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Para ser exitoso, todo proyecto de cambio político debe triunfar en dos terrenos: el de la autonomía y el de la hegemonía. O sea, en la horizontalidad de las movilizaciones sociales y en la verticalidad de una transformación del Estado. Ahí, según Ernesto Laclau, estaba la base de una democracia radical duradera.
Para ser exitoso, un filósofo ocupado del cambio social debe influir en dos terrenos: el teórico y el político. En el primero, a partir de la rigurosidad y la permeabilidad con que amplía el horizonte para pensar, entender y discutir a las sociedades. En el segundo, a partir de cómo esa teoría explica al mundo y a las maneras posibles de cambiarlo. Es decir, en su capacidad de volverse una brújula para interpretar la historia y los caminos que brinda el presente para influir en los futuros posibles.
Son muy pocos los académicos que logran esa influencia. Ernesto Laclau fue uno de ellos. Su trabajo dialoga con los gobiernos posneoliberales de América del Sur de la última década y media. Y ahora también lo hace con las dos alternativas de cambio hacia la izquierda más ruidosas de la Europa contemporánea: la de Syriza en Grecia y la de Podemos en España.
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La obra de Laclau recibió estatus de clásico hace tres décadas. Por entonces, con Chantal Mouffe, su compañera de pensamiento y de vida, publicaron Hegemonía y estrategia socialista. Inspirados por Antonio Gramsci, partían de una constatación. Pese a lo que había propuesto Marx, la estructura social no se había vuelto más homogénea. Al contrario, en lugar de que la historia a través de la lucha de clases llevara a un enfrentamiento final entre burgueses y proletarios, la estructura social era cada vez más pluralista y diversa.
En ese nuevo marco, redefinieron al socialismo y propusieron la radicalización de la democracia. Para eso, lo central era la articulación política entre grupos diferentes que, a partir de una frontera entre un “nosotros” y un “ellos”, se levantaran contra las distintas formas de subordinación. Contra las de clase, pero también contra el sexismo, el racismo, la discriminación sexual. Para lograrlo, esos movimientos debían conjugar sus propuestas con la transformación del Estado.
“Uno no se podía quedar como si toda la verdad hubiera sido revelada a Marx en el siglo XIX. Había que adaptar la teoría a las transformaciones del capitalismo”. Lo dice por teléfono la coautora del libro que se volvió un clásico del pensamiento político. Chantal Mouffe recuerda que hubo dos pilares de la teoría que molestaron a los marxistas tradicionales. Uno, que lo central pasaba por crear una voluntad colectiva y no por la clase obrera, que ya no era la vanguardia. Dos, que acusaron al marxismo de esencialismo de clase. De ver todos los antagonismos solo en términos económicos. Por el contrario, dijeron, las relaciones de producción no determinan las ideas políticas.
“A partir de eso nos calificaron como postmarxistas. Nosotros lo aceptamos, apoyados en el ‘post’ pero también en el ‘marxistas’”, completaba Mouffe desde París, días antes del encuentro Hegemonía, populismo, emancipación. Perspectivas sobre la filosofía de Ernesto Laclau que se realizó el 26 y 27 de mayo, organizado por la Universidad París 8, el Colegio de Estudios Mundiales y el Colegio Internacional de Filosofía y auspiciado por la Embajada Argentina en Francia. En el menú hubo varios pesos pesados del pensamiento político con los que Laclau discutió a lo largo de su carrera. Entre ellos, Judith Butler, Etienne Balibar, Nancy Fraser y Jacques Rancière. También estuvo Toni Negri, con quien debatieron repetidas veces desde escuelas teóricas enfrentadas. Para Mouffe: “Ellos insisten sólo en la cuestión del movimiento social y nosotros siempre defendimos la posición gramsciana de que hay que meterse con las instituciones y transformar al Estado”.
En octubre, mes en que Laclau hubiera cumplido 80 años, los homenajes continúan en Londres y Buenos Aires.
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Un teórico social puede considerar que el mundo contemporáneo no es más que un objeto de estudio. Laclau se salteó cualquier intención de aquello. Dijo que en él, el militante y el académico convivían y se complementaban. Eso no significó, no obstante, llevar la teoría a la trinchera o modificarla según la conveniencia del momento histórico. Sí lo movía una búsqueda por pensar cómo es posible el cambio social. Y por reivindicar la experiencia nacional-popular.
Laclau nació en Buenos Aires en 1935 y comenzó a militar a fines de los cincuenta. Hijo de una familia yrigoyenista, su formación política, como la de gran parte de su generación, se hizo a la sombra de un peronismo proscripto. Su trayecto comenzó en el Partido Socialista Argentino. Cuando la agrupación se dividió, él siguió a la facción más radical, de orientación marxista-leninista. La abandonó con el diagnóstico de que esa izquierda no tenía objetivos políticos concretos para el país.
En 1963 recaló en el Partido Socialista de la Izquierda Nacional de Jorge Abelardo Ramos. Ahí fue parte de la mesa chica y dirigió el periódico Lucha Obrera. A tono con lo que sucedió con un sector numeroso de las clases medias, Laclau se acercó a lo nacional-popular y pensó al peronismo de manera diferente a como lo había pensado la izquierda hasta entonces. En ese magma de la experiencia histórica aparecieron gran parte de las preguntas que desarrolló durante toda su vida.
Cuando se recibió de historiador, consiguió un puesto en la Universidad Nacional de Tucumán. El trabajo le duró poco: fue uno de los tantos docentes expulsados por la dictadura de Onganía. De nuevo en Buenos Aires, pasó por el Instituto Di Tella y participó de un proyecto académico con Eric Hobsbawm. El historiador quedó encantado con sus trabajos y le ofreció una beca para hacer su doctorado en Oxford. En 1969, Laclau partió a Inglaterra.
Una vez terminada su formación, obtuvo un puesto en la Universidad de Essex donde desarrolló la mayor parte de su trabajo académico. Ya en los ochenta fundó la escuela de Ideología y Análisis de Discurso que hasta hoy formó, a nivel de maestría y doctorado, a cientos de estudiantes de todo el mundo y se volvió un punto de referencia para el pensamiento radical en Europa.
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“El populismo no es una ideología. Es una forma de construcción de lo político que interpela a los de abajo frente al poder, pasando por encima de todos los canales establecidos de vehiculización de las demandas colectivas”. Laclau explicaba así el fenómeno político maldito al que le dedicó, en 2005, una obra clave para el pensamiento contemporáneo: La razón populista.
¿Por qué reivindicar un concepto que tantas veces funciona como insulto en el sentido común (pero también en el ámbito académico)? ¿Por qué crear una teoría sobre una palabra que cualquier político contemporáneo se cuidaría de usar si quiere, justamente, lograr que las mayorías lo apoyen? Laclau fue irreverente y provocador y propuso antes que descalificar al populismo –que puede ser de izquierda o de derecha- explicar sus razones.
Eric Maigret, director de estudios en la Sorbonne Nouvelle –y uno de los expositores del homenaje en París-, destaca de la teoría de Laclau que toda construcción política es precaria: “Siempre hay diferencias. Nada está subordinado, nada se integra a un principio superior. Eso implica que en el campo político siempre hay crisis de representación: es consustancial a la política y, sobre todo, a la democracia. Sólo las cadenas equivalenciales, eso que se llama hegemonía, producen regularidades, algo que, sin embargo, siempre está minado por las diferencias y la heterogeneidad social”.
Para Laclau es imposible abandonar las particularidades, así como pensar en un “nosotros” que incluya a todos. En ese marco, la hegemonía es la forma central de la política “porque la política consiste en que las afirmaciones de cierto grupo, en cierto momento, se totalizan al conjunto de la sociedad”. Es por eso que un proyecto de cambio debe asumir que siempre habrá conflictos y división. Sólo así una política pluralista y democrática es posible.
Entonces, el poder nunca es absoluto y el problema, antes que dónde reside el poder, es cómo se negocia entre grupos opuestos. El populismo se opone al institucionalismo y, dice Laclau, las instituciones nunca son neutrales: representan la cristalización de relaciones de fuerza entre grupos diversos.
En esa línea, propone, un cambio populista pasa por delimitar un “nosotros” que articule demandas de grupos sociales heterogéneos alrededor de un nombre. En ese líder, grupos diversos ven distintas cosas, de manera que se crean cadenas equivalenciales y se forma una identidad colectiva que busca un cambio en el sistema a partir de la llegada al Estado. Ahora bien, el líder es populista mientras responde a las bases. Cuando deja de hacerlo, hay autoritarismo.
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En 2008, en plena disputa por la resolución 125 -que cambiaba el esquema impositivo para la exportación de granos-, Laclau estuvo entre los manifestantes que fueron a la Plaza de Mayo para apoyar a Cristina de Kirchner. Más allá de algunos académicos, casi nadie lo conocía. Por entonces no tenía ningún contacto con el gobierno.
Un tiempo antes, Laclau había tomado una decisión personal: apoyaría a los presidentes de Argentina, Ecuador, Bolivia y Venezuela. Decía que le parecían populistas. Ese “parecer” separaba su decisión personal, en un momento histórico, de su teoría. Paula Biglieri, investigadora del Conicet y mano derecha del filósofo en sus proyectos en Argentina, recuerda que Laclau no conocía a ninguno de ellos, pero que “una vez que eso se hizo público, y les contaron a los presidentes quién era, varios se contactaron para conocerlo”. Así fue que se entrevistó con algunos de ellos. En Ecuador, con Rafael Correa. En Bolivia, con el vicepresidente Alvaro García Linera. En Venezuela tuvo una cita con Hugo Chávez, pero el encuentro se suspendió por una emergencia.
En la Argentina no fue muy distinto. Biglieri recuerda: “se creó un mito urbano: que Cristina lo llamaba para pedirle asesoramiento”. Más allá de la afinidad política con el kirchnerismo, y de que algunos medios lo calificaron como el teórico de la Argentina dividida, Laclau tuvo tres charlas con la presidenta. Y una sola con Néstor Kirchner. Fue en 2010, luego de que el ex presidente le entregara el doctorado honoris causa de la Universidad Nacional de San Juan.
La convergencia entre la teoría de Laclau y las experiencias nacional-populares de Argentina, Ecuador, Bolivia y Venezuela son claras. De todas formas, el encuentro fue tardío: los desarrollos fueron paralelos en el tiempo. Desde una perspectiva laclausiana, luego de las crisis de principios de siglo, esos líderes lograron articular, detrás de sí, movimientos dispersos con demandas insatisfechas acumuladas durante años. Desde ahí, crearon nuevas identidades políticas: el chavismo, el kirchnerismo, el evismo y el correísmo. En todos los casos, la centralidad del líder se dio ante el debilitamiento de las identidades partidarias de épocas anteriores. Laclau los apoyaba, pero siempre advertía que el populismo dependía de que el diálogo entre bases y líder se sostuviera.
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En América del Sur, la teoría de Laclau fue una herramienta para explicar lo que sucedía. En Europa también, aunque de manera distinta: pareció contribuir a la constitución misma de los movimientos políticos que pueden llegar al Estado. En esa línea, artículos académicos y periodísticos afirmaron que para entender lo que pasa en Grecia y en España hay que leer sus trabajos.
En ambos países, las demandas insatisfechas de quienes viven la crisis, y salen a protestar en el espacio público –por sus casas, por trabajo, por salud-, no encuentran vías institucionales que solucionen sus reclamos. Tanto Podemos como Syriza intentan articularse con esos movimientos para cambiar -desde la sociedad civil y el Estado- la institucionalidad vigente. El adversario es la austeridad.
En Grecia, no obstante, algunos vieron un elemento más: varias de las figuras más importantes de Syriza estudiaron en Essex. Entre ellos, el ex ministro de Finanzas Yanis Varoufakis y la alcaldesa de Atenas Rena Dourou, que se formó en el análisis del discurso de Laclau.
Mouffe no está de acuerdo con eso: “Lo de Grecia se ha exagerado. Varoufakis estuvo en la universidad pero en Economía”. Sin embargo, sí considera que hay convergencias claras entre Hegemonía y estrategia socialista y Syriza. Esos contactos comenzaron en los ochenta, cuando unos y otros, por su propio camino, se acercaron al eurocomunismo. La base que los unió, dice Mouffe, fue la influencia de Gramsci para pensar la importancia del Estado para el cambio político.
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El 15 de mayo de 2011, en España, grupos con distintos reclamos salieron a la calle para pedir que todo cambie. Tres años después, Podemos, hijo de esos Indignados, se presentó a las elecciones y se instaló como una opción al bipartidismo. En ese marco, Pablo Iglesias e Iñigo Errejón, líder y número dos de Podemos respectivamente, reconocieron a Hegemonía y estrategia socialista como la inspiración central de las ideas que intentan poner en práctica.
Desde ahí eligen un adversario y trazan una frontera entre unos y otros. El “nosotros” del discurso de Podemos articula a distintos grupos sociales en “la gente” contra “la casta”. De esa manera oponen a un conjunto amplio de ciudadanos, que convoca a todo aquel que quiera sentirse parte, contra las élites del bipartidismo que gobierna España desde la caída del franquismo. Por eso, ante la pregunta de si son de izquierda o de derecha, evitan dar respuestas.
Según Mouffe, que acaba de terminar un libro con Errejón, una de las claves de Podemos es que aceptan que las identidades políticas no existen de antemano, son construidas por el discurso político. “La política consiste en construir voluntades colectivas. Por lo tanto, no es una lucha entre campos ya definidos”. Se trata, entonces, de crear un nuevo sentido común: de pensar lo cotidiano de otra manera.
Así, Podemos propone un nuevo colectivo con una identidad que se constituye en el momento mismo de la representación. Para Errejón la línea teórica que tomaron fue fundamental: “Podemos fue posible porque no hicimos caso a ninguno de los dogmas religiosos de la izquierda”.
Plantean, entonces, una articulación política de ruptura. Sin embargo, decir que su inspiración incluye a Laclau les cuesta caro. Sus opositores identifican, sin haberlo leído, a Laclau con populismo, a populismo con chavismo y a chavismo con demagogia más autoritarismo.
En un homenaje que tuvo lugar en la Universidad de Essex en enero, Errejón aseguró: “Para sacar a Podemos ha aparecido un viejo fantasma. El fantasma del populismo. Nadie se anima a definir lo que es esa especie de animal mitológico, pero su uso mediático aludiría a la apelación a las bajas pasiones de un pueblo que, como está en una situación desesperada, puede votar irresponsablemente”.
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En la última entrevista que le hizo el diario La Nación, Laclau dijo que era una locura que lo llamaran “el teórico del actual proyecto de la Argentina”. Cuando el entrevistador le consultó si eso no hería su vanidad, le respondió: “Trabajo para la eternidad y mis vanidades son a otro nivel”.
Ernesto Laclau falleció el 13 de abril del año pasado. En la Argentina, la mayoría de los medios resaltó, en sus titulares, su cercanía con el kirchnerismo. No lograron correrse de la dicotomía k-anti k que atraviesa a la sociedad argentina. Esos medios lo trataron de acuerdo al lugar de la frontera política en que se ubican. Unos, para estigmatizar al “populismo” y su influencia sobre el gobierno. Otros, para resaltar al gran intelectual que estaba de su lado en esa batalla. Pocos se salieron de una visión centrada en la Argentina y del momento histórico. Pocos detectaron que la relevancia de un teórico político no se mide por la cantidad de gente que está de acuerdo con él, sino por la potencia de las discusiones y debates que genera para pensar las sociedades.
Casi como una paradoja del destino, Laclau quedó preso de discursos políticos que construyen identidades. Así, en las noticias del día su muerte, fue señalado como “un k”.
Imposible saberlo, pero probablemente a Laclau no lo hubiera afectado. Quizás porque sabía que hablaban del militante antes que del teórico. Quizás porque sabía de la precariedad de toda construcción histórica. Quizás porque sabía que su filosofía tendría otras interpretaciones en distintos países y en distintas épocas. Quizás porque sabía que su muerte física no haría más que certificar lo obvio y que, como sucede con los clásicos, su obra lo sobreviviría.