Un panelista aleatorio interrumpe a los alaridos a una maestra de Moreno:
- La educación es un desastre - dice - y los docentes viven de paro. Basta de tener a los pibes de rehenes, viejo, vayan a laburar. Cuando yo era chico no pasaban estas cosas, la escuela pública era un lujo, el hijo de la portera se sentaba en el banco con la hija del terrateniente.
La maestra había ido a contar a la televisión cómo son las condiciones cotidianas de trabajo de Sandra y Rubén, que murieron cuando explotó una fuga de gas que había sido denunciada seis veces al gobierno de María Eugenia Vidal.
Es usual escuchar a personalidades opinar sobre la política educativa ancladas en sus recuerdos, en lo que llamamos biografía educativa. No es un error privativo del panelismo televisivo –el ágora que supimos conseguir–: la propia Beatriz Sarlo recordó a sus tías maestras normales en una entrevista sobre el panorama educativo actual en La Nación. De manera que no sólo “opinólogos” ajenos al debate cultural y político riguroso se agarran del Edén educativo perdido, también lo hacen intelectuales de renombre y periodistas especializadas que toman los recuerdos personales como referencias.
Pero las problemáticas educativas exceden, y muchísimo, los diarios íntimos de la vieja y buena escuela. Sobre todo porque esa vieja y buena escuela nunca existió.
La nostalgia educativa es un osario de restos fósiles construidos con recuerdos falsos.
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En las escuelas, en todas las escuelas de todo el mundo, se tejen sociabilidades muchas veces atravesadas por la violencia. Días atrás, circularon en las redes videos y cartas de egresades del Colegio Nacional de Buenos Aires –la escuela pública más prestigiosa del país, donde se cuece buena parte de la futura élite intelectual porteña– en donde denuncian múltiples formas de abuso y discriminación hacia mujeres y disidencias (trans, gays, lesbianas, gordas). Y también señalan la flagrante inacción de la conducción del Colegio: la respuesta ante las denuncias fue el cajoneo.
El escrache es una forma de visibilización extrema, que sólo debe emerger cuando se agotaron todas las instancias previas. Y eso fue exactamente lo que pasó en el Colegio Nacional de Buenos Aires.
Y entonces, el escándalo: profesores, regentes, preceptores y rector expuestos con nombres y apellidos. Se terminó la lógica de la impunidad machista en el Nacional Buenos Aires. Pero también aparecen situaciones conflictivas y delicadas: ¿Cómo intervenir positivamente, desde la institución cuando un adolescente que también está explorando su sexualidad con un otrx, cruza un límite? ¿Cómo cuidar a la víctima y al transgresor, que no deja de ser un menor de edad y alumno de la institución? ¿Cómo evitar o por lo menos contener la “justicia exprés” en las redes sociales, de forma responsable y pedagógica? Sobre eso escribieron de manera brillante Mara Brawer y Marina Lerner en Anfibia: “es importante señalar que una persona no es el error que cometió sino su posicionamiento subjetivo frente a éste y eso es lo importante para pensar un proceso de transformación”.
Pero los actos de colación del CNBA también hablan de otra cosa: los códigos de silencios, complicidades, tabúes ante actos docentes que pueden ser tranquilamente calificados de atroces. También habla de una conducción acostumbrada a un poder incuestionado, aplicando laissez faire ante el bullying organizado. En síntesis, habla de esa matrioshka de privilegios que son los colegios públicos de élite.
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Los privilegios están sostenidos por la violencia. En Argentina, donde se prohibieron los exámenes de ingreso a las escuelas secundarias públicas en 1984, los colegios dependientes de las universidades nacionales se escudaron en la autonomía universitaria para ubicarse por fuera de las leyes educativas y mantener sus tradiciones. En una región donde la cultura está muy desigualmente distribuida, mantener un examen de ingreso en un nivel educativo obligatorio –desde 2006– es crear un ecosistema más artificial aún que la propia escuela: el Colegio preselecciona a sus alumnos y se asegura una dinámica interna que corre como una realidad paralela a la de las escuelas comunes. En los colegios de élite no se habla guaraní en los pasillos. Los estragos de la exclusión social no cuestionan todo el orden institucional asentado en más de un siglo de tradiciones. Si un pibe falta mucho, se queda libre por inasistencias y se va. Si repite de año, se va. No hay sobreedad conflictiva –pibes de 16 en un primer año al lado de ingresantes de 12– ni cuestionamientos pedagógicos sobre “bajar el nivel” –esa simplificación falaz– para que “estos chicos” puedan aprobar la materia.
En estos ambientes de élite intelectual a las presiones endógenas de la escuela –un ritmo altísimo de conceptualización y abstracción en los contenidos– se suman las exógenas: ir al Colegio es una tradición familiar, es un mandato de clase, es la papeleta que acredita una distinción. También, es cierto, es una ventaja a la hora de encarar la universidad dado el arduo entrenamiento en los estudios secundarios.
Pero ese régimen académico está sostenido sobre un alumnado que lo acepta y que lo naturaliza. Son pocos los estudiantes que se resisten a él: el sistema los barre del aula rápidamente. En las escuelas comunes es al revés: reina una abulia que fuerza a los docentes a buscar nuevas estrategias de enseñanza para convocar a un público que desconoce las dinámicas y los marcos de la secundaria tradicional.
Por fuera de los colegios públicos de élite la vieja secundaria está muriendo, mientras que lo nuevo todavía no terminó de nacer. Pareciera que el resto de las escuelas son escenarios post apocalípticos con alumnos y docentes zombies, pero tal vez en ese cuadro esté el germen del futuro educativo.
Entonces se desprenden algunas preguntas: ¿Qué es la calidad educativa? ¿Aprender a vivir en la diversidad, tratando de comprender críticamente la realidad mientras se tiende a la integración social y a la tolerancia? ¿Es entrenar con métodos marciales a los adolescentes para que tengan un tránsito más fluido por la universidad, aunque eso redunde en una altísima tasa de abandono? ¿O es también una matrix intelectual exclusiva dedicada casi únicamente a pequeño grupo privilegiado? ¿No se tratará, también, de conformar un circuito de sociabilidad de clase cerrado, seguro, a salvo de las crisis económicas y el desempleo?
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La denuncia de las mujeres y disidencias del Colegio Nacional de Buenos Aires señaló las violencias y les dio rostros, cargos, nombres. Pero ese tipo de actitudes también ocurren en las escuelas comunes, donde no llegan los micrófonos y cronistas de los medios masivos de comunicación. Y muchas veces, como comentó el docente Juan Goldín en las redes sociales, se suman al racismo, al clasismo y, en el mejor de los casos, al paternalismo caritativo (este último fogoneado, encima, por la gestión educativa de Cambiemos). Pero en esos escenarios, tal vez, no están las brutales presiones académicas endógenas y culturales, ni el bullying organizado de los colegios de élite.
La cotidianeidad escolar –como la de cualquier institución– está plagada de violencias solapadas que están adheridas e invisibilizadas como si fueran manchas de humedad. Las emocionantes nostalgias de los opinadores silencian cosas como las que dijeron en el Nacional Buenos Aires. Y también bajan la voz cuando se nombra al profesor procesado por delitos de lesa humanidad, al que confesó ser agente de la SIDE para marcar alumnos y docentes, al que todos reconocían como el buchón de pibes que desaparecieron en la dictadura. “Es un buen tipo”, dicen en voz baja; “Varias veces me dijo que estaba arrepentido”, comentan con asombro.
No: la escuela del pasado no fue brillante ni gloriosa. La escuela primaria del pasado tenía maestras normales que recibieron su título al terminar el secundario –ahora la carrera docente tiene un mínimo de cuatro años y es de nivel superior. En 1960 sólo el 45% de los adolescentes en edad escolar asistían efectivamente a la escuela en Argentina (en 2010 era el 90%). La escuela primaria “igualadora de los hijos de inmigrantes analfabetos” borró las diferencias culturales a los cachetazos, en pleno normalismo homogeneizante y excluyente de la diversidad.
Miramos el guardapolvo blanco santificado para no mirar las lágrimas del nene al que su maestra rapó en el patio en 1921, episodio narrado por la propia Beatriz Sarlo en “Cabezas rapadas y cintas argentinas”.
Cuando se está por opinar sobre política educativa trayendo un recuerdo de la propia biografía escolar debería realizarse un filtro: ¿Qué violencias silencia, esconde tu anécdota? ¿Qué compañeros y compañeras, o incluso docentes, sufrieron para que vos te construyeras ese recuerdo inmaculado desde el que juzgás a los docentes y alumnos del presente?
De a poco vamos tomando consciencia, como víctimas o victimarios –quien esto escribe ha sufrido bullying y también lo ha ejercido– de las oscuridades de nuestras biografías escolares. Y renunciamos a reunirnos con ex compañeros o sentimos remordimientos ocasionales o perdonamos o fuimos perdonados. Pero se empieza a instalar la pregunta: ¿Dónde estaban los adultos de la escuela mientras todo esto sucedía? Y aparece la tétrica respuesta: muchas veces esos mismos adultos eran quienes propiciaban y ejecutaban esas violencias.
Se iluminan entonces las cloacas subterráneas de las miserias escolares y comenzamos a recorrer la relativización de las narrativas de un pasado educativo dorado. Claro que también está la opción de reivindicarlas como forjadoras del carácter: “En mi colegio había mucho bullying en esa época, cada producto italiano que salía era mi nuevo sobrenombre, pero eso también hace a formar tu personalidad, ¿no?”, dijo el presidente Mauricio Macri. La víctima se embandera en la violencia que sufrió.
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Tenemos evidencia empírica de los abusos a mujeres y disidencias. Tenemos evidencia empírica de que muchos misteriosos preceptores o profesores de Educación Física de los 70 y los 80 estuvieron involucrados en delitos de lesa humanidad durante la dictadura.
Esta época histórica se caracteriza por nuevas y desatadas formas de reacción conservadora a los más básicos derechos individuales. Estos idearios tienen su traducción política en la emergencia de opciones de ultraderecha con chances serias de llegar al poder por vía electoral. En ese contexto, el avance de la agenda feminista es el único que pone en cuestión muchos de los privilegios –patriarcales, pero también de clase– considerados naturales, y esa agenda permite iluminar los rincones lúgubres de las instituciones. En este caso, ayuda a leer la complejidad del universo escolar.
El ataque a la educación pública consiste en la reducción de los salarios, en el abandono de la infraestructura, en la condena social a todo tipo de forma de reclamo y encuentro colectivo por parte de los docentes. Consiste en las campañas sistemáticas de desprestigio a científicos. En la panza tajeada de una compañera, en el incendio de una escuela y en campañas mediáticas de responsabilización de los docentes acerca de situaciones en las que somos víctimas.
Sin embargo, estamos ante la oportunidad de tomar como agenda la visibilización de las violencias escolares y organizar formas de intervención que sean tan contundentes como respetuosas de los derechos. La respuesta a la derecha educativa y pedagógica, aferrada a privilegios y a las violencias asociadas, debe ser subirse a la ola verde: reclamar un impulso más fuerte del Estado en Educación Sexual Integral, diseñar protocolos democráticos de intervención ante violencias de todo tipo, evaluaciones rigurosas de las denuncias de vulneraciones de los derechos de los alumnos y las alumnas por parte de docentes. Esta es una tarea de las escuelas, de los gobiernos, de los sindicatos y de las familias.
En un siglo XXI que parece tomar la forma de la muerte, la educación del futuro deberá ser la de la palabra, la diversidad y los derechos. Parecen abstracciones, pero son armas concretas y contundentes.