Este texto, epílogo de la nueva edición del libro El Jefe, se publica en Revista Anfibia y Nuestras voces.
El hombre que creyó ser Facundo Quiroga, el que un día lloró de emoción por pisar la Casa Blanca y festejó su primer millón de dólares bailando con una damajuana en la cabeza en su casa de Anillaco, el que quiso vivir 103 años como Mahoma y se aferró a su cuerpo sin alma, murió en la ciudad de Buenos Aires.
Tiene una fortuna incalculable oculta junto a tantos secretos en cuevas insondables y paraísos fiscales, y su nombre inevitablemente ligado a la corrupción y el desguace del estado. Todavía. Porque la historia y la memoria social suelen ser tan compasivas como la personal cuando se trata de volver a relatar a nuestros muertos.
Carlos Menem y el avasallante encanto del menemismo actuaron como un afrodisíaco entre ricos y famosos, sin perder por eso la capacidad de contener al mismo tiempo a los trabajadores y los excluidos de la sociedad. Para los pobres y marginales, el peronismo en su versión de los noventa siguió siendo la única identidad posible. Para los trabajadores, el escenario de disputa de la defensa de sus derechos y sus conquistas históricas. Para los millonarios y poderosos se convirtió en un lugar de encuentro, una suerte de religión de fin de siglo. El menemismo conjugó la estética de las villas miserias con la del country, La Matanza con Pinamar, la Bombonera con el Hotel Alvear.
Lejos de la improvisación y hasta la estupidez que muchos quisieron endilgarle, Menem fue en el gobierno lo que verdaderamente quiso ser: un caudillo conservador, que cimentó su fortaleza en una alianza entre los más ricos y los más pobres como sucedió durante todo el siglo XX en la mayor parte de las provincias gobernadas por el peronismo. Capaz de disfrutar tanto de una cena en una mansión romana como de un asado en una barriada, convencido de que el verdadero poder se construye sobre el dinero de los de arriba y el agradecimiento de los de abajo.
El menemismo fue un movimiento político que nació en un departamento de Constitución, sobre la calle Cochabamba, en los primeros años de la década del ochenta, alrededor de un abogado que acababa de salir de la cárcel, había sido gobernador de La Rioja y le gustaba mostrarse en las revistas de moda acompañado por bellas mujeres, actrices, modelos y vedettes.
Llegó al gobierno el 14 de mayo de 1989 en medio del estrepitoso fracaso económico del gobierno de Raúl Alfonsín que, sin embargo, logró traspasarle el gobierno en una transición democrática histórica que terminó con el ciclo de los gobiernos civiles y las dictaduras militares en la Argentina y sentó las bases de las políticas de memoria, verdad y justicia que consolidaron la vigencia de los derechos humanos y la democracia en la región.
Carlos Saúl Menem construyó un poder hegemónico sin precedente en los gobiernos democráticos y llevó adelante una de las mayores transformaciones políticas y económicas del siglo XX en la Argentina. Terminó con el estado peronista e imaginó terminar con el peronismo. Insertó al país en los lujos y las desigualdades del capitalismo global, aniquiló la inflación y la justicia, incrementó el crédito y la corrupción, trajo las inversiones y la desocupación del Primer Mundo; acabó con el poder corporativo de las Fuerzas Armadas y del gremialismo ortodoxo, pero para hacerlo les entregó los indultos a los primeros y contribuyó a convertir en empresarios a los segundos; construyó autopistas, aeropuertos y Puerto Madero, mientras destruía la educación, el sistema jubilatorio, las escuelas, la salud pública y los hospitales.
Nosotros o el Abismo fue la bandera que enarboló para construir un modelo político y económico en el que todo era posible, todo era perdonado y todo era alentado, siempre y cuando se garantizara que no volverían los terribles días de la hiperinflación. En el altar de la estabilidad monetaria, Menem promulgó el decreto que limitó el derecho de huelga un 17 de octubre, firmó los indultos un Día del Inocente y saludó con su pulgar en alto al salir del entierro de su hijo.
El menemismo fue la frivolidad, el glamour, el desparpajo, la corrupción, el desguace de las empresas públicas, la anti política, el asalto del estado para los negocios personales y familiares, los indultos a los militares, la entrega de los fondos jubilatorios y el copamiento de la justicia para garantizar impunidad. Pero nada de todo eso hubiera sido posible sin el plan de convertibilidad de Domingo Cavallo, que anestesió a la sociedad argentina y la depositó graciosamente en las playas paradisíacas de la estabilidad monetaria, la ficción de un peso un dólar, los viajes al extranjero, el deme dos, los créditos hipotecarios y las cuotas para acaparar electrodomésticos y entrar de golpe en la modernidad y los lujos del primer mundo.
La permanencia del menemismo fue posible gracias a una combinación no muy distinta a la que sostuvo muchos años a la dictadura militar: la veleidosa sociedad que disfruta de las mieles del neoliberalismo, aunque la historia ya tenga escrito el final.
La convertibilidad fue la trampa perfecta, que sobrevivió incluso a Cavallo, su creador. El cordobés fue el único dirigente que se atrevió a confrontar con el todopoderoso Carlos Menem porque sabía que todo dependía de su criatura. Pero había construido un monstruo que siguió vivo, imposible de vencer, aun cuando él debió abandonar el gobierno. Tanto que incluso la oposición que ganó las elecciones en 1997 y 1999 lo hizo sosteniendo que no modificaría la base del programa económico —como si no fuera la matriz sobre la que se había desarrollado el resto— para terminar por recurrir, en sus estertores, al mismo Cavallo.
Si la corrupción se convirtió en estructural por primera vez durante el gobierno menemista, también fue la primera vez en que otros factores comenzaron a jugar hasta límites inverosímiles.
El tráfico de armas, el narcotráfico y la inmersión en el conflicto de Medio Oriente —un poco por la alineación con los Estados Unidos, pero producto también de las relaciones familiares y políticas de los Menem y los Yoma en Siria, Líbano y países vecinos— puso el relato argentino de esos años al borde de la ficción.
La desmesura de los acontecimientos que se sucedieron en esos años obligaba a desmalezar la información, ir y venir entre las teorías conspirativas y el descreimiento.
Argentina vivió en ese período los dos atentados terroristas más grandes de su historia. El primero contra la Embajada de Israel, el segundo en la sede de la AMIA. Las investigaciones se centraron luego en el encubrimiento y la conexión local, pero lo cierto es que Argentina había pasado a ser de pronto blanco del terrorismo internacional con base en Medio Oriente desde que Carlos Menem en su alianza con George Bush había decidido enviar naves de guerra al Golfo de Irak durante la guerra allí desatada.
Aunque nada invalidaba la posibilidad de que pudiera tratarse de otro tipo de mensaje, menos geopolítico y más relacionado con acuerdos de negocios no cumplidos con los líderes de algunos de esos países.
Carlos Menem llegó al poder prometiendo una vida diferente para "los niños pobres que tienen hambre y los niños ricos que tienen tristeza".
Los primeros se hicieron adolescentes en una sociedad con desempleo estructural, viendo a sus padres perder el salario y a sus maestros ayunar en una carpa blanca. Vieron morir a María Soledad Morales violada y asesinada por los hijos del poder en Catamarca, al conscripto Sebastián Carrasco en un destacamento de la Patagonia víctima del maltrato de una fuerza militar educada para matar a sus conciudadanos y al estudiante de periodismo Miguel Brú, y a Sebastián Bordón y a tantos otros, víctima del gatillo fácil y la persecución racista y clasista de la policía.
Los segundos se acostumbraron a pasar los días en el country y las noches en El Cielo, consumiendo cocaína, viendo a sus padres hastiados de no hacer nada y esperando el día de recibir la herencia a bordo de una 4x4. Vieron a la adolescente María Victoria atropellar al joven Acuña, a Carlos Junior estrellarse al mando de un helicóptero y al hijo de Daniel Passarella caer en las vías arrollado por un tren.
Unos y otros crecieron individualistas, descreídos de la política: casi todo les daba igual y sólo había que esperar que pasase la vida. Crecieron sin un estado que los protegiese ni una ideología que les planteara una utopía en el futuro. Construyeron comunidad en estadios convertidos en una única iglesia para las dos religiones de la época: el fútbol y el rock. Porque los noventa fueron también el esplendor y la caída de Diego Maradona, las canchas de fútbol repletas para los partidos, pero también para los Rolling y los Redondos. Fútbol y rock construyeron misas populares donde, tal vez, regaron sin saberlo las semillas que germinarían bien entrado el siglo XXI.