Ambiente y desarrollo


Las contradicciones del progresismo naif

¿Por qué es tan difícil gobernar en la Argentina? Eduardo Crespo describe la encrucijada política actual: en temas de ambiente y desarrollo, el campo nacional y popular se termina pareciendo al sector liberal del que tan lejos se siente. “Están en su derecho a pensar lo que quieran”, dice el autor. Y argumenta por qué la moral partisana, la ingenuidad y la ignorancia entorpece las agendas llenas de buenas intenciones del progresismo naif.

La Argentina es un país con una sociedad civil fuerte y un Estado débil. Sus presuntas singularidades idiosincrásicas son el resultado de esta combinación. Millones de argentinos se agrupan y movilizan por las causas más variadas y distintivas, desde aquellas que nos enorgullecen, como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, hasta aquellas que nos avergüenzan, como las aglomeraciones de personas que incendian barbijos en el obelisco en protesta contra restricciones a la circulación para prevenir el contagio del Covid.  

 

El Estado, por su parte, desde hace décadas carece de cualquier capacidad para trascender disputas de facciones y darle alguna orientación a infinidad de proyectos parciales y por lo general contradictorios. Muchas concentraciones de ciudadanos auto-convocados, por minúsculas que puedan ser, cuentan con capacidad de veto sobre proyectos gubernamentales. 

 

En las dictaduras gobernar es más fácil que hacer oposición. En Argentina hacer oposición es sencillo; gobernar, imposible. A los legados nefastos de nuestra última dictadura debe sumarse la enorme tolerancia con la violencia privada y el instintivo rechazo contra cualquier medida represiva del Estado, por legítima que ésta sea. Los ejemplos abundan. En pocas semanas varios ex funcionarios del gobierno de Cambiemos consiguieron movilizar a ruidosas porciones de sectores medios para boicotear la cuarentena, incentivar la movilidad social, promover la desobediencia civil y aumentar la rentabilidad de funerarias y cementerios privados. Otro ejemplo es el conflicto por la resolución 125. Entonces, las agrupaciones agrarias cortaban rutas nacionales e imponían requisas obligatorias a los camiones que circulaban por ellas.

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Los gobiernos, mientras tanto, deben contentarse con asistir a estos eventos por televisión. Muchos analistas aún atribuyen esta extraordinaria capacidad para el bloqueo y dificultad para gobernar al famoso “empate hegemónico. La idea se podría sintetizar como la contraposición de dos proyectos antagónicos e irreconciliables. El primero tenía por base una coalición cuyo núcleo productivo fundamental eran las actividades agropecuarias de la Pampa Húmeda, orientadas a la exportación y con fuertes vínculos con redes financieras internacionales. Esta coalición, a la que denominaremos ‘liberal’, lograba movilizar una significativa porción de las clases medias de los grandes centros urbanos especializadas en servicios complementarios con la exportación y las finanzas. Su política era favorable al librecambio, el desdén por intervenciones estatales para promover actividades productivas no tradicionales y la oposición visceral a medidas sociales y políticas redistributivas. La otra coalición, que llamaremos ‘nacional y popular’, se estructuraba en torno a sectores industriales vulnerables a la competencia internacional y trabajadores de las periferias urbanas. Sus políticas proteccionistas apuntaban a preservar el empleo con la promesa de diversificar la estructura productiva. Su vocación redistributiva buscaba incentivar el mercado interno. 

 

Esta descripción no refleja la encrucijada política del presente. Aunque algunas peculiaridades de ambas coaliciones aún sigan vigentes, otras requieren una reconsideración meticulosa. La coalición liberal es quizás la que envejeció mejor, ya que preserva la mayoría de sus rasgos distintivos. La coalición nacional y popular, en cambio, hoy sería irreconocible con esta caracterización. En los últimos años experimentó una transformación profunda al incorporar a través del progresismo varios rasgos culturales característicos de los sectores medios tradicionalmente liberales. En particular, dentro de la coalición que hoy está en el Gobierno muchos subgrupos comparten miradas profundamente naives respecto al funcionamiento del Estado, la sociedad y las economías capitalistas periféricas como la de Argentina. Así como los sectores medios liberales no comprenden que para salir del subdesarrollo es necesario diversificar la matriz productiva, muchos progresistas naives imaginan que se puede acabar con la pobreza sin crecer o incluso adoptando políticas de decrecimiento. Al igual que los primeros, piensan la producción como un stock que debe asignarse del modo adecuado. 

 

Los liberales siempre fueron receptores entusiastas de campañas moralizadoras. Conjeturan que para vivir mejor habría que “acabar con la corrupción”. El subdesarrollo del país, ¿es acaso el reflejo de una reducida productividad, escasa diversidad productiva e inexistente complejidad tecnológica? Pues no… la verdad es que somos ricos pero “se roban todo”. Producimos en exceso, sospechan, sólo que la ‘riqueza’ es redistribuida a favor de “políticos corruptos”. Los progresistas naives tampoco escapan a la retórica de la decencia. Están convencidos de que para acabar con la pobreza alcanzaría con redistribuir la ‘riqueza’ entre quienes tienen menos en detrimento del “capital concentrado”.  Olvidan que ningún país del mundo con un PBI per cápita equivalente al argentino terminó con la pobreza. Un buen ejercicio es que el lector o la lectora busque identificar países con elevados niveles de vida y PBIs per cápita inferiores a 35-40 mil dólares (Argentina está en torno a los 20 mil). 

 

El progresismo naif no se limita a la incomprensión de principios económicos. También se hace presente en la total abstracción de las relaciones de poder. Los pocos procesos de redistribución del ingreso (por no hablar de la riqueza) significativos y especialmente duraderos de la era moderna estuvieron asociados a la proximidad y/o participación en procesos sumamente convulsionados y violentos como las dos guerras mundiales y las grandes revoluciones de Francia, Rusia y China. Ninguna condición semejante está presente hoy en Latinoamérica. A diario observamos que la división de poderes se activa para bloquear medidas con finalidades distributivas en toda la región, a través de disposiciones parlamentarias, juicios políticos y fallos judiciales de dudosa legalidad, por no hablar de las campañas mediáticas y las violentas movilizaciones de los afectados. Sabemos que estas utopías redistributivas no llegarán a destino. Lo que preocupa es que en su nombre actores relevantes minimicen la necesidad del crecimiento y retaceen el imprescindible apoyo político que éste requiere.  

 

Otra variante del progresismo naif al interior de la coalición gubernamental es el ambientalismo radical, un movimiento carente de rigor científico, irresponsable en materia social y política, despreocupado por la producción y apático con cualquier restricción de naturaleza económica. Así como los sectores medios liberales aprueban las recurrentes políticas de endeudamiento externo y se desentienden de las condiciones productivas imprescindibles para que miles de conciudadanos puedan viajar al exterior y adquirir artículos importados sin límites, una parte importante de nuestros ambientalistas está dispuesta a condenar actividades productivas sin hacer la menor referencia al consumo de artículos que las requieren como insumos. Rechazan la minería pero se niegan a vivir en casas de adobe y aprueban el consumo de computadoras, celulares y electrodomésticos, todos productos inservibles sin minerales como el cobre, oro, plata, hierro, níquel, zinc o litio, entre muchos otros. A la vez, piden transición energética hacia las renovables y los vehículos eléctricos (algo deseable) pero se oponen a la minería que hace eso posible (un vehículo eléctrico requiere 3 a 5 veces más cobre que uno convencional). 

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¿Argentina debería renunciar a la minería, resignándose a importar insumos minerales de otros países, y a generar puestos de trabajo en blanco y que además son de los mejores pagos de la economía (sí, la minería hoy paga promedio en torno a $200.000 de salario, y en blanco)? ¿De dónde saldrán las divisas para importar esos minerales? ¿Cuántos buenos puestos de trabajo se pierden por eso? 

 

Si Argentina quiere ser parte de la transición hacia una economía más descarbonizada, ¿por qué se oponen de manera fundamentalista a emprendimientos mineros ligados al cobre, el litio o la plata, que son esenciales en dicha transición? Ningún dirigente de estos movimientos se preocupa en responder esta pregunta. Estos grupos no se contentan con reclamar regulaciones claras e inspecciones estrictas, algo a todas luces razonable. Promueven la prohibición preventiva como regla general. En base a supersticiones pseudocientíficas rechazan energías limpias y fundamentales para lidiar con el cambio climático (como la nuclear) y militan contra el fracking sin la menor atención a nuestras necesidades energéticas (Argentina es desde hace una década un país que importa energía porque no produce lo suficiente) y a que el gas natural -menos contaminante que el petróleo o el carbón- sirve para la transición energética hacia energías más limpias. Se oponen a la exportación porcina a China bajo la consigna de “no al extractivismo” desconociendo que agrega diez veces más valor por tonelada exportada a la producción de maíz (el producto base para alimentar chanchos) y que genera miles de empleos en ciudades pequeñas o medianas del Interior. Creen que exportar “es de derecha” o “extractivista” cuando en realidad es la condición de posibilidad para cualquier aumento sostenible del poder adquisitivo de los salarios. 

 

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Sin exportaciones no hay divisas. Y si no hay divisas ya sabemos qué pasa: devaluación, inflación, inestabilidad macroeconómica, caída de los salarios, pobreza, desigualdad y recesión. Si bien la gran mayoría de la población no trabaja en empresas exportadoras, sí se ve beneficiada cuando las exportaciones suben, por la sencilla razón de que se minimizan los riesgos devaluatorios, todo lo cual impacta sobre su salario.  

 

Otra característica sobresaliente de estos grupos es su total desatención por las leyes de la naturaleza. Se oponen a la utilización de insumos químicos en la agricultura, a los que con eficacia propagandística denominan ‘agrotóxicos’, mientras desconocen que la mayor parte de la humanidad se alimenta en base a agriculturas que los utilizan en forma sistemática. Las casi 8 mil millones de personas que habitan el planeta no podrían comer utilizando las técnicas agrícolas del siglo XIX. Las alternativas que proponen tendrían consecuencias catastróficas en materia de sostenibilidad ambiental, ya que no se sustentan en desarrollos científicos y tecnológicos, sino en opciones románticas inspiradas en prácticas pre-industriales que reducen la productividad, concepto que muchas veces les genera rechazo o que, en el mejor de los casos, no les suscita mayor entusiasmo. Una caída de la productividad agrícola (por ejemplo, a través de menos producción de alimentos por hectárea) termina por exigir más territorios para producir la misma cantidad de alimentos. Y eso equivale a mayores niveles de deforestación, erosión y destrucción de la biodiversidad. Una caída de la productividad agrícola derivada de la prohibición de agroquímicos y su reemplazo por las romantizadas técnicas “naturales” y “tradicionales” es sinónimo de alimentos más caros y menores excedentes para el desarrollo de otras actividades.

 

Otro dato que suele pasar desapercibido para el progresismo naif es que los problemas ambientales afectan en mayor medida a los países subdesarrollados: un mismo huracán puede generar una catástrofe total en Haití y un daño relativamente acotado en el estado estadounidense de Florida. La razón es que en contextos de pobreza y restricciones económicas es imposible financiar infraestructuras y promover tecnologías adecuadas a las exigencias ambientales que necesitamos. La opción por el estancamiento, o peor, por el decrecimiento, equivale a atarse las manos frente a los desafíos del ecosistema. En otros términos, no hay nada más antiecológico que la pobreza.

 

Aunque algunos líderes de estos movimientos son especialistas en instalar climas de desconfianza en base a fake news, la mayoría de quienes participan en los reclamos lo hace con buenas intenciones. Esta agenda ha hecho buenas migas con movimientos encomiables como la lucha por la igualdad de género o el empoderamiento de las y los trabajadores informales y desocupados. Los episodios de violencia que suelen tener como protagonistas a movimientos ambientalistas como la reciente agresión al presidente en Chubut y el incendio de la sede de una empresa minera en Catamarca, no son representativos de todos los ecologistas, ni siquiera de la mayoría de ellos. Son expresiones rutinarias de un país donde la violencia de grupos minoritarios ejercida por causas políticas goza de impunidad. 

 

A menudo la cooperación social en grandes escalas no fracasa por comportamientos inmorales sino por la expresión tribal de moralidades partisanas. Es lo que ocurre con la moralidad que orienta a buena parte del ambientalismo progresista argentino. La subjetividad de las personas suele vincularse al papel que éstas desempeñan en la división social del trabajo. El progresismo naif y posmaterialista suele darse en personas de alto nivel educativo que trabajan en el sector de servicios (como en educación, salud, sector público, artes, cultura, periodismo, ONGs). Se trata de ocupaciones que suelen encontrarse muy distantes de los procesos de transformación material que dan origen a los bienes que demandan, lo que dificulta una comprensión de la producción y el consumo como procesos inseparables. Están en su derecho a pensar lo que quieran. 

 

En una democracia ningún particular debe estar obligado a tener una perspectiva de conjunto. Los gobiernos, en cambio, no tienen más remedio que tomar decisiones de naturaleza colectiva, donde la incoherencia suele tener efectos catastróficos. El activismo de base ciudadana no sería preocupante si contáramos con un aparato estatal coherente y dotado de poder capilar para planificar e imponer decisiones que trasciendan los proyectos parciales. Pero la combinación de una sociedad civil dinámica y un Estado impotente son la fórmula ideal para incitar la violencia privada y perpetuar el subdesarrollo.