"Reperfilar" la deuda


La peor pedagogía posible: adornar la nada

¿Qué significa “reperfilar los vencimientos de la deuda”? ¿Por qué no me explican exactamente qué está pasando? Entre el descuento salvador del supermercado, el home banking asfixiado, el 101 de un trabajo a otro y el encuentro con lxs otrxs en el aula, Manuel Becerra escribe que ser didáctico es una virtud política: hacer simple lo complejo, comunicar una idea concreta sin manosear su esencia. Y que el macrismo que nos habló de cruzar el río, escalar el Aconcagua o reperfilar la deuda hizo la peor pedagogía posible: adornar la nada.

Docencia taxi significa ir de una institución a otra en transporte público, acumulando horas en la grilla horaria que nos tiren un número aceptable en el home banking a fin de mes. Entre esas horas muchas veces hay tiempos muertos, que no alcanzan ni para sentarse a tomar un café. Mucho menos a fin de mes, donde cada billete de diez pesos –ya no estamos en condiciones de decir “cada centavo”– vale.

En esos tiempos muertos, mientras compro un café con leche para llevar, muchas veces abro Twitter: una burbuja frenética, un microclima a la carta, la velocidad de la coyuntura narrada por las subjetividades que customicé. Miro por esa ventana y veo pasar intentos de interpretación de un país con el motor económico fundido y un vendaval político inédito. Un presidente que se quedó sin poder de un día para el otro, arrancó un raid de desnudez clasista a la euforia de la plaza. Frente a él, un contendiente confiado, sereno, astuto. Y una mujer, esa mujer, en silencio. Esta coyuntura, que mezcla una diversidad de variables a una velocidad 5G, seguramente será un caso de estudio en el futuro cercano para cientistas sociales. Entre las PASO y las elecciones generales de 2019: las once semanas que conmovieron a la Argentina. Y de las once, hoy, 28 de agosto, apenas pasaron dos y media.

Se acerca la hora de entrar a mi próxima clase, me entregan el café al paso. Todo tan globalizado: todos los vasos son del mismo material, todos los cafés con el mismo gusto aguachento, los revolvedores de madera, las tapas para llevar, el anuncio ecofriendly. Mientras tomás tu café impersonal en la calle, de un trabajo al otro, no te olvides de cuidar al planeta: es el único que tenemos. Kant decía que sólo lo conmovían dos cosas: un cielo estrellado sobre él y la ley moral, el deber ser, dentro de él. Ah, si viviera en el siglo XXI, donde el mercado nos marca el ritmo de la vida a puras apps y big data. Tanta libertad simulada se volvió asfixiante.

Entro al profesorado.

Los grandes teóricos de la historia son los que cuentan ideas brillantes usando el lenguaje de una manera más brillante aún. Artistas del futuro. Antonio Gramsci escribió: “El mundo viejo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Bueno, el sistema educativo es uno de esos monstruos. Residuo de la modernidad –ese fantasma que oprime como una pesadilla el cerebro de los millennials–, y por esa misma razón estructuradora central del capitalismo, tiene ahora –hace décadas, en realidad– su propia crisis de identidad. Me pregunto a diario, cada vez que entro a un aula, qué sentido tiene enseñar. Enseñarles (¿enseñarles qué?) a cientos, a miles, a millones, en una red de edificios atados con leyes que nunca se cumplen del todo, esquivando pedazos de techo y filtraciones pluviales atávicas. O una garrafa mal conectada. O un apocalipsis inminente, cuyo tráiler vemos en los mass shootings de Estados Unidos, en el incendio del Amazonas o en las cámaras de reconocimiento facial.

¿Qué sentido tiene enseñar en las cornisas de la muerte?

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Me esperan siete aspirantes a maestras de primaria, sentadas en un aula de una escuela palacio, con mesas y sillas de colores pero sin conexión a internet, con un proyector instalado al que ya se le quemó la lámpara (no hay repuestos en la Argentina macrista, o salen una fortuna, y además hay que pedírselas al Gobierno de la Ciudad en un expediente que debe ser elevado por vía jerárquica).

Hay expectativas. Hay en ellas una ficción orientadora: ser maestra es un camino para cambiar algo. Citan a Paulo Freire, el educador brasileño del que todos nos enamoramos alguna vez. Citan a Galeano, el uruguayo que le cantó a una Latinoamérica herida y genuina. Algo se arma en ese adefesio antiguo y protagonista de lo social que es la escuela. Algo del deseo, de la esperanza, del diálogo con otros. Hay gente que todavía cree, mis alumnas todavía creen.

En la escuela se produce una pausa, el mundo entra en suspenso, como hallaron los filósofos belgas Simons y Maaschelein. En este mundo que se nos mete en el torrente sanguíneo cada vez que le damos “Aceptar” a Términos y Condiciones ilegibles e interminables, cuando le vendemos el alma al diablo –no al diablo bíblico: al diablo real, concreto, material, el que efectivamente manipula nuestros ritmos y consumos, preferencias, “amistades”–, la escuela funciona un poco como paréntesis. ¿Y si nos detenemos a pensar? ¿Y si silenciamos por un rato las máximas de los tuiteros célebres o las stories de Instagram de nuestro “otro significativo”? ¿Y si nos miramos a los ojos?

Las escuelas aún funcionan por eso, porque mientras los chicos y las chicas se quedan cada vez más huérfanos de vínculos humanos –sus padres y madres están, en el mejor de los casos, trabajando–, en la escuela se pueden construir algunos de esos vínculos indispensables. Mirar a los ojos y preguntar “¿Cómo estás? ¿Por qué faltaste ayer? ¿Fuiste al juzgado? ¿Te hiciste el test de embarazo?”.

En las escuelas hacemos las preguntas que el mundo dejó de hacerles a los chicos. Por eso hay gente que cree y cita a Freire y a Galeano. Vuelvo a explicar que Enseñar Ciencias Sociales ya no es hablar de patriotismo o de leyendas del pasado: se trata de brindar herramientas para analizar lo social. Porque entendiendo cómo se configuraron y configuran los escenarios que vivimos podemos, tal vez, tomar decisiones apenitas más libres, quién sabe.

Cuando termino esa oración se hace un silencio fugaz en el aula. Por eso insisto.

Es interesante, creo, la idea de la escuela como un lugar de demora, de honestidad –a veces brutal–, de prueba y error. Un lugar en cierta medida protegido del imperativo despiadado del éxito medido en dígitos de cuenta bancaria o seguidores en Instagram o clics. En esa zona gris entre lo público del trabajo docente y la virtual intimidad del aula, más que los monstruos de Gramsci, surge la posibilidad de lo inesperado.

¿Lograremos como docentes generar un clima en el que estemos relativamente en esta sintonía? ¿En el que queden una o dos preguntas, o apenas palabras, flotando? ¿Seremos tiempo ganado o tiempo perdido en la vida de nuestros alumnos? Mis estudiantes del profesorado plantean aspectos formales de la planificación a presentar y yo tengo esas dudas en un segundo plano. ¿Qué se llevarán de este encuentro? ¿Se llevarán algo? ¿Charlarán lo discutido, o simplemente resultaré un docente descartable, un par de horas muertas más en el camino hacia el título? ¿Tendrá sentido todo esto?

Termina la clase.

Cuando me tomé el 101 ramal Ingeniero Budge el país había entrado en ¿cesación de pagos? ¿En default? Hernán Lacunza, Ministro de Hacienda de la Nación, anunció la voluntad de “reperfilar los vencimientos de la deuda” con el FMI. ¿Qué significa esto? ¿Cómo le pega a mi economía doméstica devaluada, a mi cuota mensual dolarizada de Netflix, que tiene un brote psicótico con cada ronda financiera hábil?

Para quienes éramos adultos en 2001 “deuda”, “FMI”, “default” son nubarrones cargados de catástrofe. Aunque tal vez, 18 años después –la edad de mis alumnos– hayamos madurado como sociedad como para no canalizar esas tensiones sociales crecientes en un incendio sino por la vía institucional. Aunque contradiga nuestros bajos instintos de hartazgo republicano.

“Reperfilar”, dijo Lacunza.

El macrismo ha hecho una industria del eufemismo y de la metáfora. No una estrategia: una verdadera industria. Llegaron criticando un “relato” y montaron una maquinaria monstruosa de producir sentido a puro troll pero también, como señaló María Esperanza Casullo –una de las voces más lúcidas de estos tiempos interesantes–, con un apoyo inédito en la historia argentina: los votos, los medios de comunicación más importantes, el empresariado concentrado local –campo, industria, finanzas–, el FMI, los Estados Unidos, la Unión Europea, y asumiendo el control de las tres cajas más importantes del país: el Estado nacional, el bonaerense y el porteño. ¿Alguien llegó con tanto poder en la historia argentina moderna? Y sin el peso de una deuda externa asfixiante (como sí Alfonsín y De la Rúa, sus predecesores no peronistas), para variar. La hegemonía servida en bandeja.

En su inflación significante, el macrismo ahora trajo la novedad del “reperfilar”, un tecnicismo financiero completamente ajeno a la lengua popular. Mientras tanto, yo calculo cuánto faltará para que se me acredite el 20% de descuento en la última compra del Día%, definitoria para mi llegada o no a fin de mes, y me pregunto por la voluntad pedagógica de los elencos políticos.

Alberto Fernández contrasta con la estrategia macrista y contesta, con media sonrisa, paseando a su perro por Puerto Madero: este caos lo crearon el gobierno y el FMI. Muestra un gráfico contundente: cada dólar que entró por deuda externa se fugó al exterior por la puerta giratoria de la bicicleta financiera. Didáctica pura, conceptos potentes, narraciones claras cargadas de contenido.

¿Qué significa “reperfilar los vencimientos de la deuda”? ¿Por qué no me explican exactamente qué está pasando? El macrismo nos habló de cruzar el río, de escalar el Aconcagua, de que la economía de un país es como la economía de una casa. Hizo la peor pedagogía posible: adornar la nada. En las aulas eso se paga caro: ningún pibe perdona que lo subestimen. Los maestros lo sabemos muy bien. Ser didáctico también es una virtud política, pero ser didáctico es comunicar ideas concretas. Las buenas maestras hacen simple lo complejo sin manosear la esencia de una idea poderosa.

Llego a casa pensando las demandas de mis alumnos de secundaria, mañana, desesperados por alguien que les tire algún centro acerca de toda esta vorágine. Tenemos que cerrar el trimestre con los temas del programa, pero la agenda pública se come las clases. Y yo tengo que enseñar Historia: brindar herramientas para el análisis de lo social. Iluminar variables.

Como el resto de la ciudadanía, mis alumnos pedirán explicaciones. No le van a creer a un docente que les hable de ideas abstractas de esfuerzo y de la Tierra Prometida del mercado desregulado. Querrán definiciones concretas: ¿Qué está pasando? ¿Qué es la deuda externa? ¿Cómo nos condiciona? ¿Cómo vamos a vivir los próximos cuatro años -me preguntarán mis alumnas y alumnos- cuando salgamos a buscar trabajo? La pregunta quedará flotando en el aire, habrá un silencio. Levantaré las cejas. Me mirarán a los ojos. En esta fase del capitalismo tardío, en las escuelas nos damos un lujo inadmisible: nos podemos permitir no tener respuestas.