Fotos: Eduardo Carrera y Victoria Gesualdi
Mientras el Trece sigue prendido a Las mil y una noches --la telenovela turca que cosechó 18 puntos de rating en pleno verano y no tardó en mudarse al prime time--, la canción “el cuarteto de Onur” se viraliza en las redes sociales, y aumentan las consultas turísticas para visitar Estambul y las autorizaciones ante el Registro Civil para asignar nombres como Scheherezade, pocos tienen en mente que el próximo 25 de abril se cumplirán cien años del genocidio armenio. Perpetrado entre 1915 y 1923 por el estado turco, que aun hoy niega esos crímenes de lesa humanidad, alrededor de 1.500.000 de armenios y armenias fueron masacrados y torturados. Sin caer en teorías conspirativas y anacronismos absurdos, no deja de llamar la atención que esta ficción turca que empezó a verse en su idioma original entre el 2006 y el 2009, justo arrase en este año conmemorativo en Argentina y Uruguay, dos países que, además de contar con una importante población armenia, dieron al genocidio una entidad. En Argentina, sin ir más lejos, las vicisitudes que tomó ese reconocimiento funciona como pequeña muestra de la distinta suerte que fueron teniendo, a lo largo de la historia, las políticas de derechos humanos vinculadas con la última dictadura militar: en 1987, y contra varias presiones diplomáticas (y no tanto), Raúl Alfonsín reconoció ante la comunidad armenia la existencia del genocidio, varios años después el entonces presidente Carlos Menem vetaría la oficialización de ese reconocimiento que aportaba la ley 24.559 aprobada en el Congreso. Y en enero de 2007 el presidente Kirchner promulgó la ley 26.199 que declara, en homenaje a las víctimas del genocidio armenio, el 24 de Abril como Día de Acción por la Tolerancia y el Respeto entre los Pueblos.
No se trata, por supuesto, de reprocharle nada a una telenovela que debe tener ciertas bondades para atraer a tanto público pero sí de entender que no alcanza con que un programa de televisión cite una obra literaria para convertirse en literatura; y de tener en claro que la construcción (casi siempre plana o caricaturesca) que hace una telenovela poco tiene que ver con la complejidad de la cultura o la sociedad de la cual proviene.
Para eso, y sin ánimo de verla como una mera reproducción especular de lo social, está la literatura, la buena literatura. No es que sea un tema ideológico sino más bien de las ideas involucradas en cada forma de (re)producción: la abismal diferencia que existe entre el reduccionismo propio del culto a la imagen (que, por supuesto, también puede encontrarse en libros como Cincuenta sombras de Grey) y la profundidad simbólica a la que acceden --y permiten acceder-- las grandes obras literarias.
En otras palabras: a la hora de viajar, mucho mejor que la tele va a ser siempre la literatura.
El sur también existe
En ese sentido, a no dudarlo, dicen mucho sobre Australia (país a donde también llegó la diáspora armenia), Cinco campanas de Gail Jones y Rostro original de Nicholas Jose, libros hasta ahora inéditos en castellano que acaba de publicar el sello UNSAM Edita en un gran paso para dar a conocer una literatura joven y bastante desconocida en estos lares, más allá de la trascendencia excepcional de Patrick White (único escritor de ese país en alzarse con el Premio Nobel de Literatura en 1973), Peter Carey (que ganó dos veces el prestigioso Premio Booker) y por supuesto J.M. Coetzee, otro Nobel (y otro ganador del Booker por partida doble) que si bien nació en Sudáfrica, reside en Australia y desde el 2006 tiene la nacionalidad de ese país.
Precisamente con la batuta del autor de El maestro de Petersburgo y Desgracia, la Universidad de San Martín inaugura la Cátedra Literaturas del Sur: un novedoso y necesario lugar de reflexión que será abordado por escritores, críticos literarios, investigadores y docentes oriundos de África, Oceanía y América Latina, es decir, de ese punto cardinal que, valga la paradoja, siempre es un norte. Mientras ya se anuncia un segundo seminario sobre Sudáfrica para el mes de septiembre (impartido por los escritores Zoë Wicomb e Ivan Vladislavić) el debut de la cátedra hará su presentación oficial nada menos que con un seminario de posgrado sobre literatura de Australia (país cuya etimología quiere decir, justamente, “del sur”) que, además de contar con la presencia y el seguimiento del propio Coetzee, será dictado por los respectivos autores de esas dos novelas ya mencionadas: Gail Jones y Nicholas Jose, dos de sus exponentes más destacados. Dos escritores que conjugan talento narrativo con capacidad de transmisión ya que, además de contar en ambos casos con una obra extensa y ampliamente reconocida, tienen en su haber una carrera académica y docente.
Gail Jones nació en 1955 en Harvey (ciudad ubicada al oeste de Australia), lleva publicadas cinco novelas y dos libros de relatos; mientras que Nicholas Jose, de padres australianos, nació en Londres en 1952, fue presidente del PEN de Sídney (institución con la que realizó una antología de literatura australiana en 2009), publicó hasta ahora siete novelas y dos volúmenes de relatos, además de escribir numerosos ensayos sobre arte y literatura oriental.
Aunque distintas en estilo y propuesta, las dos novelas presentadas por la editorial de la UNSAM (que son, en ambos casos, las últimas publicadas por sus respectivos autores) tienen muchos aspectos en común. No sólo porque abordan temas como la identidad, la migración (sobre todo la China), la singularidad dentro de la multitud y los consecuentes problemas de comunicación sino también porque toman la ciudad de Sídney (verdadero eje de sus respectivas tramas) no como si fuera Disney sino casi como un personaje en sí mismo, elemento condensador por excelencia de los atractivos y miserias del país. Las páginas de Cinco campanas y Rostro original constituyen todo un recorrido a lo largo de los principales puntos de esa ciudad costera: la ópera construida en 1973 y que es, por lejos, el edificio más visitado de la ciudad, el inconfundible puente de Harbour, el Centennial Park, el barrio chino, los jardines botánicos reales (que además de contar con una gran cantidad de especies ofrece diversos puntos panorámicos de la ciudad) y The Rocks, el barrio más antiguo y también más europeo de la ciudad donde se emplaza también el Museo de Arte contemporáneo que, llamativamente, tiene incidencia en ambas novelas. Pero el itinerario no sólo es geográfico sino también temporal, como si ambas novelas (y ahí radica su sutil pero importante parentesco con la literatura de Coetzee) estuvieran construidas con diversas capas de tiempo: desde el punto de vista de sus personajes que parecen vivir en un punto intermedio entre el pasado y el futuro: “descubrió que él también era una de esas almas que tienen presente el pasado, que de algún modo comprenden la compulsión de repetir y revisitar”, leemos en Cinco campanas; en relación al país (no faltan, por ejemplo, las menciones a los aborígenes fundacionales) e incluso desde un punto de vista literario (aunque el caso de Cinco campanas resulta en ese sentido paradigmático, las dos son novelas clásicas y actuales, capaces de reconocer el pasado pero de ser, a la vez, absolutamente contemporáneas).
Esa temporalidad profunda y nunca lineal redunda también en la ambigüedad de casi todos sus personajes, que se corren de cualquier estereotipo moral. En Rostro original leemos: “Hasta quien ha cometido los crímenes más horrendos es un buda si se transforma y recibe la luz”.
Esa luz no es otra que la que incorporan estos dos libros que, a pesar de sus diferencias, parecen dialogar entre sí, leerse mutuamente. En Rostro original hay, de hecho, una frase que podría servir perfectamente para leer Cinco campanas, y que describe a los australianos sin mitificaciones telenovelescas ni excesos de caballerosidad: “Eran personas entre enérgicas y decaídas, demasiado jóvenes, todavía jóvenes, que alguna vez fueron jóvenes, personas que se esforzaban por llamar la atención, por ser alguien definido por un día”.
Cinco campanas y Rostro original permiten, en definitiva, llegar a destino: recorrer Australia sin salir de casa pero también respirar la atmósfera lustrosa y opresiva de un país relativamente joven --paradisíaco para algunos, desolador para otros-- que parece hecho con retazos de casi todo el mundo.
Cinco campanas
Novela tan poética como adictiva, Cinco campanas es algo así como un mosaico de personas desplazadas que se olvidan de olvidar, como esos pájaros que sin saberlo terminan dando la vuelta al mundo. La historia cuenta un solo día (un sábado) en la vida de cuatro personajes que van teniendo extrañas relaciones y coincidencias entre sí, con el escenario natural del artificial muelle circular de Sidney. Ellie --una joven pueblerina fascinada con la gran ciudad—está por concretar una cita con James, su primer amor, a quien hace años que no ve y del que no conoce más que su distorsionado recuerdo.
Gail Jones, la autora del libro, empieza a tejer la poderosa telaraña en la que inexorablemente cae el lector a partir del enorme contraste que crea en los momentos previos a ese encuentro tan postergado: mientras Ellie goza de cada paseo por las calles de Sídney y del desfile permanente de gente, James protesta por cada codazo que recibe al caminar, desconfía de la arquitectura de la ciudad y hasta percibe la existencia de una sociedad secreta conformada por mozos que, obviamente, están en su contra.
Los personajes de la novela lo completan dos inmigrantes más que, con mucho esfuerzo, tratan de hacerse un lugar en el promisorio país: Catherine, una irlandesa que intenta seguir los pasos de su admirada Veronica Guerin –periodista asesinada en 1996 por narcos—pero no logra sacarse de la cabeza al fantasma de su hermano muerto en un absurdo accidente de tránsito; y Pei Xing, una mujer china a la que el régimen comunista le secuestró y mató a sus padres, y que ahora está a cargo de la que fue su propia carcelera.
Aunque la trama más importante y desgarradora de la novela pasa por el reencuentro de esos dos jóvenes amantes que, en su momento, ni siquiera tenían edad para llamarse novios y que ahora acumulan demasiada experiencia por separado como para tener algo en común, todas las vidas parecen quedar atrapadas por la red poética de Jones: ya sea porque atraviesan los mismos lugares una y otra vez, porque leen el mismo libro o piensan en algo tan personal como la nieve, o incluso porque se cruzan tangencialmente en el camino, como sucede con Pei Xing y Catherine, testigos involuntarios de un secuestro en el centro de la ciudad.
Con el título de un libro de poemas del escritor australiano Kenneth Slessor, una estructura con algo del Ulises de Joyce y La señora Dalloway de Virginia Woolf, música de Coldplay, Rolling Stones y Bob Dylan (“era la maldición de su generación, tener una banda de sonido para todo” se queja uno de los personajes), Cinco campanas constituye una oferta difícil de rechazar: un paseo tan lírico como vertiginoso de veinticuatro horas de duración a lo largo de la literatura moderna vista -y escrita- con una perspectiva actual.
Rostro original
Con título derivado de un antiguo Koan zen (“¿cómo era tu rostro original antes de que nacieran tu madre y tu padre?”), y que tendrá incidencia en una de las vueltas de tuerca de su trama, la última novela de Nicholas Jose es un policial clásico que demuestra que muchas literaturas del mundo tienen intereses en común y también que no sólo es nórdico el policial. El cadáver mutilado y despellejado de un joven chino aparece en una planta de residuos en los suburbios de Sídney (algo que tristemente nos resulta conocido por algunos casos policiales de los últimos años), y los encargados de resolver el enigma son una pareja de policías que tienen más confianza en sí mismos que talento detectivesco: Shelley, una rubia de pelo corto hábil para hacer preguntas y algunas tomas de taekwondo, y un pelirrojo de brazos fornidos y pecosos que se hace llamar Ginger Rogers (sí, como la partenaire de Fred Astaire), usa remera hawaiana y tiene una cara amable “como la de una pelota con el dibujo de una carita sonriente”.
Sin embargo, quien avanza más en la investigación es un taxista chino que sobrevive como puede en Australia: comparte un modesto departamento con su hermano, su cuñada, sus sobrinos y su anciano padre, que no hace más que repetirle que no debe involucrarse en cuestiones ajenas. Como una especie de Windows literario, cada acción que transcurre en la novela abre una serie de personajes, historias y voces que, aunque en un primer momento parecen estar totalmente de más, contribuyen en realidad a la resolución del enigma: sucede con el viejo Reg Spivak, el primero en ver el cadáver, que gasta ochenta dólares para tomar un taxi con tal de no llegar tarde a su trabajo y también con un director de fotografía que, a pesar de haber ganado un Oscar, vive un momento de franca decadencia. Abandonado por su mujer y despedido del último proyecto cinematográfico de su productora, a punto de ceder a la depresión, recibe una extraña propuesta de su joven y atractiva masajista china: ayudarlo a organizar su vida a cambio de alojamiento.
Con un arco temporal que va desde la llamada masacre de Tiananmén en abril de 1989 --la manifestación liderada por estudiantes que terminaría con una brutal represión estatal y aun hoy sigue siendo tabú en China—hasta los actos de corrupción del departamento de migración de Sídney haciéndole el juego a la mafia, el misterio de Rostro original se esclarecerá recién luego de varias inspecciones, amenazas, bautismos de fuego, cambios de pasaporte y hasta el reconocimiento por parte de la policía de un terrible error al advertir, en una de las escenas más conmovedoras e inteligentes del libro, que los padres de la supuesta víctima negaban que ese cadáver mutilado correspondiera a su hijo.
Al igual que sucede en Cinco campanas abundan en esta novela las referencias a la ciudad: “Sídney tiene algo que te hace sentir bien: ráfagas de un pasado bastante agitado, es un lugar de encuentro, de acuerdos, un gran casino; en esa tierra extraña donde el tiempo y el espacio estaban distorsionados, ella había perdido el rumbo”.
Visto así, no debería llamar tanto la atención que a un país como Australia le siente bien el género policial.