Foto Portada e interior archivo familiar de Mariana Flores.
Registro Foto archivo de la causa: Sonia Tessa
A Rubén Flores y Laura Repetti los secuestraron junto a su hija de seis meses Mariana Victoria Flores el 7 de junio de 1977. Los militares los llevaron al centro clandestino de detención La Calamita que funcionó cerca de Rosario bajo las órdenes del Destacamento de Inteligencia 121 perteneciente al Ejército. Antes de liberarlas, los genocidas le permitieron a Laura estar unos minutos con su compañero. Rubén, que no estaba vendado, le pidió una foto de la nena, la tranquilizó para que se fuera de allí y le dio el anillo de casamiento. Nunca más supieron de él: Rubén sigue desaparecido.
Laura y Mariana hicieron pública la historia en 2016, durante el juicio por la causa “Guerrieri 3”. Ese día Mariana cumplió un anhelo: “Estar acá es algo que desee toda la vida. Lo siento como un privilegio enorme. Lo único que deseaba era que los responsables se hagan cargo. Nada más”. Para Laura fue reparador: “Hubo momentos en que no decía que era esposa de un desaparecido. Fue muy importante la declaración ante la CONADEP, como seguramente lo será esta instancia, porque pude dejar de pensar que era un problema individual para ver que era algo que le ocurrió a una sociedad. Esta acción del Estado es adecuada, sanadora, reparadora”.
Historias como esta pueblan nuestra memoria colectiva. En sus testimonios florece la dignificación que les supuso que le “devuelvan” la palabra: el juicio otorga la dimensión de la verdad y también de la dignidad. Los hechos no reparan por sí solos. Si a la verdad le asociamos la dignificación y colectivizamos “el caso”, ahí sí estaremos aportando a mitigar realmente el daño sufrido.
Mariana lo dijo claramente: “Fueron muchos años de silencio. Durante mis primeros 30, sólo supe de mi papá por el relato de mi mamá y de mi familia paterna. Pero la desaparición de mi papá se llevó a toda su familia, que se murió de dolor. A partir de los juicios, la gente en la calle me dice 'yo lo conocí a tu papá', 'iba con él a la escuela', 'era mi vecino'. Eso pasa desde hace unos diez años. Tengo un comercio, y hace dos semanas una proveedora que viene hace siete años me preguntó: '¿Tu mamá se llama Laura? ¿Tu papá se llama Rubén?'. Era la prima hermana de mi papá. Tardó siete años en hacer esa pregunta”.
La declaración en el juicio no le devolvió al padre pero tuvo “un valor restitutivo invaluable”. Ella y su mamá colectivizaron su caso, traspasaron el edificio del tribunal y generaron la apropiación de la gente. El juicio se volvió reparador. Así lo explica Brandom Hamber, psicólogo sudafricano: “Lo reparador no es solamente la medida, el objeto, sino el proceso alrededor. Para que un monumento sea reparador es necesario que forme parte de un proceso, que la gente se lo apropie, que responda a las necesidades de reconocimiento de las víctimas, que les ayuden a tener un reconocimiento que les fue negado, que convoque iniciativas culturales o sociales con un sentido de derechos humanos. La reparación incluye la participación de la gente”.
¿Por qué los juicios?
La mayor importancia de los juicios por crímenes de lesa humanidad radica en que el Estado le posibilitó a la sociedad que padeció el genocidio la facultad de juzgar y penar dichos crímenes. Ese lazo social que los genocidas perdieron o rompieron producto de su participación en la destrucción de un grupo humano es el que debe restablecerse a instancias del juzgamiento, de la propia escena del juicio, como dice Arendt y retoma Zaffaroni.
Si los jueces no cumplen con su función, la sociedad requerirá de otras modalidades para el ejercicio del juicio moral. Porque, como dice Daniel Feierstein, la misma escena jurídica cumple un fin en sí mismo (independientemente de la condena penal): es el ámbito privilegiado en la construcción de discursos de verdad sobre el pasado e incide sobre el conjunto de la sociedad determinando parámetros para las posibilidades de elaboración del paso traumático. La fuerza de la escena judicial radica en la colocación del genocida a la “par” de la víctima, obligándola a escuchar lo que la víctima tenga para decir sin poder emitir opinión o interrupción alguna. Por su parte la víctima pone en palabras el hecho traumático para que luego el Tribunal establezca un juicio moral y penal sobre lo sucedido asignando responsabilidades.
La escena del juzgamiento sanciona los marcos sociales de representación sobre los que podrá operar la facultad del juicio. Dichas verdades y representaciones producidas en ese contexto son cruciales en la configuración de estos marcos sociales de la memoria y según ellas –las representaciones- se construirán de diferentes modos a los “afectados”, plantearán diferentes causalidades y consecuencias, evocarán analogías e identificaciones diferentes e incidirán en los diálogos intergeneracionales.
El proceso bien trabajado, cuidando a las víctimas, respetando sus tiempos, sus dolores, tiende a ser reparador. A esta misma conclusión arribó el médico y doctor en psicología Carlos Beristain, luego de muchos años de experiencia de trabajo con víctimas de conflictos armados y genocidios. En una exposición ante Abuelas en 2008 dijo que el proceso de testimoniar “puede contribuir a asimilar el dolor, a dar sentido, a reconstruir los pedacitos que nunca se habían podido juntar en muchos casos. Una dimensión no sólo jurídica sino más psicosocial de la perspectiva de la víctima, es importante para que se genere un proceso personal, familiar o colectivo alrededor de esa demanda judicial.”
Las víctimas de violaciones de derechos humanos viven durante mucho tiempo esa privatización del daño. No solo padecieron el horror sobre sus cuerpos, también le robaron el derecho a la palabra, a ellxs y a sus familiares. Con el juicio se obtiene una dimensión de reconocimiento público, la historia propia pasa a formar parte de una historia colectiva.
¿Pueden sustituirse estos aportes del juicio con procesos de “reconciliación”?
El juicio y la sanción tienen ciertas funciones sociales que difícilmente puedan ser asumidas por otros procesos que no incluyan la realización de un juicio moral y la asignación de responsabilidades. Las experiencias contemporáneas sustitutivas del juicio, probadas para dar “cierre” (como si se pudiera decretar) a los genocidios, no han incluido ambos requerimientos con la seriedad y contundencia que la situación amerita: no son más que actos de impunidad.
¿Existe un perdón posible –por tanto sincero- si aún falta mucho por conocer sobre las acciones que pretenden ser perdonadas? ¿Existe la posibilidad de perdonar aquello por lo que no se ha pedido disculpas? ¿Existe algo imperdonable? ¿Existe el perdón político o es solo personal? Estas son algunas de las preguntas que se nos vienen a la cabeza cuando reaparece la figura del perdón y la reconciliación.
Para que exista perdón –propiamente dicho- se requiere que una persona que se autoconsidera ofendida disculpe a otra ante quien renuncia a la venganza, al castigo justo o a la compensación, generando un estado de “paz” en las relaciones entre ambos -más que nada al interior del ofendido-. Como vemos, para que pueda producirse ese estado de “paz” interior, sentido, íntimo, nunca podrá imponerse el perdón. Por lo tanto el perdón es voluntario, personal y concienzudo.
Esto no desconoce el hecho de que a lo largo de la historia el Estado ha resuelto terminar de lidiar con ciertos conflictos –apaciguar- a través de una especie de “perdón político o social”, que como vimos es imposible en términos axiológicos, pero impulsado en aras de intereses superiores constituyó una herramienta política funcional (siempre volátil).
Jacques Derrida enuncia una proposición al respecto: “cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque ésta sea noble y espiritual (liberación o redención, reconciliación, salvación), cada vez que tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política, psicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el “perdón” no es puro, ni lo es su concepto. El perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante. Debería permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica”.
¿Cómo podríamos perdonar algo de lo que no se tiene cabal conocimiento y por lo que no se ha pedido disculpas? Tampoco se puede perdonar el crimen contra quien es el único que te puede perdonar, pues cuando muere la humanidad del hombre (y de la mujer, claro está) estás asesinando la única chance que tenías de ser perdonado.
Jankélevitch siempre insistió con el carácter imperdonable del crimen nazi contra los judíos, y sostiene que hay dos infinitos que no pueden juntarse jamás: el de lo imperdonable y el del perdón. Morín dice: “sin duda, en un límite, como el asesinato acompañado de suplicio de un niño, el perdón desfallece. El castigo es irrisorio, el perdón es impensable”. Marca así una imposibilidad del perdón y del castigo, imposibilidad que yo interpreto en que el castigo deviene absurdo en cuanto a su incapacidad de ser netamente retributista para con el condenado, esto es, una justa medida o proporción del castigo. Castigo y pena comparten la finalidad de poner término a algo que, sin intervención, podría continuar indefinidamente. “Es un elemento estructural del dominio de los asuntos humanos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden punir, y que sean incapaces de punir lo que se revela imperdonable”.
En consonancia con la idea de Morin y Arendt, el argumento central en la obra de Jankélevitch titulada “Lo imprescriptible” es que la Shoá alcanza una dimensión inexpiable y por tanto no habría perdón posible. El perdón debe tener sentido, ya sea la reconciliación, la redención, la expiación, y desde el momento en que ya no se puede punir al criminal con una “punición proporcional a su crimen” -y que, en consecuencia, el “castigo deviene casi indiferente”-, uno se encuentra con “lo inexpiable”. De lo inexpiable o lo irreparable, Jankélévitch deduce lo imperdonable.
La idea de justicia
Estamos obligados a admitir que la idea de víctima supone una visión política de la situación. Es la política la que define quién es consideradx víctima, y la historia universal da cuenta de ello. Por tanto la etiqueta de víctima es variable.
Así mismo la víctima es revelada por el espectáculo del sufrimiento. Aquí la injusticia es un cuerpo sufriente visible; la injusticia es el espectáculo de las personas sometidas a suplicios, hambrientas, heridas, torturadas.
La nueva afrenta negacionista busca volver discutir el alcance del colectivo víctimas del último genocidio. Sería impensado que puedan lograr “borrar” a nuestras víctimas: ellas son poseedoras de un cuerpo sufrido como dice Badiou. Por eso intentan, mediante la entelequia de la “memoria completa”, volver a discutir el alcance del término víctima “de los 70”, diciéndonos que hay otras víctimas: los agentes de seguridad heridos o muertos por las organizaciones armadas. Si hay otras víctimas, aparecen otros victimarios. Nótese la necesidad imperiosa de trabajar siempre en la delimitación del concepto víctima, pues incluso alcanzando un escenario cercano a la justicia, esta será presente y por lo tanto frágil.
Badiou se pregunta: ¿podemos fundar una idea de justicia a partir de ese cuerpo espectáculo? Y se responde negativamente. Para pasar de la injusticia a la justicia “se hace necesario algo más que el cuerpo sufriente, una definición de la humanidad más amplia que la propia víctima. En otras palabras, es necesario que la víctima sea testimonio de algo más que sí misma. Sin duda, también es necesario el cuerpo, pero un cuerpo creador: un cuerpo que porte la idea, un cuerpo que sea también el cuerpo del pensamiento”.
Badiou no le habla directamente a la justicia como proceso judicial y sanción, le habla a la política -que es la que debe ser justa- desde la filosofía. Para que se de esa justicia filosófica será necesario que el cuerpo no deba ser separado de la idea y que ninguna víctima sea reducida al sufrimiento, pues en la víctima es la humanidad entera la que está golpeada.
Podríamos decir que el proceso de “Memoria, Verdad y Justicia” fue sin dudas por el camino de la justicia según Badiou. Nuestras víctimas no se quedaron con el sufrimiento, se alzaron, lucharon, portaron en muchos casos los sueños de sus hijos y militaron por ellos, se movilizaron consiguiendo reconocimientos, derechos y un sinfín de reivindicaciones humanas, políticas.
Justicia es mucho más que el juicio tribunalicio, pero indubitablemente los juicios colaboraron con esa transformación subjetiva de nuestras víctimas, pues -por los aportes relatados- nunca redujeron a las víctimas como cuerpos sufridos (hay que resaltar que el respeto y trato más integral a las víctimas de estos juicios fue conseguido en gran parte por el esfuerzo de las querellas de los organismos). En los juicios escuchamos sí los suplicios padecidos, pero también las historias militantes, historias de amores, de solidaridad, de conciencia de clase, de banderas políticas, de justicia social, historias que el Genocidio buscó borrar del mapa, amores que aún perviven en boca de los sobrevivientes, banderas que aún alzamos en cada plaza.
Si es que no llegamos aún al escenario ideal de justicia, estamos cerca, y allí colectivamente consolidaremos la transformación subjetiva de cada compañerx víctima del genocidio. Pero insisto, a no dormirnos en los laureles porque es un proceso siempre vigente que puede detenerse, desorganizarse. Dice Badiou “hay que advertir que el problema de la justicia es el de su pérdida, no el de su aparición, siempre hay posibilidades de hacer venir algo justo. El problema más difícil, reitero, es el problema de su pérdida porque la justicia está siempre amenazada.”
Justicia es pasar “del estado de víctima al estado de alguien que está de pie”. Para nosotros justicia no sólo es estar de pie, también es caminar en ronda junto a las Madres y Abuelas.