debería ser al menos problematizada: se accede a derechos por medio de deuda. Con la moratoria se “compran” de manera individual los aportes, una responsabilidad estatal y patronal. Pero además de asumir de manera privada los aportes que no realizaron quienes se han beneficiado de su trabajo, a las trabajadoras se le suma la introducción de restricciones a través de un informe socioeconómico que “certifica” pobreza. El macrismo, por medio de este filtro, fue reduciendo la población de mujeres capaces de acceder a la moratoria con el criterio de que no demostraban la suficiente “vulnerabilidad”.

De nuevo vemos en marcha el castigo patriarcal a la posibilidad de vivir una vejez por fuera de la austeridad y del confinamiento doméstico. Y de nuevo, también, el contrapunto con la reivindicación que obligó al gobierno a dar marcha atrás. La performance de vulnerabilidad se opone al reconocimiento de una historia laboral que ahora se reinterpreta y valoriza en clave de derechos y de la demanda de un disfrute de la vejez como autonomía, y no como años de descarte, improductivos y miserables.

La asociación del derecho jubilatorio llamado de “amas de casa” con el certificado de vulnerabilidad y pobreza es una manera de normalizar las jerarquías de género y, a la vez, de dar aire al conservadurismo en auge que se propone “una vuelta al hogar” para todas aquellas que se han rebelado al mandato familiarista, pertenezcan a la generación que sea. Un dato del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (CEDLAS) de la Universidad de La Plata muestra lo que significaron estas jubilaciones en la vida de muchas mujeres: según este estudio la probabilidad de divorcio/separación aumentó en 2,6 puntos porcentuales, que se traduce en el incremento del 18% en la cantidad de divorcios en parejas de más de 60 años.

Entonces, la reforma punitiva sobre los derechos sociales tiene una serie de engranajes: traducción de los derechos en términos de deuda individual y moralización de su acceso a través de la certificación de pobreza. Recordemos que el gobierno anunció hace poco tiempo nuevos créditos que toman como garantía las jubilaciones y los subsidios sociales, tras un 2018 en el que la pobreza en la infancia y adolescencia en el país alcanzó el 51,7%. Se ratifican así dos premisas de la “política pública”: que las jubilaciones no alcanzan y que el modo de completarlas es por medio del endeudamiento. Entonces, las jubilaciones no cumplen el papel de garantizar ni siquiera la subsistencia, pero sí certifican por medio del Estado que el capital financiero desembarque por completo en la vida cotidiana de lxs más pobres.

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De casa al trabajo en clave feminista

El clásico slogan “de casa al trabajo” estampaba el recorrido del trabajador disciplinado y sin “distracciones” entre la fábrica y el hogar-familia. Lo que dejaba claro ese trayecto era la división sexual del trabajo: en uno hay trabajo, en otro descanso. Claro que el “sujeto” del movimiento, el que iba de un lado al otro, era el varón, sinónimo del trabajador.

El movimiento feminista dio vuelta y desarmó esa imagen y, sobre todo, el significado de esas “locaciones” que señalaban el trabajo desde el punto de vista masculino: aquello que se hace afuera y para lo cual la casa funciona como refugio y reposo del varón proveedor, bajo la obligación gratuita de la ama de casa de tenerla reluciente. Las feministas en los años 70 empezaron a explicar que la cadena de montaje empieza en las cocinas y que el cuerpo de las mujeres es la “fábrica” donde se crea la mano de obra y, por eso, está sometido a todo tipo de disciplinamiento a favor de su “productividad”. Léase: maternidad obligatoria.

Hoy la alianza entre sindicalismo y feminismo -potenciada en el ejercicio político de las huelgas feministas de los últimos tres años- permite que el movimiento sindical proponga, bajo la consigna #NiUnaJubiladaMenos, el reconocimiento del trabajo “no reconocido” como prioridad de la agenda laboral.

“Siempre nos han separado: entre las que trabajan en la fábrica, en la oficina, en la escuela, y en el hogar. Ha sido muy difícil crear un terreno común, debido a las diversidades económicas, sociales y generacionales. Pero ahora el movimiento feminista lo está haciendo”, dijo el año pasado Silvia Federici en la Federación Gráfica Bonaerense, en la mítica sede de la Avenida Paseo Colón frente a mujeres sindicalistas de todas las centrales.

Contra la lectura fascista de la crisis del trabajo formal

 

La perspectiva feminista logra una lectura general del trabajo porque sabe leer, por su posición parcial histórica como sujetxs desvalorizadxs, cómo implosionó la idea misma de trabajo normal. Claro que ese trabajo normal, que se presentaba como imagen hegemónica de un empleo asalariado, masculino, cis-heterosexual y en blanco, persiste como imaginario e incluso como ideal. Pero en la medida que ha devenido escaso, ese ideario puede funcionar de modo reaccionario: quienes tienen ese tipo de empleo son constreñidxs a auto-percibirse como privilegiadxs en peligro que necesitan defenderse de la marea de precarizadxs, desempleadxs, migrantes y trabajadorxs informales.

Mucha de la política sindical actual es también obligada a actuar como si “defendiera privilegios” y, por tanto, en clave reaccionaria a la situación de crisis en general y a la multiplicación del trabajo en particular.

La alianza sindical-feminista es fundamental porque propone una agenda a la altura de los cambios en la composición del trabajo y capaz de invertir la jerarquía reaccionaria. En vez de tener como único horizonte la defensa del trabajo formal, empieza por reconocer todas las otras tareas que no son identificadas como trabajo. Así, produce un campo común de acción con quienes históricamente no son reconocidxs como productorxs de valor: mujeres, disidencias sexuales, migrantes, trabajadrxs de la economía popular, etc. Es en la composición transversal que estos años tuvo el feminismo donde se abre el imaginario para pensar, por ejemplo, cómo sería una moratoria previsional que contemple la particularidad de la expectativa de vida de la población travesti trans, que hoy no llega a los 40 años.

El modo reaccionario de la lectura del mundo del trabajo (como amenaza de unxs contra otrxs) se conjuga con las formas neoliberales de propagandear el micro-emprendedurismo como fórmula para “superar” la crisis del trabajo formal y asalariado. Devenir emprendedora y endeudarse parece oponerse a la retórica conservadora y nostálgica del empleo estable. Pero lo que vemos es una alianza de hecho entre neoliberalismo y conservadurismo. El neoliberalismo se hace más fuerte allí donde el mandato familiarista conservador y cis-heteronormado privatiza las consecuencias del ajuste: dentro de los confines domésticos, bajo el lenguaje de la responsabilidad individual y del endeudamiento familiar.

Por todo esto, la potencia del diagnóstico feminista actual sobre el mapa del trabajo es hacer una lectura no fascista del fin de un cierto paradigma inclusivo a través del empleo asalariado, y desplegar otras imágenes de lo que llamamos trabajo y otras fórmulas para su reconocimiento y retribución.

La transversalidad del movimiento feminista encuentra en el componente sindical una alianza importantísima, tanto en términos de movilización como de masividad y de impacto. Y, a la vez, logra una capacidad de fuerza conjunta que hace de la “unidad” sindical una cuestión nueva, porque desborda la definición de quiénes son las trabajadoras. Que en este tiempo se haya logrado el reconocimiento intersindical de las trabajadoras de la economía popular y también de las trabajadoras no sindicalizadas, de las amas de casa y de las jubiladas es un ejemplo de ello.

Al reconocer la producción de valor de las tareas reproductivas, comunitarias, barriales y precarizadas desde los sindicatos, el límite sindical deja de ser un “alambrado” que confina el trabajo como exclusividad de las trabajadoras formales. En ese gesto, queda en evidencia el encubrimiento de otras tareas que el salario y la precarización también explotan.

Por eso, cuando se canta “Unidad de las trabajadoras, y al que no le gusta, se jode, se jode” se hace un doble gesto: por un lado, ponerle género a ese canto histórico. Y así dar cuenta de una unidad que no puede consagrarse bajo la marca de las jerarquías machistas. La fuerza del movimiento dentro de los sindicatos denuncia, de hecho, que esa unidad que subordinaba a las trabajadoras se consagraba a fuerza de obediencia. Por otro, al ampliar la noción de trabajadoras –porque trabajadoras somos todas– esa unidad deviene fuerza de transversalidad: se compone con labores y trabajos que históricamente no fueron reconocidos como trabajo desde los sindicatos y los proyecta como reivindicación histórica en #NiUnaJubiladaMenos.