Es difícil elogiar y reconstruir en pocas líneas una obra que se mece sobre las olas de un mar salado por los elogios, por los premios, por el reconocimiento. Es complejo revisar la obra —un camino en el que escribir y publicar desde que tuvo 21 años jamás se detuvo— cuando ha sido visitada por ojos examinadores de la academia, del periodismo, de la crítica en países tan extraños y lejanos como centrales y coloniales. Los viajes han sido para Luisa Valenzuela la clave de su ser argentina en el mundo: estamos ante una cosmopolita de Belgrano que amó los arrabales y que los siguió más allá del Bajo porteño, de La Boca, del viejo Retiro de barsuchos rancios, intensos y populares. Estamos aquí ante una autora admirada, leída, que conoce el abrazo tierno de su público, y el afecto que nos despierta su personalidad, su carácter, su vida llena de aventuras y misterios.
En sus libros, en sus relatos, incluso en los más breves de la última década, campea siempre el hedor inquietante de lo que podríamos llamar bajo fondo, pero también profunda humanidad mundana. Luisa Valenzuela podría haber transitado los caminos asfaltados de la literatura, instalada como estuvo en el centro del dispositivo canónico norteamericano, profesora en Columbia, en la Universidad de Nueva York, hija de una familia con relaciones culturales de elite, amiga de los personajes de una cultura urbana con aspiraciones globales, reina de su reino. Pero en ella se impregna el sentido de lo humano en un interés extraordinario por explorar lo desconocido, los bordes, los límites. En ese sentido este honoris causa es un acto de justicia ante la valentía de una mujer poderosa, no por su afán de gobernar el mundo, de transitar el poder de los que disfrutan del control, si no por su intensa acción hacia ese abismo que es ella misma, que somos todos enfrentados a nuestro más allá, un más allá que no es la muerte.
Más de treinta libros publicados, entre ellos, diez, once novelas –ella misma disfruta con la indefinición de género y se divierte jugando-- cientos de ensayos, decenas y decenas de cuentos, hicieron que a medida que la obra de Luisa se consolidaba, acumulándose en diferentes idiomas y latitudes, fuera objeto de estudio. Ya en 1986, cuando llevaba casi una década viviendo en Nueva York, la Review of Contemporary Fiction le dedicó un número a analizar su obra. Y en 1991 recibió el doctorado Honoris Causa de la Universidad de Knox, en Illinois. Luego las jornadas en Viena, las obras de teatro en Sidney y en Nueva York, el paso como maestra de escritores de Columbia, los años en NYU. Y el precedente inmediato a este doctorado que la trae definitivamente a nuestra universidad, en el que UNSAM, el Malba, la Biblioteca Nacional y Revista Anfibia estuvimos involucrados abriendo el manantial de su escritura para revisitarlo de mil maneras: las Jornadas Luisa Valenzuela que culminaron con la publicación de un libro luminoso coordinado por quien en realidad debería tener la honrosa misión de construir esta Laudatio, la escritora e investigadora Irene Chikiar Bauer.
Desde su primer cuento, escrito durante los años en París, publicado en 1956 en la revista Ficción, Luisa Valenzuela inventa hombres morenos y esquivos, contundentes como tigres o caballos, lacerantes como la ausencia, inquietantes como los animales salvajes dormidos; sexuales, heniestos, agresivos, abandónicos. Y mujeres que resisten la dominación masculina, la dominación corporativa —desde el ejército argentino hasta lo que en la novela Cuidado con el tigre llama la “organuta”, que para mí es como una mezcla entre orga y yuta—, la dominación como el peor malentendido del amor. Y es en los cuentos donde esas mujeres se multiplican poliédricas, yuxtapuestas, narradoras, testigas, profundamente deseantes. Desde esa voz de mujer que salió en París, cuando ella se había instalado a los 21 años, Luisa avanza desde la mujer que es hacia una literatura que fue feminista antes del feminismo. Ya consagrada, en aquel número homenaje de Review of Contemporary Fiction, Valenzuela toma las riendas del asunto y lo dice sin ambages en su ensayo “Dangeorus Words”: “A las brujas –y hoy todas somos brujas—se les lava la boca para purificarlas. Canjeando un orificio por otro (...) la boca era y sigue siendo el hueco más amenazador del cuerpo femenino: puede eventualmente decir lo que no debe ser dicho, revelar el oscuro desencadenar las diferencias amenazadoras que subvierten el cómodo esquema del discurso falocéntrico, el muy paternalista”.
El primer libro de Luisa Valenzuela que llegó a mis manos fue sus Cuentos completos y uno más, en 1998. Para entonces la escritora era para mí un mito que aún vivía en la Nueva Yortk de Susan Sontag y las estrellas literarias de la cosmópolis soñada: la tenía, en mi frivolidad provinciana, como una mujer blanquecina, de labios carmesí y cabellos negros, con una copa en la mano, brindando en un penthouse del Upper East Side; toda una fantasía capoteana. Más nada sabía de ella. Lo tomé prestado de un escritorio en el viejo suplemento Radar —una costumbre muy de los noventa cuando con Josefina Giglio saqueábamos los stands de la feria con profesionalidad rufiana—. Grueso, contundente, unas 600 páginas, fue una tentación insuperable. Y recompensada: en ese libro había de todo. No se trataba de una cuentista encasillable: veníamos de las lecturas del boom, y aquí había una voz de esa generación con una extrañeza, un humor y una ironía que no sobraba entre los machos del fenómeno literario latinoamericano. Era, esta escritora, una sorpresa. Era, además, una mujer: los había sobrevivido, y probablemente, los enterraría.
En Aquí pasan cosas raras, de 1976, el protagonista es el miedo en la ciudad; un miedo novedoso, un miedo que trastoca el sentido de las cosas bajo las cuales, aún aquellas pedestres y cotidianas, acecha el mal. Desde el toca culo de un colectivo birlado al final por su víctima, a los dos miserables que merodean y codician un maletín y un saco abandonados en un bar de cuarta temiendo morir por un botín exiguo, hasta el monologuista que larga con la declaración: “Hoy en día ya no se puede hacer nada bajo cuerda: las cuerdas vienen muy finas y hay quienes se enteran de todo lo que está ocurriendo. Cuerdas eran las de antes que venían tupidas y no las de ahora, cuerdas flojas”. Así es en todo el libro, el lector avanza sobre la cuerda floja de la literatura valenzueliana, donde nadie está a salvo, aunque todos llegaremos al final, al otro extremo.
Y en el otro extremo de esa cuerda, el final agónico de la dictadura, ya ocurrida, ya asesina, ya desaparecedora, ya genocida. En Cambio de armas, de 1982, aparece quizás por primera vez el régimen de las Juntas con toda su intrínseca maldad, llevada a la exasperación en el cuento que le da el título. Allí una mujer es rehén de su supuesto marido, y la acción transcurrida entre las paredes pastel de un departamento cerrado con llave, es la lucha de esa mujer por recuperar una mínima porción de su memoria perdida. ¿Quién es el hombre que entra a ultrajarla, a poseerla, a llenarla al mismo tiempo de sexo y de horror? ¿Quién es ese hombre al que la desmemoria hace que lo nombre de tantas maneras? ¿Quién es ella, sumisa y en tensión? ¿Qué es esa cicatriz en su espalda? ¿Quiénes son los dos tipos que custodian la puerta, afuera? ¿Quién es el ama de llaves que le acerca comida y la mantiene bajo un letargo penitente? ¿Por qué preguntarnos con esa creación de Valenzuela todo esto? Porque en este libro se concentra al máximo esa premisa según la cual la vida no es más que la búsqueda de las preguntas, la denodada acción cotidiana por la búsqueda en la carencia, en lo que no tenemos, en lo que no tendremos jamás. En ese existencialismo político se construye esta obra hoy laureada: en ese no estar, no ser, para ser y para estar hoy y para siempre.
En las novelas Luisa se permite transgredir con la burla, con el grotesco, con las múltiples técnicas de la carnavalización: en esa decisión política se le antoja un Brujo de tres testículos convencido de que el tercero oficiará como dispositivo reproductor para dar a luz a su heredero. En la construcción del monstruo que protagoniza Cola de lagartija, un López Rega hidropónico, demencial, en el que el poder es sexo, la autora desata después de las exploraciones en los cuentos, la simbología siniestra del gobierno genocida: los cuerpos arrojados desde helicópteros, la justificación vía los dos demonios, la crueldad del sentido común fascista quedan expuestos en un juego de voces donde el verosímil no le teme al desparpajo y la lúdica combinación de géneros.
Pasadas otras aventuras –como el propio Cuidado con el tigre donde la guerrilla es puesta en crisis por el mismo camino del humor negro pero con la comprensión de la heroicidad femenina que se debate entre la sumisión a la orga y el deseo ardoroso por un hombre canalla—Luisa Valenzuela llega a su novela reciente: La máscara sarda: el profundo secreto de Perón. Finalmente, Luisa, que durante la última década había centrado su escritura en los relatos breves, de los que no solo es autora sino entusiasta propagandista y propulsora, en los ensayos, y en la novela El Mañana –donde hace secuestrar a un grupo de escritoras a bordo de un barco a la deriva por un río muy rioplatense—se mete de lleno con el padre de la criatura, y lo sumerge en su fantasía rabelesiana: Perón ya no es Perón, es un joven sardo que lo reemplazó para complacer el ansia de su madre india de tener un hijo general, porque el verdadero Perón murió cuando intentaba quedarse con la sortiglia en una competencia clásica de los alrededores de Lobos. El Brujo volverá aquí con una voz aún más definitiva, jugando a una trama en la que el verosímil construido de una escena fugaz en un viaje de la autora a Cerdeña, se impone para llevarnos a trastocar la historia del mito nacional: finalmente, el macho de todos los machos del poder en la Argentina, también sucumbe en manos de la aventurera.
Todo un capítulo debería llevar en esta Laudatio el afán coleccionista y experimentador que ha implicado en la vida de Luisa Valenzuela la obsesión por las máscaras. Pero quizás sea la que ustedes más conozcan, no solo por lo reciente de la publicación de Diario de máscaras, donde aparece la cronista vibrante e insaciable que persigue el objeto con conciencia y desvelo, sino porque la exposición de hace pocos meses en el Museo de Arte Decorativo fue un éxito divino. Lo fue no solo por la belleza artística tan valiosa de ese recorrido ultramarino por el mundo, hacia todos los puntos cardinales, entre todas las rarezas y las culturas, sino porque Luisa nos enseña cómo la máscara es una manera de liberar el inconsciente y de dejar que actúe el otro. Así como ella misma actúa sentada ante el papel, con el lápiz en mano, ante la página en blanco, transida por la máscara que la deja ser en el lenguaje.
Cuentan que Borges, con quien trabajó en la Biblioteca Nacional y a quien veía en las veladas de la casa en Belgrano, decía que Luisa era capaz de matar a su madre por un juego de palabras. Y es cierto, acepta ella, es capaz de dejar que un amor, que todos los amores, que nosotros todos y todas, nos esfumemos, si los espíritus del lenguaje la habitan y se lo piden. Pero luego se arrepiente, y vuelve. Siempre vuelve. Es por eso que los invito a celebrar, junto a todos aquellos que ya la han celebrado por ser sus discípulos, sus amigos, sus amigas, sus cómplices, que haya llegado a la Universidad Nacional de San Martín para quedarse y ser nuestra Doctora Honoris Causa.