Esta nota también está publicada en El Salto Diario: La batalla por la propiedad en clave feminista
Lo que sucede hoy es una renovada batalla por la propiedad. ¿En medio de la pandemia? Sí. Por eso, sin hacer rápidas definiciones grandilocuentes de lo que vendrá, nos interesa pensar lo que está sucediendo. Detenernos en cómo se está fabricando el futuro. Nuestra hipótesis es que hay claves feministas fundamentales para intervenir en la discusión actual sobre la propiedad. Queremos proponer tres. Por un lado, que estamos asistiendo a un nuevo impulso de la violencia propietaria, justamente porque la propiedad está visibilizada como la frontera que surca cada conflicto en la pandemia. No siempre es así de nítido. Luego, que esta discusión aparece concentrada en los territorios de la reproducción social (espacios visibilizados como fundamentales por los feminismos) y sobre el comando del trabajo futuro que el endeudamiento doméstico busca controlar. Y, tercero, que en esta crisis la división entre propietarixs y no propietarixs se profundiza a través de lógicas familiaristas, las cuales venían siendo fuertemente cuestionadas a favor de la construcción de espacialidades feministas. Vamos de a una.
Violencia propietaria
En Argentina, en las últimas semanas se dieron dos conflictos claves en este sentido: por un lado, la sanción de una ley que regula los alquileres y, por otro, la discusión sobre la expropiación (o no) por parte del estado de una de las mayores exportadoras de granos.
La ley para la regulación de los precios de los alquileres se aprobó en medio de una discusión parlamentaria sobre si ese tema era o no parte de la emergencia sanitaria. Cuando la consigna #QuedateEnCasa mostró la superposición de crisis habitacional y aumento de la violencia de género, desde el colectivo Ni Una Menos en alianza con el sindicato de Inquilinxs Agrupadxs impulsamos la consigna “la casa no puede ser lugar de violencia machista ni de especulación inmobiliaria”. Las violencias económicas que se expresan en el acceso a la vivienda y su enganche con las violencias de género no han hecho más que acelerarse con la pandemia, poniendo el reflector sobre el espacio doméstico entendido como “la casa”. Esta violencia se concreta en el abuso directo de dueños e inmobiliarias que aprovechan la situación crítica para amenazar, amedrentar, no renovar contratos o directamente desalojar a inquilinxs, incumpliendo un decreto que lo prohíbe. Lo que aparece hoy como pregunta ineludible es quiénes son los propietarios de las viviendas y hoteles de los que se desaloja sobre todo a mujeres, lesbianas, travestis y trans (lo cual es algo a lo que también apunta la nueva ley con la obligatoriedad de declarar los contratos de locación ante la agencia impositiva).
En varios lugares del mundo, la valorización financiera de la vivienda tiene el ritmo marcado por la voracidad de los fondos de inversión que aprovechan la crisis para comprar casas. Lo sabemos por ejemplo gracias al trabajo de la PAH (Plataforma de Afectadxs por la Hipoteca) en el Estado Español. Lo están diciendo las organizaciones sociales que buscan extender la moratoria contra los desalojos para un millón de hogares en Nueva York, cuya mayoría afectada es la población afroamericana y latina, la misma que ha impulsado la revuelta histórica de estos días. En países como Argentina, es la renta extraordinaria del agronegocio la que se “derrama”, entre otras cosas, como burbuja inmobiliaria y boom de construcción en las ciudades (con el consecuente aumento de los alquileres).
Las dinámicas inmobiliarias y extractivistas, que cruzan las geografías aquí y allá, ponen en evidencia que el aumento del precio de la vivienda es un síntoma del aumento del poder de las finanzas y que su conexión con los modelos extractivos (y en particular del agronegocio) es directa. La casa, ese supuesto espacio de refugio privado denunciado por los feminismos como epicentro de las violencias, es la terminal de flujos que son parte central de la escena económica y política mundial en la crisis. Por eso, el reclamo por soberanía alimentaria (un vocabulario de lucha de los movimientos campesinos del sur) empieza en cada casa y en cada olla popular para llegar a cuestionar todo el circuito de la valorización de los commodities de exportación.
No es casual que además del lobby inmobiliario de estos días frente a la regulación de esa renta, se haya desatado también el lobby cerealero contra la intención del gobierno de Argentina de expropiar una de las más grandes exportadoras de granos, en un momento donde la emergencia alimentaria es el mayor drama en los países del sur. Nos referimos a la empresa Vicentín, un gran conglomerado agro-industrial de exportación de productos primarios declarado en concurso de acreedores, que se hizo tema de agenda por una investigación que reveló que la familia propietaria trianguló dinero al exterior evadiendo impuestos y estafando a la banca pública y a cientos de productores.
En pocos días, primero fueron los agentes inmobiliarios que alzaron su voz, luego una movilización que fue bautizada como la “rebelión de los propietarios” tomó las calles en todo el país reclamando la no intervención del estado en el mercado de granos y, sobre todo, la defensa de la propiedad privada. A pesar de que la estafa es ya de de público conocimiento, las manifestaciones reclaman la vuelta de los propietarios a la gestión de la empresa en nombre del respeto a la “propiedad familiar”.
La violencia propietaria es una reacción que expresa justamente un poder propietario que, ante las demandas de emergencia impulsadas desde abajo (emergencia alimentaria y habitacional), se ve amenazado en lo que considera su “derecho natural” de posesión.
Socialización de los medios de reproducción
La batalla por la propiedad de la que hablamos se juega en la demanda concreta de usos comunes y públicos de los bienes y servicios que hacen posible (o no) la reproducción de la vida personal y colectiva. Visibilizada la reproducción como esfera estratégica sobre la que se monta el despojo neoliberal y el endeudamiento doméstico, la socialización de sus medios y recursos ha emergido como uno de los elementos comunes a nivel global.
En la mayoría de los países, la financierización de los derechos sociales (que significa acceder a ellos por deuda y en beneficio de los bancos y corporaciones) ha sido la segunda fase tras la privatización de las infraestructuras públicas y el ahogo de las economías autogestivas.
Es ahí donde hoy también se apunta: ¿no se está discutiendo en este momento de quiénes son los servicios públicos, a quiénes les pertenece la producción de alimentos y medicamentos, de quiénes son las viviendas, qué amenazas contra el acceso a la educación están en marcha, de quiénes son las fortunas, qué deudas se están creando y qué reformas tributarias exige la crisis? Y además: ¿no veníamos discutiendo qué orden sexual trae aparejada la propiedad privada sobre los cuerpos y los territorios? Así, la gran pregunta sobre quién va a pagar la crisis hoy está involucrando la discusión directa de la propiedad. Y, como decíamos, esto no es abstracto. Se aterriza en los terrenos estratégicos de la reproducción social (vivienda, alimentos, medicamentos, educación), en vínculo concreto con los modos de trabajo que los sostienen y los mandatos de género que exigen.
Hoy en las casas, esas mismas abarrotadas de trabajo doméstico, agotamiento psicológico y teletrabajo, se están produciendo nuevas deudas a pesar del otorgamiento de ingresos de emergencia. En Argentina, por ejemplo, además de los alquileres, una deuda que está creciendo corresponde al acceso a conectividad. Es decir, la deuda para pagar el consumo de los teléfonos celulares es de las más expandidas en estos meses. Esto se debe a la intensificación del uso de los teléfonos como canal de conexión obligatorio especialmente de las madres con la escolaridad de les hijes cuando no se cuenta con computadoras y/o wi-fi en la casa. Hacer las tareas escolares hoy requiere para muchxs un uso enorme de datos que se compran casi a diario. De esta manera, la cuenta del celular alcanza cifras récord en un momento que, como sabemos, se caracteriza por la pérdida de ingresos. Muchas beneficiarias de subsidios de emergencia dados por el gobierno se ven obligadas a destinar buena parte de ese ingreso a pagar las tarifas de las empresas telefónicas (una nueva mediación privada para el acceso a la educación pública).
De este modo, se conforman verdaderas “canastas” de deuda, que se van refinanciando entre sí, combinando diversas tasas de interés, formas de amenaza por incumplimiento y distintos cronogramas de vencimiento. Si algunos análisis sociológicos hablan de lxs trabajadorxs actuales como un “recolectorxs de ingresos” que ya no puede garantizar su reproducción a través de un salario único y estable, podemos hablar de unx “recolectora de deudas” que se agudiza como figura de la crisis. Las nuevas deudas que invaden el terreno de la reproducción social encarnan una disputa por la propiedad del tiempo futuro, para impedir cualquier tipo de transición hacia otra cosa.
Es urgente conectar la demanda de ingresos, subsidios y salarios que hoy se pelea desde varios movimientos sociales con la provisión de servicios públicos gratuitos (de la conectividad al agua, de la electricidad a los servicios de salud) y políticas de desendeudamiento para que esos ingresos no sean finalmente absorbidos por las corporaciones de siempre: bancos, supermercados, empresas de telecomunicación y empresas de plataformas. Discutir la deuda, doméstica y externa (incluso la división de espacialidad que supone), es discutir la forma violenta en que se titulariza la propiedad de nuestro trabajo a largo plazo y, por tanto, del tiempo a futuro. Es decir, rechazar la “obligación” que la deuda impone como trabajo gratuito, barato y precario en el tiempo porvenir y como responsabilización individual, costosa y privada de la reproducción cotidiana ahora.
Renta, familia y cuarentena: por una espacialidad feminista
La crisis actual intensifica la división entre propietarixs y no propietarixs en una clave familiarista. ¿Por qué? Cuando no se puede pagar el alquiler por la restricción de ingresos, la vivienda heredada o conyugal se refuerza como único modo de asegurar la casa, excluyendo realidades como las de la población LGTBIQ+ generalmente desheredada y con otras formas de convivencia más allá de la conyugalidad heterosexual. Así, cuando los subsidios y salarios no alcanzan, la propiedad familiar se transforma en la vivienda disponible, ratificando que ese derecho se hace casi imposible de ejercer por fuera de la jurisdicción de la familia. La casa, de este modo, vuelve a ser el lugar desde el cual “re-ordenar” lo que se venía cuestionando. Además de ser el espacio donde históricamente se fijaron los mandatos de género asociados a las tareas de reproducción, con sus largas jornadas de trabajo invisibilizado. Cuestionar a qué le llamamos “casa” es también problematizar la asunción de manera privada de la responsabilidad de la crisis.
El movimiento feminista, a fuerza de movilización callejera y de organización política en los territorios domésticos, cuestionó tanto la romantización del hogar como la familiarización de sus contornos. De modos diversos y transversales, se puso en discusión el acceso a la vivienda, descacoplándolo del mandato de familia heterosexual. A la vez que se denunciaba la casa familiar como un espacio inseguro para mujeres, lesbianas, maricas, travestis y trans (hoy incrementado por la obligación de convivencia con los agresores), se construyó otra experiencia de ocupación del espacio, especialmente otros usos de la calle y de la ciudad.
Si todo régimen de propiedad trae aparejado un orden sexual y de división del trabajo, también lo detectamos en el modo de demarcar contornos, movimientos y fijaciones en el espacio. La propiedad hoy está en el centro del debate porque mapea y señaliza la batalla por los límites que intenta, una y otra vez, relanzar el capital en sus formas más brutales. El repliegue familiarista de la propiedad del que hablamos implica, también, asegurar trabajo doméstico gratuito de lxs no-propietarixs.
En este sentido, retornamos a la importancia de la confrontación con las rentas inmobiliarias (como es el caso de la ley de alquileres y el cumplimiento del decreto de prohibición de desalojos), financieras y del agronegocio al mismo tiempo que construimos otros “interiores”, inventando formas de refugio, cuidado y acompañamiento que declinen aquí y ahora la pregunta por cómo queremos vivir.