Ensayo

Memoria e identidad


Lo que nos queda de París

Marco Teruggi es un hijo del exilio. Vivió su niñez en Francia, en una casa en la que Argentina se recreaba en un rincón. Lo mismo pasaba en los hogares de sus compañeros de escuela: había objetos de culto de Túnez, Costa de Marfil o la antigua Yugoslavia. En este ensayo reflexiona sobre los recuerdos, la construcción de la identidad. Y la tensión de la actual sociedad heterogénea que quiebra el imaginario sobre la identidad francesa.

Nos queda de Atahualpa Yupanqui una olla de hierro, dos libros, el recuerdo de la vecindad a unas cuadras de casa, verdades dichas en un almuerzo o por teléfono como: “para qué extrañar si la patria se la lleva en la suela de los zapatos”. Y su poética, claro. Mi abuela, que lo había conocido de casualidad en la verdulería en 1985, ya no está, el bar de la rue Raymond Losserand donde tomaba café fue remodelado, casi todos los amigos argentinos se marcharon; del barrio nuestro de Pernety parecen quedar, paradójicamente, solo los gitanos. Imagino que Atahualpa no reconocería el lugar, no por sus calles y edificios casi iguales, esa capacidad de París de parecer indiferente al paso del tiempo, sino porque algo en su interior ha cambiado, difícil de medir pero que se siente en toda su hondura, como un espíritu de la época.

La ciudad no es como la que retrata La calle del agujero en la media de Raúl González Tuñón, o Libro de Manuel de Julio Cortázar. Menos aún Medianoche en París, de Woody Allen. El mito de París tan difundido -ese mundo de intelectuales, artistas, movimientos políticos, bohemias y libertades- parece atado a libros, canciones y cuadros de otros tiempos. Tanto que muchas veces me pregunto qué de todo eso realmente existió. Para mis padres que llegaron en 1977 fue cierto en parte. Era la época de los exilios, la solidaridad, el tango en las veredas, algún hilo todavía vivo de Mayo del 68, su último viento que hacía del país el lugar de lo posible, un lugar abierto. Para nuestras generaciones, nacidos en los 80 y 90, no quedó casi nada, y aparecían con fuerza los indicios de lo que estaba por venir. ¿France je t’aime? Nosotros poco, los que vinieron después todavía menos, o nada. Algunos comenzaron a odiarla.

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Las transformaciones hoy golpean emergieron en nuestros años de infancia. El azul de las abejas, escrito por Laura Alcoba, retrata ese mundo que crecía, hecho de hijos de árabes, portugueses, africanos, de ella misma, hija de exiliados en el suburbio de Blanc Mesnil. Cuenta la realidad que descubríamos de manera natural en los colegios de los barrios populares: de nuestros compañeros de clases casi ninguno tenía los cuatro abuelos franceses, más de la mitad hablaban también otro idioma en la casa y en el corazón. Éramos la mezcla, cada vez más oscura en las afueras de la ciudad, siempre tan clara entre las clases altas, tan Medianoche en París.

Al principio parecía funcionar. Por la capacidad de la niñez de no ver las diferencias que luego la policía, el empleo y los debates públicos marcan día a día. Porque simplemente crecíamos juntos, y si mis amigos descubrían en mi casa un pedazo de Argentina, yo descubría en la de ellos un poco de Túnez, Costa de Marfil, de la entonces Yugoslavia, o de una Francia antigua. No era un problema, era un mundo en potencia. Pero ya existían señales. Una de ellas fue la marcha por la igualdad y contra el racismo en 1983, que puso sobre la mesa la situación de los barrios donde se estaba conformando una exclusión neocolonialista y clasista, donde el pasado colonialista y el presente de exclusión se unían. La película bisagra para nuestra generación fue El odio, estrenada en 1995, que mostró la Francia invisible de los suburbios, lo que se estaba rompiendo. “Es la historia de una sociedad que cae, y a medida que va cayendo se repite a sí misma para tranquilizarse: hasta acá todo va bien, hasta acá todo va bien. Pero lo que cuenta no es la caída, es el aterrizaje”. Esa frase final de la película resume el espíritu de la época que ya estaba instalado, y sigue hasta hoy.

En esos años empezaba mi adolescencia. Entre el mito de París y el mundo que atravesábamos la distancia era cada vez mayor. ¿La Torre Eiffel, Notre Dame, los Champs Élysées, el Louvre, el Palais de Versailles? Lugares que conocíamos por visitas del colegio. Como partes muertas y fotografiadas de la ciudad, que no veíamos ni con admiración, ni demasiado interés, sin vínculo con una realidad que evidenciaba sus síntomas de malestar. Hablo de quienes vivíamos dentro del caracol que es París. Para los jóvenes de las afueras, la capital era por lo general un lugar lejano, ajeno, al cual se iba los fines de semana por la noche. La ruptura geográfica era clara. Los controles policiales y rechazos en discotecas eran rutina, recordaban la pertenencia a un mundo pensado para quedarse en los márgenes: márgenes de la identidad, de la ciudad, de la historia, de la nación.

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Diez años después de la película, en el 2005, vinieron las revueltas de los suburbios. Unos diez mil autos quemados en diez noches, confrontaciones con la policía, declaración del estado de emergencia, disputa a pedradas del territorio, debates cerrados por parte de gran parte de políticos y sentido común que señalaron como barbarie a esa juventud que incendiaba no solamente autos sino también escuelas, espacios públicos, su propio entorno.  En la manera de arder estaba justamente la demanda, compleja, contradictoria, arraigada a dolores transmitidos, exclusiones múltiples, un universo marcado por el deseo consumista, y el escepticismo hondo hacia la clase política.

Ese mismo año la Asamblea Nacional había votado una ley dentro de la cual se reconocían los aportes positivos del colonialismo francés, particularmente en África del norte. Pueden verse ambos temas como separados -podría serlo en el sentido de que no fue la ley la que desencadenó las revueltas- pero, por el contrario, ahí parecería estar uno de los puntos críticos para comprender no solamente la revuelta, sino el espíritu de época que recorre Francia. Porque algo parece roto, y en su vínculo entre pasado y presente se encuentra una de sus causas centrales. Lo dice la literatura al hablar de guerra civil, los videos del Gobierno contra la discriminación hacia judíos y árabes, los intelectuales mediáticos que hacen del islam el demonio del cual todos deben temer, el debate que regresa sobre el uso del velo, el ascenso de la derecha fascista del Frente Nacional, la aparición de una organización como el Partido de los Indígenas de la República, la fractura expuesta de la sociedad.

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La historia colonial no niega la otra historia, la de la revolución, la comuna, la resistencia a la ocupación nazi, la poesía de Arthur Rimbault, Guillaume Apollinaire, René Char, ni los aportes al pensamiento crítico. El problema es que la historia oficial haya negado gran parte de la colonial, como si una parte del pasado central -fueron siglos y centenares de miles de muertos- tuviera un lugar menor, tan menor que casi no debería hablarse de él. Para no despertar la llamada guerra de las memorias, dice la derecha. No se trata de debatirlo para ahondar en la culpa, reconocer lo que ya no puede negarse -recién en 1999 el Estado dejó de llamar “operación de mantenimiento del orden” lo sucedido en Argelia, y le puso el nombre de guerra- sino para entender los orígenes profundos de una forma de ver al otro. Es decir, verse a sí mismo, comprenderse en lo complejo y contradictorio: ¿Cómo comprender la historia de quienes resistieron en el maqui contra los nazis y luego torturaron en Indochina y en Argelia? Fueron la defensa de la República, así como el horror de la República. ¿Héroes de qué? En la historia oficial quienes llevaron adelante las masacres lo son. Lo dice la absolución de los años 80, la ley del 2005, las placas que los honran.

Se trata de desandar la idea que estructuró gran parte del mundo: civilización contra barbarie. Una división desarrollada en gran parte en Francia, con teóricos y políticos como Jules Ferry, que repitieron y sembraron la teoría desde el siglo XIX de que las “razas superiores” tenían el “deber” de “civilizar a las razas inferiores”. Puede parecer lejano, no lo es. Ni en Francia, ni en Argentina, ni en aquello que fue fundado sobre esa mirada. Creó sentidos comunes transmitidos de generaciones en generaciones. Sea del lado de quienes se ven a sí mismos como portadores de algo universal y pueden imponerlo, como de quienes fueron educados sobre ese deseo -hasta la subordinación- del otro. Sí, quienes vieron la barbarie en el indio, el gaucho, el peronismo, la villa, los piqueteros, y crearon el mito del país blanco porteño, por ejemplo. Ese país que ama París y desprecia la propia realidad argentina. Las dos caras de una misma moneda.  

Uno de los problemas en Francia fue haber reducido casi hasta el encierro la memoria y la justicia. Y lo que es encerrado puede regresar como un viento suelto cargado de odio. De manera impredecible. Para muchos de nosotros, en todo caso, así lo fue el año pasado. Recuerdo una de las primeras preguntas luego de los asesinatos en Charlie Hebdo: quienes dispararon eran de nuestra generación, tal vez alguna vez compartimos un partido de fútbol, una cerveza en un bar, ¿qué pasó? Vinieron las conversaciones con compañeros, debates con amigos musulmanes sobre la religión, preguntas, de a miles, intentando ordenar memorias antiguas, injusticias recientes, geopolítica, crisis de las ideas. Preguntas, todas las necesarias para pensar con cabeza propia y no quedar expuesto a los medios de comunicación masivos que, desde el año pasado, descubrieron a decenas de “especialistas” sobre el yihadismo, el islam, que cada semana hablan por televisión. Leer por ejemplo a Alain Badiou, quien escribió acerca de los atentados del 13 de noviembre Nuestro mal viene de más lejos, focalizando el debate sobre los modos actuales de capitalismo, sus injusticias, consecuencias, y la necesidad urgente de construir una alternativa política, de sociedad. Porque no la hay en Francia desde hace mucho tiempo, casi el de nuestra generación, y esa ausencia pesa.

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Hay villas en Francia. De gitanos de Europa del este, por ejemplo, en las afueras de París. Y hay otras, más recientes, construidas por los refugiados venidos de Medio Oriente, principalmente de Siria. La más emblemática se encuentra en el norte, en la ciudad de Calais, donde hasta 6 mil hombres, mujeres, jóvenes pusieron en pie ranchos, iglesias de madera, toldos, para aguantar el frío y la lluvia e intentar cruzar a Inglaterra. Lleva por nombre “La selva”. Fue desalojada por la policía, incendiada y asediada por vecinos, siempre en pie, con su pobreza en el corazón de uno de los países más ricos del mundo. Los refugiados también están debajo de la parada del metro de Stalingrad, en la capital, donde resisten cotidianamente a intentos de desalojo, en las esquinas de los barrios de Medianoche en París, contra los bordes del río Sena, en el subte. Piden plata, comida, algo, luego de haber atravesado una Europa que les puso fronteras y alambres de púa. Generalmente están en familia: padre, madre e hijos.

En muchos lugares no son bienvenidos: en el norte de Francia, en un barrio de clase alta parisina que se opone a que se instale un centro de alojamiento en su zona. Crece el miedo, el discurso de la invasión de occidente por el islam, de la barbarie, el temor de que terroristas se infiltren entre los refugiados, que se apropien del poco trabajo que todavía queda. Se irradian las ideas el partido del Frente Nacional, fundado por Jean Marie Le Pen, un hombre que peleó en Indochina y en Argelia, de donde fue expulsado por haber torturado.

Existen también iniciativas que van en otra dirección. En La selva colaboran asociaciones que intentan hacer de la miseria menos miseria: abogados, médicos, trabajadores sociales. También en los campamentos, como el de la parada del metro Stalingrad, se acerca gente noche tras noche para ayudar con ropa, comida. Existe un pulso que busca recomponer el tejido social, salir del aislamiento forzado por los miedos, el impacto de los atentados que buscaron agudizar las divisiones.

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Los sectores visibles que impulsan estas acciones son generalmente de clases medias urbanas, llamados “bobo” (iniciales de burgueses-bohemios). Son quienes centralmente desde el pasado 31 de marzo iniciaron la ocupación de la plaza de la República en París, y en numerosas ciudades del país, evidenciando la crisis política, social y económica. Se trata de tomas con asambleas diarias que, en el caso de la capital, reúnen unas 2 mil o 3 mil personas por noche. Por ahí pasan estudiantes, jóvenes precarizados, trabajadores en huelga, quienes impulsan luchas por el derecho al alojamiento, internacionalistas. Pero un sector de la sociedad no aparece: los árabes, los negros -para decirlo en los términos del debate francés- los suburbios, el universo de las revueltas del 2005, el más castigado. Lo que golpea ahora a las clases medias -precarización, desempleo, falta de representación política- es el pan de cada día desde muchos años atrás para los sectores populares: 40% de desocupación, trabajos con contratos por pocos meses, ruptura con la clase política. ¿Es por eso que no se acercan? Quienes motorizan las asambleas en el centro de las ciudades intentan llevarlas a las afueras. El resultado no es el esperado: poca participación, desconfianza. Una evidencia de la ruptura, de que algo se separó durante años, algo que tal vez nunca estuvo realmente unido.

La pregunta puede ser: ¿alguna vez, desde los años 60, se logró construir un nosotros en Francia? Digo esa fecha porque el 17 de octubre de 1961 es el día en que fueron masacrados los argelinos que manifestaban en París por la independencia de su país. La policía ahogó a decenas de hombres en el río. En ese entonces vivían en villas en Francia y faltaba un año para la liberación nacional. Esos son puntos fundacionales de una historia compleja, de una inmigración trabajadora, masiva, luego desocupada por el cierre de fábricas, concentrada en los mismos barrios, con asesinatos periódicos de árabes durante los años 70, 80, casos de gatillo fácil. Un proceso con tiempos propios, de visibilidad como lo fue la marcha de 1983, de resentimientos, espacios de mejoras materiales también, pero de saberse en los bordes de la sociedad, ser un otro en permanente debate dentro del nosotros. Que yo no viví de la misma forma, por ser de una inmigración con otros tiempos, otras posibilidades, otras heridas, pero que conozco por haber caminado lo bajo, compartido tardes de búsquedas, noches callejeras, aburrimientos de suburbios, una juventud en el cruce de las culturas, las clases, los idiomas.       

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Lo cierto es que París ya no existe. El mito, si alguna vez existió, fue incompleto, y el lado oculto es profundamente injusto. El espíritu de hoy puede ser resumido en esta frase del libro La insurrección que se viene, escrito por el Comité Invisible: “Todo el mundo está de acuerdo. Va a reventar”. No solo por la ruptura social, sino porque el ciclo neoliberal que lleva 30 años, muestra su agotamiento que el Estado de bienestar, casi desmantelado, no puede disimular. El problema, tiene razón Badiou, es el capitalismo y la falta de alternativas. Parece seguro que va a reventar, más temprano que tarde. La pregunta es quién aprovechará lo que está por venir.