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El mundo está detenido.
No hay más festivales, encuentros científicos, partidos de fútbol. No hay más reuniones de negocios. Los aeropuertos están vacíos; el petróleo –con su propia dinámica, por supuesto- y las acciones de las empresas bajan por doquier y Wall Street se ve obligada a suspender rondas de cotización; el comercio internacional está dislocado y los containers ya no se llenan como antes; el extranjero se ve como un peligro existencial. Hoteles y centros de convenciones se transforman en hospitales de campaña.
Y más: la gente y las cosas se quedan en sus casas; no se oficia misa, no hay turismo, ese elixir que permite fingirse otra vida durante un par de semanas. No velas a tus muertos.
Se cierran las fronteras y los Estados se fortalecen hacia adentro y les dicen a los ciudadanos qué tienen que hacer, so pena de condenas penales, y el estado de sitio es una opción que se juzga razonable. Las previsiones respecto del PBI mundial dan una caída general para 2020, o un crecimiento tan pequeño que técnicamente podría calificarse de recesión, pese a que aún no concluyó el primer trimestre.
El mundo está parado.
Lo que no pudieron los diversos movimientos de disgustados, injuriados y disconformes de los últimos 25 o 30 años lo está logrando de momento un puñado de proteínas enroscadas y ARN que sólo puede reproducirse en un huésped, y que para muchos virólogos ni siquiera se puede calificar de materia viva. Detener el (modo en que funciona el) capitalismo globalizado resultó cosa de una miniatura más que de las voluntades de los afectados.
El hecho de que la Reserva Federal (“Fed” en la jerga) de los Estados Unidos haya decidido dejar en cuarentena a los billetes físicos que provengan desde Asia apenas se deja elevar a la categoría de parábola. Todo el sistema globalizador basado en la libre circulación por el globo de capitales, mercancías y trabajadores se resquebraja.
El mundo está quieto.
Uno de los hechos más relevantes de la globalización es que generó -además de un mercado único- una serie de interdependencias, de tal modo que una caída de uno de sus eslabones no siempre se puede suplir y así caen otros, hasta que todo el collar está roto. Durante años se creó un sistema altamente especializado que hasta ahora aumentó el grado de eficacia si se piensa en términos agregados, pero que quizá no permita rápidas readecuaciones.
Lo -levemente- paradójico es que las decisiones de salud tomadas son de alguna manera hijas de esa misma globalización y de una ciencia ubicua: las instituciones mundiales como la Organización Mundial de la Salud de la ONU, que dirige el académico etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus, trabajan a veces de manera demasiado conjunta con otra rama de los negocios universal como las multinacionales farmacéuticas, de los pocos rubros ganadores en este contexto.
El mundo está en suspenso.
Hasta dónde se puede resquebrajar, está por verse. Lo mismo si se mantendrán ciertos parámetros ecuménicos de valor, como el dólar o las monedas europeas y hasta el viejo e inoxidable oro (aunque ya no es patrón). Qué puede suceder con los países exportadores y “en desarrollo” es otra incógnita. ¿Puede ser el comienzo de un “vivir con lo nuestro” obligado por una cuestión de salud, o el sistema está mucho más firme y esto es sólo un tembladeral momentáneo y todo volverá a su cauce? Se aceptan apuestas. Las opiniones están divididas.
Análisis de laboratorio
¿Doce años es mucho o poco? Para algunos, la crisis actual del sistema de globalización terminada de gatillar por el Coronavirus es una continuidad de la de 2008; el sistema fue mantenido de manera artificial por la inyección de enormes cantidades de fondos a los bancos, pero no se recuperó lo que los economistas llaman “demanda efectiva” (el consumo). Eso es lo que piensa Roberto Feletti, ex viceministro de economía (2009-2011) y docente de la Universidad de Moreno. Para Feletti, “hoy se sincera y profundiza una situación” que venía desde el día uno del gobierno de Donald Trump en Estados Unidos con su política fiscal, su proteccionismo y el desafío a las reglas de la Organización Mundial del Comercio.
“Lo que planteó Trump es que la globalización así como estaba dada, con el nivel de interdependencia, con una era post industrial para Estados Unidos donde sus empresas tenían el know how pero las fábricas físicas estaban en China o en el sudeste asiático, no le servía”, dijo a ANFIBIA. Estados Unidos vuelve a mirarse el ombligo y trata de autoabastecerse, petróleo incluido, vía fractura hidráulica (fracking). En este contexto, el Coronavirus sólo ahonda y da razones científicas para un camino que estaba trazado por otras razones.
No es la única debilidad de los acuerdos supranacionales la mencionada de la OMC: también la Unión Europea queda débil tras la salida de Gran Bretaña y encima mostró poca coordinación entre sus miembros ante la pandemia (lo que se evidencia en los números de muertos en países de la Unión como España e Italia y la relativa inmunidad de Alemania); y por el mismo aparente camino va el escaso interés del gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil por la estructura del Mercosur.
“Hay una caída descomunal del comercio y de la inversión. Se paraliza la producción por razones de salud pública, y se interrumpen las cadenas de valor, los suministros, no llegan repuestos a empresas occidentales que se producen en China y sudeste asiático; si no reciben insumos, las plantas se detienen y por lo tanto el problema empeora de manera exponencial”, diagnostica Guillermo Rozenwurcel, investigador del Conicet y profesor de la UNSAM y la UBA. El economista agrega un dato repetido ante otras crisis, la psicología de los inversores: “Los agentes económicos siempre toman decisiones basadas en expectativas futuras. En la medida en que el futuro se torna incierto, las conjeturas se hacen más alocadas. Y, para peor, la conducta se convierte en conducta de manada, con estampidas y profecías autocumplidas”. Sea ante los supermercados vaciados de papel higiénico por la pandemia o en Wall Street, la psicología humana parece ser la misma.
Y sin financieros financiando no hay sistema global que camine.
Sin embargo, Rozenwurcel cree que, como otras veces, se dará la recuperación y no se cerrarán más las economías del mundo (“hay insumos muy difícil de nacionalizar”), aunque es clave saber cuánto va a durar la alarma pandémica. “Una cosa es que se interrumpa el circuito tres o seis meses, donde las empresas pueden sufrir pérdidas, pero todavía podrán mantenerse a flote desde lo patrimonial. Si el parate se prolonga un tiempo más extendido se puede estar en presencia de un encadenamiento de quiebras, que empieza en un sector y se van extendiendo porque deja de pagar a otras, a bancos. Eso es una crisis sistémica, que no puede descartarse en una economía globalizada donde las crisis se trasladan de un país a otro”.
¿Y Argentina? “En todos los procesos de tensión internacional a la Argentina no le suele ir mal porque tienen recursos naturales y humanos y una infraestructura de base, no es un país varado sin asistencia tecnológica”, plantea Feletti. Mientras tanto, hay cálculos de que el coronavirus puede hacer que la economía local caiga hasta un 0,4 o 0,5% adicional debido al virtual estancamiento de la actividad por las cuarentenas generalizadas. A lo que aún podría sumarse una razón extra: el default.
La post-pandemia
Ya es un lugar común la frase atribuida al físico Niels Bohr: “Es muy difícil hacer predicciones, sobre todo respecto del futuro”. Pero la escritora y activista canadiense Naomi Klein sí tiene una idea de lo que podría suceder, basada en lo que el capitalismo ya ha hecho en el pasado para reciclarse y huir hacia adelante. Es lo que denominó “doctrina del shock”, como cuando se dio la mencionada crisis de las hipotecas sub-óptimas de 2008 (sólo en Estados Unidos se perdieron nueve millones de puestos de trabajo) o tras el 11 de septiembre de 2001. Aprovechar el río revuelto e ir por políticas impensadas apenas cinco minutos antes.
Sin embargo, la salida antiglobalizadora tiene varias caras posibles. Klein cree que el camino no es ineluctable: piensa que es posible un “salto evolutivo” porque los momentos de shock son sobre todo volátiles. En una reciente intervención (puede verse aquí https://theintercept.com/2020/03/16/coronavirus-capitalism/) lo relacionó con el paraíso del progresismo no revolucionario (si disculpan el pleonasmo): el New Deal de Franklin Delano Roosevelt establecido tras el desastre financiero de 1929. Ahora es el momento para que ideas que en los Estados Unidos se consideran radicales –cobertura de salud universal, derecho a la educación- tomen más fuerza, justo en un año de elecciones. Y así generar un New Deal, pero ahora verde, el Green New Deal, no sólo por su contenido meramente ecologista sino porque justamente relaciona la justicia ambiental con la justicia social. Klein sabe que, como quería Castoriadis, la historia no está escrita sino que se va escribiendo cada día. Cómo eso engarza en el sistema planetario, está por verse aunque tenga voluntad mundialista.
Según algunos analistas –como Brian Bennett, en la revista Time- el hecho de que Donald Trump haya subestimado la pandemia y que haya tenido que volver atrás sobre sus pasos puede haber resquebrajado su pavimentado camino hacia la reelección, y esmerilado la situación económica que era su fuerte. “La fuerte caída de los mercados, el cierre de escuelas y oficinas, la baja estrepitosa del precio del petróleo y la disrupción generalizada en otras industrias han generado dudas en quienes apoyan a Trump debido a que el virus está gatillando una nueva crisis financiera que puede herir el intento de ir por un segundo mandato mucho más que otra prueba política que haya tenido que encarar antes”, escribió Bennett. De todos modos, aún está por verse si enfrente tendrá a un competidor demócrata moderado como Joseph Robinette “Joe” Biden o el socialista Bernard “Bernie” Sanders; si se diera esta última oposición, no habría opción globalizadora para el votante norteamericano.
El mundo está interrumpido.
Como fuera, y más allá de los mega órdenes económicos y financieros, otros rubros culturales de la globalización parecen quizá incluso más arduos de erradicar, comenzando por Internet y la revolución de los teléfonos inteligentes y sus aplicaciones, entre otras delicias de la tecnología del siglo XXI. Es probable que muchxs, cuando piensan en el fin del mundo, piensen en el fin de Internet. Y es más probable imaginar el fin del capitalismo globalizado que el fin de Google. Por eso, por más paralelismos que haya, el actual no es un camino que termine en las pestes medievales; eso que la historia se repite viene con un millón de asteriscos y notas al pie.
El mundo sigue parado: cuando arranque de nuevo, hay que ver para qué lado sale.